Espacio de opinión de Canarias Ahora
Page
Cuanto habla Page y solo dice lo que piensa el efecto que produce en su partido es el mismo que la muleta delante del toro. Y ese efecto multiplicador a muchos nos asombra y con razón, porque no se puede ignorar que nuestra capacidad de asombro es un sentimiento que puede transformar cualquier cosa banal en un gran misterio.
Hace cuatro siglos un filósofo, Spinoza, afirmaba que los soberanos deben garantizar a todos la libertad de pensar como cada uno quiera y además poder decir lo que se piensa. Y no hablaba Spinoza de poderes soberanos sino de soberanos absolutistas a los cuales el súbdito cedía buena parte del arbitrio propio para todo menos para juzgar y razonar. Ya barruntaba hace tanto tiempo Spinoza que podía haber una vía democrática, que no estando al uso en su época, sí que resultaba ser lo más ajustada al orden natural de la naturaleza humana. Y sucedía, al menos eso era lo que pensaba él, que en democracia cuanto más se censura el pensamiento más se violenta ese orden natural que convive con la condición democrática.
La libertad de pensamiento, amigos, puede ser cercenada pero nunca disminuida. Si a Page intentan silenciarlo se corrompe la fe que sustenta la organización social y la necesaria cohesión y aparecen los aduladores y los vulgares. Los que gobiernan se convierten en sectarios y el adversario empieza a ocupar el territorio virtuoso y a acariciar la victoria.
Si Page dice lo que piensa el ruido producido es como un tiro en un concierto. Ese ruido lo producen políticos vulgares siendo así que la vulgaridad es un término indefinido que solo se conceptualiza con formas vulgares. Surgen con frecuencia muchos enfermos incurables de vulgaridad. Esta sociedad en la que vivimos a veces manifiesta valores sin peso y en ocasiones valores imperecederos. Hoy se confunden. Silenciar a alguien es un valor inexistente. Escuchar a alguien resulta ser un valor que no fallece.
Entiendo y lo creo con firmeza que nada hay más gratificante que el disenso manifestado con lealtad. Se creen que el público es tonto y no lo es. Intelligenti pauca. El militante socialista está con Sánchez, esto ni lo duden. Pero el votante de izquierda tiene criterios dispares, yo atisbo que se reparten los favores uno y otro. En términos taurinos hay división de opiniones.
Sánchez no necesita esos aduladores falstaffescos que salen en tropel cuando Page dice lo que muchos piensan. Si yo aportara un slogan a Sánchez, este sería: soy Lázaro y estoy vivo. Ha sobrevivido a tanto que no creo que necesite ayudas de voceros de guardarropía. Y si fuera el caso que los necesitara, ya no sería un eterno renacido sino solo un simple funambulista.
Faulkner terminó una novela con una frase que a veces es un enigma. Habría que elegir entre la pena y la nada. La nada puede ser una bala que termina con el personaje. Pero sin pena, no hay historia. Yo a veces elijo la nada, pero en este caso elijo la pena. La pena de tantos que son rígidos de cintura y que ponen el debate público en la nada por no aceptar que alguien de tu cuerda piense distinto en alguna ocasión y además diga lo que piensa. Por no aceptar la pena.
Mientras tanto, cada vez que sube la marea salen los ministros que esperando a Godot hablan para no decir nada. Insultan al lenguaje. En la oposición se destacan dos sombras encadenadas por la sombra de una cadena y como personaje principal, el público que no puede aplicar el principio de contradicción que postula que ningún supuesto puede ser verdadero y falso a la vez. De tiempo en tiempo, de década en década se necesitan hombres que no coqueteen con la mentira. En la esquina se ubican los rupturistas que ignoran el principio de la cerca que dice que no se puede destruir algo, una tradición o cambiar las reglas si no se tiene un conocimiento profundo de aquello que se quiere cambiar y las razones por las que existe. Y con todo soy optimista, a pesar incluso del juez García Castellón.
Cuanto habla Page y solo dice lo que piensa el efecto que produce en su partido es el mismo que la muleta delante del toro. Y ese efecto multiplicador a muchos nos asombra y con razón, porque no se puede ignorar que nuestra capacidad de asombro es un sentimiento que puede transformar cualquier cosa banal en un gran misterio.
Hace cuatro siglos un filósofo, Spinoza, afirmaba que los soberanos deben garantizar a todos la libertad de pensar como cada uno quiera y además poder decir lo que se piensa. Y no hablaba Spinoza de poderes soberanos sino de soberanos absolutistas a los cuales el súbdito cedía buena parte del arbitrio propio para todo menos para juzgar y razonar. Ya barruntaba hace tanto tiempo Spinoza que podía haber una vía democrática, que no estando al uso en su época, sí que resultaba ser lo más ajustada al orden natural de la naturaleza humana. Y sucedía, al menos eso era lo que pensaba él, que en democracia cuanto más se censura el pensamiento más se violenta ese orden natural que convive con la condición democrática.