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Las Raíces: el campamento de la migración y la solidaridad

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La migración irregular molesta a quienes se sientan en sus despachos y mueven las piezas en el ajedrez de la política y la economía. Desde que balbuceaban en la cuna, sus progenitores les inculcaron que hay clases sociales y que ellos, los ricos, los distintos, no pueden ni deben mezclarse con los pobres, pero sí dominarlos. Por eso, la exclusión siempre ha sido la base para construir un modelo de sociedad acorde con sus intereses, alejado totalmente del drama de este proceso de los desplazamientos forzados de millones de personas que golpea a medio mundo. 

El campamento de Las Raíces (La Esperanza, La Laguna) se ha convertido últimamente en otro de los puntos candentes de la migración irregular que sufre Canarias y ha acrecentado el debate sobre el tipo de ayuda que reciben quienes se encuentran allí de tránsito y la ausencia de una infraestructura para atenderlos con todas las garantías de salubridad y de cuidados básicos. El denominado Plan Canarias, que surgió a raíz de la crisis migratoria que conllevó el hacinamiento en el puerto de Arguineguín (Gran Canaria) y su redistribución en hoteles, ante la deplorable situación por la que pasaban, supuso la creación de plazas de acogida en instalaciones policiales y militares, principalmente. Estos campamentos estacionales se reconvertirán en otros de carácter fijo, con el fin de tener así esa ansiada infraestructura que funcione periódicamente y que dé respuesta rápida a este proceso de acogida.

La migración irregular molesta y genera un rechazo social, afianzándose la idea de que es necesaria su exclusión como medio para que el orden ya establecido no se vea alterado. Esta actitud hermética es la que garantiza la creación de zonas de tránsito como Las Raíces, un campo improvisado en el extrarradio de esa ciudad tinerfeña, que está hecho a conciencia como forma de trazar una línea divisoria excluyente entre lo normal y lo anormal, es decir, una forma sutil para no “ensuciar” el paisaje de la urbe.

No obstante, en medio de esta vorágine hay que destacar el papel ejemplar desempeñado por los activistas de la Asamblea de Apoyo a los Migrantes en Tenerife y por muchos ciudadanos. De una u otra manera, todos han colaborado desinteresadamente para mitigar la coyuntura de las personas de ese campamento, bajo la bandera de la solidaridad y la asistencia a cualquier ser vivo por encima siempre del dinero. Además, lo han hecho en vista de las condiciones esperpénticas en las que se creó este espacio, su significado antisocial y la desatención total de los políticos. 

No se puede describir con palabras su magnífica labor para articular una red de ayuda, una cadena humana que responde a la concienciación de que las vidas no tienen el carácter de mercancías, con las cuales se negocia al antojo de unos pocos. Músicos, humoristas, deportistas, médicos, enfermeras. Da igual quién fuese: todos han puesto su granito de arena y, sobre todo, han comprobado in situ las noticias sobre la crudeza de lo que sucedía en ese lugar.

Una vez más, la conciencia ciudadana y su capacidad de decisión/acción han dado otra lección de autoorganización para cubrir un servicio asistencial deficitario, demostrando que la clase política está muy lejos de comprender la realidad de la crisis migratoria y menos aún de convivir con ella. 

Desde el primer momento, ese colectivo anónimo se convirtió en el altavoz para denunciar el tratamiento y la ineficacia del Gobierno ante esta cuestión, que todavía no sabe cómo afrontarla, cuando es evidente que sigue aumentando la movilidad de las personas procedentes del norte y centro de África en dirección a Canarias —como escala provisional— por los motivos ya expuestos en otras ocasiones, como son la geopolítica, las guerras, la distribución desigual de la riqueza, la explotación de los recursos naturales por empresas del primer mundo, etcétera. 

Evidentemente, se constató ese hacinamiento ya indicado, que provocó incluso que los propios migrantes protestasen ante esta situación denigrante a la que se les sometía, durmiendo al raso durante la noche como medida de presión ante unas nuevas condiciones infrahumanas, que se sumaban a las ya sufridas desde que salieron de sus respectivos países.  

Los políticos sabían muy bien lo que estaban haciendo, tras la bofetada recibida por la mala imagen producida en el muelle de Arguinegín: concentrar a la mayor cantidad de ellos en lugares como este, lanzando a continuación un mensaje de que este problema circunstancial tenía una solución, a pesar de las adversidades. Al mismo tiempo, rebajaban el nivel de tensión existente en una parte de la sociedad, que señalaba al migrante como otro factor clave de la crisis económica que se está viviendo. Cuanto más oculto esté el problema, se garantiza una aparente sensación de normalidad.

Al final, todo ha ido a peor. Esos mismos políticos han creado una red de campamentos a modo y semejanza del que funcionó en Lesbos (Grecia) y del cual tanto nos indignamos por las terribles imágenes que salieron publicadas en distintos medios de comunicación. La Unión Europea dejó a su suerte a miles de personas, que estaban en tierra de nadie; hoy, el de Las Raíces es otro Lesbos. Por eso, tengo la impresión de que ha sido concebido como un vertedero humano. Debería darles vergüenza por actuar así. No saben qué hacer con este problema, que tanto les quema las manos, y solo están preocupados por el mensaje reiterativo de que la migración irregular daña la imagen del turismo de Canarias y que no hay recursos suficientes en las Islas para atender a todas estas personas.  

Mientras la queja se ha instalado en el discurso político, viviendo al amparo de lo que dice el Gobierno central, activistas y ciudadanos anónimos actúan guiados por la humillación que supone este espectáculo, incidiendo en la ausencia de higiene en ese campamento, la demanda de ropa para suplir la carestía y resolver la cuestión de la escasez y la mala calidad de la comida, hasta el punto incluso a crear una red de recogida voluntaria de alimentos por toda la Isla.

Todos han respondido empleando su tiempo y sus medios para ayudarlos, movilizados por el sentimiento de que no podemos abandonar a su suerte a esas personas ni excluirlas de nuestra realidad insular porque, precisamente, el hecho de que hayan llegado a Canarias, atravesando el océano, es la muestra de que están dispuestas a arriesgar sus vidas para cambiar su situación. Esos migrantes tienen nombre y apellidos, un país de origen, una familia que dejaron atrás, amigos que murieron por el camino, un pasaporte donde tienen estampado el sello de la incertidumbre de un viaje que, a veces, termina en un cementerio, con una lápida sin nombre y solo con un número para identificarlos. La imagen de Nabody, la niña de dos años y originaria de Mali, que hace pocos días nos arrancó el alma al no sobrevivir en el viaje que hizo en una patera, es otra muestra de hasta dónde puede llegar la desesperación para alcanzar la otra orilla.

No. No debemos contribuir aún más a que solo conozcan la sensación de dolor que les ha acompañado en su huída y es nuestra obligación ayudarles para superar esa fase, frente a un Estado que, por el contrario, los esconde en espacios como estos, lo que supone a su vez esconder la verdad, que tanto duele y elude.