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'Non potestas est opitulandi rei publicae'

Si algo nos ha enseñado el siglo I antes de Cristo en la historia de Roma, es que el sistema de gobierno republicano que había permitido convertir a aquella pequeña ciudad del Lacio en dueña del mundo conocido, se encontraba pasando sus horas más bajas. No solo por la serie de guerras civiles que finalmente acabaron poniendo en el poder a Octavio e inaugurando el Imperio, sino porque para llegar a eso, antes quedó evidenciado que los representantes políticos que habían dirigido durante siglos los intereses del Estado se manifestaron como incapaces. La república romana había surgido como una alternativa que sustituía a una monarquía inicial que no pudo aguantar la conversión de Roma en una ciudad importante en el centro de Italia. Los grupos de poder tradicionales idearon un sistema en el que, aunque toda la población acababa eligiendo a sus representantes y sus leyes, en la práctica, era la élite senatorial quien controlaba todos los entresijos del poder político y económico. En estas circunstancias, era muy complicado que figuras que surgieran desde abajo con la intención de introducir reformas lograran superar los obstáculos que se les ponían para conseguirlo. El ejemplo de los hermanos Graco es el más paradigmático. Intentaron realizar un reparto de tierras entre los ciudadanos para mejorar la situación de aquellos que no tenían recursos y no podían obtener trabajo por cuenta propia. Los senadores no solo bloquearon sus proyectos, finalmente acabaron también con sus vidas.

Cerrada esta vía, la república romana entró en el siglo I a.C. en una dinámica donde el protagonismo fue ejercido por particulares, que acumularon sobre sus personas las atribuciones del Estado. Cayo Mario, Sila, Pompeyo, César, Marco Antonio y Octavio son ejemplos de lo que puede pasar cuando las instituciones fallan en su cometido original y dejan que, con el apoyo pasivo del pueblo y la complicidad de la clase política, impongan un caudillismo en la gestión de la cosa pública. Tanto unos como otros contaban con el respaldo de sus respectivas facciones políticas, los populares y los optimates. Todos ellos sostenían que su intención era salvar a la República de los males que arrastraban, de los que no se sentían responsables. Cada uno de ellos dejó tras su paso un rastro de sangre, guerra y mayor debilitamiento del sistema. Si algo caracterizó el mando de estos últimos hombres fuertes de la república romana fue su incapacidad para entenderse con el oponente. Ni Mario, ni Sila, ni Pompeyo, ni César, ni Antonio, ni Octavio podían tolerar que nadie cuestionara su deseo de ejercer el poder de forma autónoma, sin contrapesos, sin que otra manera de plantear soluciones a los problemas pudiera tener cabida en su mandato. No eran capaces de entender que lo que había hecho grande durante siglos a Roma no eran solo sus legiones victoriosas, sino una manera de ejercer el gobierno donde las decisiones que afectaban al Estado tenían que ser aprobadas con el consenso de su colega en el mando, ya fuera un cónsul, un pretor, un cuestor o un edil. Cicerón en la introducción a su tratado Sobre la República describe la necesidad de que quien se dedique al servicio público tenga vocación y preparación. Pero esta sola no basta. No se trata únicamente de tener la potestad para querer salvar a la República (non potestas est opitulandi rei publicae), hace falta también estar en la posición para conseguirlo.

Las pasadas elecciones del 28 de abril ofrecieron unos resultados en los que sobre un individuo recayó la potestad de poder alcanzar la presidencia del Gobierno. La coyuntura descartaba la posibilidad de ejercer personalismos, tal y como hasta entonces había sido la práctica habitual. Se imponía la necesidad de alcanzar acuerdos, no imposiciones con vistas a poner en marcha no solo una nueva legislatura, sino la regeneración de las instituciones. Cinco meses después volveremos a tener que acudir a las urnas a ejercer nuestro voto. Parece que la tentación del caudillismo político ha sido más poderosa que la necesidad de ejercer el poder de forma compartida. No descartamos que entre quienes aspiran a dirigir nuestro gobierno exista la voluntad de salvar a la república, pero, como dijo Cicerón, para ello hace falta estar en posición. Y esa posición estaba más cerca el 28 de abril que lo que pueda pasar tras el 10 de noviembre.

Si algo nos ha enseñado el siglo I antes de Cristo en la historia de Roma, es que el sistema de gobierno republicano que había permitido convertir a aquella pequeña ciudad del Lacio en dueña del mundo conocido, se encontraba pasando sus horas más bajas. No solo por la serie de guerras civiles que finalmente acabaron poniendo en el poder a Octavio e inaugurando el Imperio, sino porque para llegar a eso, antes quedó evidenciado que los representantes políticos que habían dirigido durante siglos los intereses del Estado se manifestaron como incapaces. La república romana había surgido como una alternativa que sustituía a una monarquía inicial que no pudo aguantar la conversión de Roma en una ciudad importante en el centro de Italia. Los grupos de poder tradicionales idearon un sistema en el que, aunque toda la población acababa eligiendo a sus representantes y sus leyes, en la práctica, era la élite senatorial quien controlaba todos los entresijos del poder político y económico. En estas circunstancias, era muy complicado que figuras que surgieran desde abajo con la intención de introducir reformas lograran superar los obstáculos que se les ponían para conseguirlo. El ejemplo de los hermanos Graco es el más paradigmático. Intentaron realizar un reparto de tierras entre los ciudadanos para mejorar la situación de aquellos que no tenían recursos y no podían obtener trabajo por cuenta propia. Los senadores no solo bloquearon sus proyectos, finalmente acabaron también con sus vidas.

Cerrada esta vía, la república romana entró en el siglo I a.C. en una dinámica donde el protagonismo fue ejercido por particulares, que acumularon sobre sus personas las atribuciones del Estado. Cayo Mario, Sila, Pompeyo, César, Marco Antonio y Octavio son ejemplos de lo que puede pasar cuando las instituciones fallan en su cometido original y dejan que, con el apoyo pasivo del pueblo y la complicidad de la clase política, impongan un caudillismo en la gestión de la cosa pública. Tanto unos como otros contaban con el respaldo de sus respectivas facciones políticas, los populares y los optimates. Todos ellos sostenían que su intención era salvar a la República de los males que arrastraban, de los que no se sentían responsables. Cada uno de ellos dejó tras su paso un rastro de sangre, guerra y mayor debilitamiento del sistema. Si algo caracterizó el mando de estos últimos hombres fuertes de la república romana fue su incapacidad para entenderse con el oponente. Ni Mario, ni Sila, ni Pompeyo, ni César, ni Antonio, ni Octavio podían tolerar que nadie cuestionara su deseo de ejercer el poder de forma autónoma, sin contrapesos, sin que otra manera de plantear soluciones a los problemas pudiera tener cabida en su mandato. No eran capaces de entender que lo que había hecho grande durante siglos a Roma no eran solo sus legiones victoriosas, sino una manera de ejercer el gobierno donde las decisiones que afectaban al Estado tenían que ser aprobadas con el consenso de su colega en el mando, ya fuera un cónsul, un pretor, un cuestor o un edil. Cicerón en la introducción a su tratado Sobre la República describe la necesidad de que quien se dedique al servicio público tenga vocación y preparación. Pero esta sola no basta. No se trata únicamente de tener la potestad para querer salvar a la República (non potestas est opitulandi rei publicae), hace falta también estar en la posición para conseguirlo.