Hacia una política migratoria corresponsable

4 de marzo de 2021 12:24 h

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Como hiciera el pasado 19 de febrero en el Senado, en la Ponencia de estudio sobre la insularidad y la situación periférica de las ciudades de Ceuta y Melilla, este lunes (1 de marzo) ante la Comisión de Libertades Civiles, Justicia y Asuntos Internos (LIBE) del Parlamento Europeo, reclamé una política migratoria comunitaria corresponsable.

El debate de la sesión se centró en el futuro Pacto de Migración y Asilo, para el que será necesario un cambio de planteamiento, un cambio de enfoque. La propuesta de texto presentada por la Comisión Europea adolece de mecanismos que obliguen a los 27 países miembros a ser corresponsables y deja que toda la presión recaiga en los territorios que somos frontera exterior. 

Es necesario que, de aquí en adelante, tengamos una política común con perspectiva histórica, inteligente y pragmática. Una política que luche contra los discursos simplistas, excluyentes y xenófobos, que asuma la migración como una oportunidad socioeconómica, demográfica y cultural, y como una cuestión de principios y Derechos Humanos que, en ningún caso, debe ser gestionada solo en las regiones y países fronterizos.

Canarias se sitúa a 2.500 kilómetros de Madrid, a más de 3.000 de Bruselas y a solo 100 del noroeste de África. Somos ocho islas diferentes y una de las 9 Regiones Ultraperiféricas de la UE, la única de España. Estar lejos supone una desventaja competitiva, pues todo nos cuesta mucho más (el agua, la energía, traer y exportar mercancías…), pero también agrava la gestión migratoria, y más en medio de una pandemia que ha cerrado fronteras, aeropuertos y puertos, complicando al máximo las derivaciones y las repatriaciones. Una crisis por la COVID que, encima, ha causado más daño en nuestra economía por el mayor peso del turismo (35% del PIB y 40% del empleo), con una reducción de la producción del 20% en 2020 y un paro del 25%, según la EPA del último trimestre.

La primera embarcación irregular que llegó a Canarias se dató en 1994 (dos jóvenes saharauis que llegaron a Fuerteventura). Desde entonces, este fenómeno ha sido constante, aunque con fluctuaciones. En 2004 y 2005 se interceptaron con frecuencia barcos con centenares de subsaharianos en condiciones pésimas y en 2006 se produjo la primera gran crisis (la de los cayucos), al llegar a las Islas 31.600 personas en la ruta atlántica, la más peligrosa de Europa y una de las de más arriesgadas del mundo.

Al principio se tomaron decisiones apresuradas, con soluciones incompletas. No había coordinación en la acogida y, tras largos meses de crisis, se firmaron pactos de cooperación entre España y varios países africanos, a los que se apoyó. Finalmente, se terminó aumentando la vigilancia, se activaron las repatriaciones y se produjo la primera operación marítima de la agencia europea Frontex. Además, el Gobierno central y las administraciones canarias activaron recursos de acogida de emergencia y corresponsabilidad que funcionaron. Pero en la década posterior, todos esos recursos se fueron desmantelando. Fue un error. 

En 2020, la llegada de migrantes a Canarias en cayucos y pateras ha aumentado un 756%, pasando de las 2.287 de 2019 a 23.023. La dura realidad es que un territorio tan fragmentado como el nuestro y con una población de 2,2 millones de habitantes no puede hacer frente solo a esta elevada llegada de seres humanos. De hecho, esta situación nos ha cambiado las prioridades y nos ha obligado a destinar muchos recursos. El Gobierno de España ha recurrido a hoteles para albergarles de forma digna y ha habilitado 7.000 plazas en infraestructuras militares. Las instituciones canarias hemos cedido espacios para la acogida y nos hemos encargado de su atención sanitaria. Ahora, atendemos a casi 10.000 migrantes (entre adultos y menores).

