Espacio de opinión de Canarias Ahora
La ola Camus
Es curioso: ayer mismo le mencioné en un encuentro con lectores y hace solo tres días analizamos en un taller El extranjero, novela que, siempre que puedo, pido a los talleristas que lean. Para mí, Camus es (como Borges, Cortázar, Woolf o Yourcenar) una ola que regresa periódica pero inesperadamente a la orilla de mi biblioteca: de vez en cuando, el lomo de cualquiera de sus libros me salta a los ojos o la memoria y vuelvo a tomarlo, a releerlo, a perseguir una idea, un hilo, una propuesta a través de sus novelas, su teatro y su ensayo. Así, durante días, manoseo sus libros (son ejemplares de bolsillo comprados o robados en diferentes periodos de mi vida, con excepción de una edición en tapa dura de El extranjero, prologada por Vargas Llosa, de aquella Biblioteca de Plata que me hizo conocer El poder y la gloria, El lobo estepario o No soy Stiller).
Al pensar en escribir esto, me pregunté cuándo había empezado mi relación con Camus. Gracias a los ex libris, compruebo que fue en 1988. Así que debo imaginarme a mí mismo en ese año, con 17 años, leyendo con estupor y algo de confusión la historia de Meursault, magra en adjetivos, en tropos y sentimentalismos. No necesito imaginarme, en cambio, leyendo El mito de Sísifo, porque recuerdo perfectamente aquella sensación de estar entendiendo perfectamente qué quería decir Camus en su lúcido ensayo y, sin embargo, estar seguro de que se me escapaba algo imprescindible e inasible. Certeza que, pese a bagajes y años, vuelvo a experimentar cada vez que vuelvo a leer que el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio. En mis relecturas, esos dos libros (que fueron publicados el mismo año), suelen ir juntos. Pero de El mito de Sísifo suelo salir lanzado hacia El hombre rebelde, que, a su vez, me empuja hacia La peste (para mí monumental) y eso me hace saltar sobre El estado de sitio o El malentendido o Los justos. Finalmente, por mero gusto, acabo llegando siempre a Calígula, a quien Cesonia dice que la felicidad es generosa, que no vive de la destrucción, para escuchar de sus labios: “Entonces hay dos clases de felicidad y yo he elegido la de los asesinos”.
El final de la ola es siempre La caída, la más oscura y atrayente de sus novelas, el último de sus textos en caer en mis manos (para acompañarme, por cierto, en una situación hospitalaria dolorosa en todos los sentidos). No es raro que la idea, el hilo o la propuesta que había comenzado a seguir en cada caso acaben rebotando hasta Malraux, Cioran, Kafka, Levinas, Sartre o Martin Heidegger (no se me pregunte por qué: eso es lo que tienen las ideas cuando rebotan, que nunca se sabe adónde van a ir a parar exactamente), diluyéndose luego o fermentando ahí, en algún lugar de la orilla, aguardando hasta que retorne la ola nuevamente.
La última vez que la ola Camus me llegó a las rodillas, fue por causa de una conversación con un amigo sobre las posibilidades reales que se nos ofrecían de actuar contra esto que nos está pasando a todos, sobre el precio personal de la desobediencia civil. Así que la cosa comenzó por El hombre rebelde, que me llevó a El mito de Sísifo, y dale que va y vuelta a empezar en un desorden de libros de bolsillo de Alianza y de Edhasa, cien veces subrayados y anotados.
En cualquier caso, la magnética personalidad, la fina inteligencia, la sensibilidad de aquel sencillo niño argelino que acabó convirtiéndose en el más lúcido de los escritores franceses de su tiempo, de aquel Nobel cuarentón que la carretera arrebató a la tuberculosis para la muerte y la eternidad, no abandonan jamás a este lector que gusta de los libros que no quieren dar respuestas, sino plantear interrogantes.
Por eso me alegra que míster Google conmemore su centenario, aunque cierto es que, en mi casa, Sísifo deja caer de nuevo su roca cada tres o cuatro meses y entonces celebramos su cumpleaños.
Es curioso: ayer mismo le mencioné en un encuentro con lectores y hace solo tres días analizamos en un taller El extranjero, novela que, siempre que puedo, pido a los talleristas que lean. Para mí, Camus es (como Borges, Cortázar, Woolf o Yourcenar) una ola que regresa periódica pero inesperadamente a la orilla de mi biblioteca: de vez en cuando, el lomo de cualquiera de sus libros me salta a los ojos o la memoria y vuelvo a tomarlo, a releerlo, a perseguir una idea, un hilo, una propuesta a través de sus novelas, su teatro y su ensayo. Así, durante días, manoseo sus libros (son ejemplares de bolsillo comprados o robados en diferentes periodos de mi vida, con excepción de una edición en tapa dura de El extranjero, prologada por Vargas Llosa, de aquella Biblioteca de Plata que me hizo conocer El poder y la gloria, El lobo estepario o No soy Stiller).
Al pensar en escribir esto, me pregunté cuándo había empezado mi relación con Camus. Gracias a los ex libris, compruebo que fue en 1988. Así que debo imaginarme a mí mismo en ese año, con 17 años, leyendo con estupor y algo de confusión la historia de Meursault, magra en adjetivos, en tropos y sentimentalismos. No necesito imaginarme, en cambio, leyendo El mito de Sísifo, porque recuerdo perfectamente aquella sensación de estar entendiendo perfectamente qué quería decir Camus en su lúcido ensayo y, sin embargo, estar seguro de que se me escapaba algo imprescindible e inasible. Certeza que, pese a bagajes y años, vuelvo a experimentar cada vez que vuelvo a leer que el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio. En mis relecturas, esos dos libros (que fueron publicados el mismo año), suelen ir juntos. Pero de El mito de Sísifo suelo salir lanzado hacia El hombre rebelde, que, a su vez, me empuja hacia La peste (para mí monumental) y eso me hace saltar sobre El estado de sitio o El malentendido o Los justos. Finalmente, por mero gusto, acabo llegando siempre a Calígula, a quien Cesonia dice que la felicidad es generosa, que no vive de la destrucción, para escuchar de sus labios: “Entonces hay dos clases de felicidad y yo he elegido la de los asesinos”.