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La oligarquía eclesial

“Yo creo en Dios, pero no en los curas”, hemos oído decir con frecuencia. Una frase tópica que refleja el fondo del conflicto entre cristianos que iniciara Lutero, por no remontarme más. Mientras los católicos reafirman el valor de los sacramentos, con lo que refuerzan el cometido del clero como intermediario obligado y exclusivo entre Dios y los hombres, los protestantes insisten en que esa relación sea personal dejando a sus curas en un segundo plano.

El superior papel del clero católico, erigido además en guardián de la ortodoxia, la que él mismo define para asentar su autoridad incontestable (de la que no participan las mujeres, por cierto), generó lo que podría considerarse, hablando nuevamente en términos “civiles”, una oligarquía clerical que no se limita a alinearse con los sectores social y políticamente más reaccionarios sino que los aglutina, los dirige, los alimenta ideológicamente, los orienta y moviliza. El posicionamiento de la Iglesia en la guerra civil española y el apoyo durante cuarenta años al régimen criminal de Franco, al que consideró regalo de la Providencia Divina, se corresponde a una tradición eclesial demasiado prolongada en el tiempo para que nos llamemos a engaño sobre su auténtica entraña.

Viene esto a cuento de Rouco Varela. Dice que abrir las fosas de los asesinados por el franquismo daña la “concordia social”, puede derivar en enfrentamientos violentos y aconseja olvidarlos. Pero mientras advierte contra la peligrosidad del modesto consuelo familiar de recuperar sus muertos y restablecer su dignidad, Rouco promueve beatificaciones masivas de las víctimas de su bando televisadas con solemnidad litúrgica y exhibición del esplendor romano; quien haya visitado el Vaticano se ha tenido que sentir aplastado por el tremendo poder que emana de sus piedras apabullantes y estirados hábitos protocolarios. Y digo de “su bando” porque no figuran entre las 10.000 personas que quiere Rouco subir a los altares los curas y religiosos que Franco mandó matar. Por si hay duda de su nada evangélica parcialidad.

No es preciso recordar las frecuentes intervenciones de la jerarquía eclesiástica en política, siempre con igual sesgo ideológico. Se ha opuesto a leyes emanadas del Parlamento presionando constantemente a los gobernantes en la misma dirección conservadora, con frecuencia reaccionaria, con la visión religiosa excluyente y fanática de quien cree poseer la Verdad. Una Verdad con la que no busca hacer hombres libres sino consolidar un status en el reino de este mundo, que en el otro ya se verá.

Sin ir más lejos, la reciente sentencia que ordenó la retirada de los crucifijos de un colegio público ha provocado reacciones y el Gobierno cedió a la presión de la peor manera: que cada centro decida si los retira o no; un lavado de manos que le encasqueta el problema a las comunidades educativas, por si tienen pocos.

Dicen en medios del Gobierno que si la Constitución consagra la aconfesionalidad del Estado, también es verdad a la inmensa mayoría de los españoles no les molesta el crucifijo. Es cierto. Pero la cuestión no es si molesta o no sino su utilización por la jerarquía en plan de aquí estoy yo. Trata de imponerse con desprecio de las leyes, de las demás confesiones y con ningún respeto a los laicos, sean o no creyentes. Se ha lucido la ministra Mercedes Cabrera. Seguro, ya digo, que a nadie molesta el crucifijo en sí, pero no se escapa que el objetivo de la oligarquía clerical, vuelvo a los términos “civiles”, es mantener su pretendido monopolio religioso por encima de la Constitución. Esa es la cuestión.

“Yo creo en Dios, pero no en los curas”, hemos oído decir con frecuencia. Una frase tópica que refleja el fondo del conflicto entre cristianos que iniciara Lutero, por no remontarme más. Mientras los católicos reafirman el valor de los sacramentos, con lo que refuerzan el cometido del clero como intermediario obligado y exclusivo entre Dios y los hombres, los protestantes insisten en que esa relación sea personal dejando a sus curas en un segundo plano.

El superior papel del clero católico, erigido además en guardián de la ortodoxia, la que él mismo define para asentar su autoridad incontestable (de la que no participan las mujeres, por cierto), generó lo que podría considerarse, hablando nuevamente en términos “civiles”, una oligarquía clerical que no se limita a alinearse con los sectores social y políticamente más reaccionarios sino que los aglutina, los dirige, los alimenta ideológicamente, los orienta y moviliza. El posicionamiento de la Iglesia en la guerra civil española y el apoyo durante cuarenta años al régimen criminal de Franco, al que consideró regalo de la Providencia Divina, se corresponde a una tradición eclesial demasiado prolongada en el tiempo para que nos llamemos a engaño sobre su auténtica entraña.