Como he reiterado, cuando estas personas pisan Canarias llegan a la Unión Europea, pues somos tan Europa como Madrid, París, Bruselas, Viena o Berlín. Por tanto, la gestión migratoria ha de redistribuirse entre los 27 países.

Hay que invertir desde lo público y lo privado en los países de origen y tránsito para evitar el impulso migratorio, pues no debe olvidarse que estas personas huyen del hambre, las pandemias, las guerras, las persecuciones y el cambio climático. También se debe incrementar la vigilancia en esas naciones, con los máximos acuerdos posibles de cooperación y seguridad; efectuar las deportaciones conforme a ley, los derechos humanos y los pactos con esos países, y activar las derivaciones y el tránsito reglado de los que pueden moverse al resto de la UE, porque es lo que busca la inmensa mayoría. Además, resulta clave garantizar una acogida digna mientras se aclara su situación administrativa. Y hay que hacerlo en recursos repartidos por todo el continente. No solo en Canarias. La única opción para ello es la solidaridad. Una solidaridad que debe ser obligatoria. La implicación de los países que no son frontera exterior no puede reducirse a una mera cuestión de voluntariedad.

Sin un reparto equitativo, fomentaremos una gestión basada en macrocentros de retención en las regiones fronterizas, algo insostenible que, además, genera una enorme frustración en estas personas y que pone en riesgo la convivencia.. Tampoco se puede aceptar que las soluciones pasen por una suerte de apadrinamiento de migrantes. Como ya han manifestado los gobiernos de España, Italia, Grecia y Malta, se necesita articular una solidaridad vinculante, que incluya cuotas fijadas para los 27. Canarias está dispuesta a aceptar un porcentaje de acogida razonable (como las 1.500 plazas del pacto político suscrito en las Islas en 2002) y estamos seguros de que la mayoría de la Eurocámara acepta la corresponsabilidad, lejos de esa “solidaridad a la carta” del borrador. Es de justicia, pues, que los 27 países participen de una política común y que requiere, además, de un presupuesto ambicioso y suficiente, con fondos específicos para regiones que, como Canarias, seguirán afrontando una mayor presión. 

En el Parlamento Europeo y en el Senado hablé de la atención a los menores no acompañados en Canarias. Actualmente tenemos 2.600, cuando en enero de 2020 eran 540, cinco veces menos. Se trata de la cuarta parte de los menores que hay en España y, en este febrero, ya hemos agotado los recursos de nuestro presupuesto anual para su atención, por lo que nos resulta apremiante el apoyo de la UE con una partida específica. Además, el Pacto de Migración debe abordar la cuestión de los menores de forma exhaustiva y creo perentorio que se renueve cuanto antes el Plan de Acción (2010-14) para menores. De lo contrario, cometeríamos un error histórico.

Debemos aprender de la historia porque, hace 15 años, el entonces presidente de Canarias, el fallecido Adán Martín, compareció en esa misma Comisión europea para alertar de que, como ahora, se estaban produciendo miles de muertes en esta ruta, que había días que llegaban más de un millar de migrantes y que atendían a 900 menores. Según recalcó, “los estados fronterizos, y en especial las Islas, no pueden asumir solos un problema que es europeo, porque el destino final de la emigración es, en definitiva, el sueño europeo”. 

Su discurso sigue igual de vigente y, por eso, me pregunto si 15 años no es tiempo más que suficiente para aprender, dar soluciones definitivas y no repetir errores. No podemos fallar ante este nuevo Pacto y debemos propiciar políticas con visión global y cohesionada para que ningún territorio se convierta en un tapón donde empieza y termina la migración irregular. Nos compete a todos, como responsables políticos y seres humanos, y por eso hago mías las palabras de Martín de 2006 sobre que “Europa tiene la oportunidad y la obligación de unirse en torno a un desafío común que permita relanzar el proyecto europeo, recuperar la confianza de sus ciudadanos y afianzarse en la esfera internacional”. Cada día que pase sin reaccionar, será un día perdido que la UE no se puede permitir.