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El Rapto de la Constitución

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No. Ni fue un “golpe de Estado” el Procés, ni lo está siendo la violación, en presente continuo, que vienen perpetrando el PP y sus tentáculos en el mundo judicial desde el arranque de una legislatura que entra en su último recodo. 

Pero alguien tendrá que demostrarle al jurista de la España ultraperiférica que soy que los episodios catalanes que culminaron en octubre de 2017 fueron más graves constitucionalmente que los que están protagonizando concertadamente, eso sí desde despachos y cenáculos y sin involucrarse en tumultos callejeros, estos personajes de cuello blanco.

El modus operandi de esta violación constante y sonante ha sido un fraude constitucional de los de libro: el constituyente estableció quórums reforzados para la designación de los miembros de relevantes órganos constitucionales con una visible finalidad integradora y  congruente con el pluralismo político, que es uno de los valores superiores proclamados nada más abrir el Texto Constitucional. Son órganos cuya composición debe fraguarse en torno a la mayoría parlamentaria, representante de la soberanía popular de la que emanan los poderes del Estado (artículo 1.2 de la Constitución), pero no exclusivamente. Pero lo que no pretendieron  indiscutiblemente  los firmantes de la Constitución (certeza negativa, que dicen los juristas) fue que ese quórum reforzado fuera instrumentado como un derecho de veto por quienes disfrutaron en el pasado de mayoría parlamentaria, para perpetuar ilegítimamente la composición de los órganos constitucionales auspiciada por aquellas mayorías de antaño  e impedir así a la mayoría parlamentaria de una legislatura posterior la renovación de la legitimidad democrática de aquellos órganos constitucionales. Y esta agresión fraudulenta es la que vienen cometiendo los que se dicen “constitucionalistas”.

Aquellos acontecimientos en Cataluña fueron muy graves; pero el orden jurídico constitucional disponía de instrumentos para afrontarlos y así se hizo: el artículo 155 de la Constitución y la acción de los Tribunales.

Pero frente  a los frutos aciagos de la estrategia que de consuno han protagonizado la dirigencia feijoana (no olvidemos, para “proteger del Gobierno de Sánchez a los órganos constitucionales”) y la mayoría ultraconservadora del Tribunal Constitucional, de la que ha sido determinante la participación de dos magistrados con el período, fijado por la Constitución, de su mandato agotado y “directa y singularmente afectados” por los preceptos cuya tramitación parlamentaria han suspendido, perturbando gravemente el ejercicio del poder legislativo de unas Cortes Generales en plena vigencia de su mandato representativo, y por lo tanto, representantes  la soberanía nacional ¿qué tipo de respuesta constitucional puede darse? ¿qué órgano tendría atribuciones para hacerlo, a través de qué procedimiento y con qué consecuencias jurídicas?. Los conjurados saben perfectamente la respuesta. Por eso se han atrevido y con plena conciencia de impunidad.

Veamos: el actuar humano obedece a motivos y persigue fines. 

El bloqueo del PP, y de los influyentes sectores a los que representa en las decisiones políticas más relevantes, a la renovación del Consejo G. del Poder Judicial y, ya abiertamente, a la del  Tribunal Constitucional  tiene como mínimo los siguientes objetivos. Controlar la designación de los magistrados integrantes de los principales órganos judiciales, (más de 70 hasta que se puso legislativamente freno a una práctica ajena diametralmente a los principios constitucionales comunes de los países civilizados, que impiden a los órganos “en funciones” ejercer en plenitud sus competencias),  especialmente  -y no “desde atrás”-  los del Tribunal Supremo que culminan la jurisdicción penal y la contencioso-administrativa.

 Y, en el caso del Tribunal Constitucional, manejar la mayoría que podría determinar si las principales decisiones políticas de este Gobierno “social-comunista” están o no dentro del marco constitucional. ¿Por qué esto les importa tanto? Porque han venido negando la legitimidad del Gobierno por estar integrado por “comunistas” y porque ha logrado sacar adelante un imprescindible programa legislativo y presupuestario con el apoyo, entre otros grupos parlamentarios,  de los “herederos de ETA” y de los independentistas catalanes “que quieren romper España”. 

Porque para la derecha, que vuelve a sus peores tradiciones, no todos los representantes de la ciudadanía, elegidos democráticamente, tienen los mismos derechos de participación: esos que ellos han reclamado y obtenido a través de unas medidas provisionalísimas adoptadas sin escuchar al Congreso ni al Senado, ni a los diputados y senadores cuyos derechos  se han mutilado. Sino solicitadas y aprobadas a través del único procedimiento (sobre cuya utilización el artículo 56.2 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional prescribe su carácter excepcional) que permitía driblar la recusación de unos magistrados, argumentando que aún no eran parte del proceso ni las Cámaras ni los Grupos parlamentarios  afectados que los han recusado. Por eso pactaron de antemano las “cautelarísimas”: para imponer una doble indefensión.La de no poder intervenir ni, por tanto, poder  recusar a dos magistrados decisivos.

Y necesitan controlar como sea  al Tribunal Constitucional, el único órgano que podría desmontar la estrategia profundamente antidemocrática de quienes cuestionan la legitimidad de un Gobierno liderado por el Partido que ganó dos elecciones consecutivas no por lo que hace, sino por quién o quiénes apoyan parlamentariamente su política. Y si un Tribunal Constitucional, renovado en los términos constitucionalmente establecidos,  sentenciara que las principales leyes progresistas están dentro del marco constitucional y no suponen ningún debilitamiento de las atribuciones constitucionales del Estado, la matraca deslegitimadora del PP aznarista-casado-feijoano quedaría touchée.

La mayoría ultraconservadora del Tribunal Constitucional no se ha parado en mientes: ni ha respetado el principio de contradicción, consustancial al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, ni la apariencia de imparcialidad, que el propio Tribunal proclamó solemnemente en el Auto 387/2007, de 16 de octubre, ratificando la comunicación de los entonces presidenta y vicepresidente de su decisión de abstenerse de enjuiciar la constitucionalidad de una modificación de la L.O. Del Tribunal Constitucional que condicionaba (son palabras del propio Tribunal) su situación de modo “singular e individual” y “no de futuro, sino de presente”. 

Subrayaba el Auto los escrúpulos y la sensibilidad de los magistrados, que se abstenían sin haber sido recusados, y su compromiso con la “apariencia de imparcialidad”, imprescindible para mantener la confianza de la sociedad, tal y como había venido proclamando la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos durante más de 20 años, ya por aquel entonces, a través de Sentencias como la de los casos Piersack, Worm, De Cubber, Hauschildt, Castillo Algar  y otros, que el propio Tribunal Constitucional citaba.

La siguiente pregunta es inevitable: si absteniéndose espontáneamente  de participar en el enjuiciamiento de la constitucionalidad de una norma que condicionaba directamente su situación personal,  la presidenta y un magistrado del Constitucional demostraban sus escrúpulos y su sensibilidad a la hora de proteger la apariencia de imparcialidad del máximo intérprete de la Constitución, ¿tienen escrúpulos los que no han tenido el menor reparo no sólo  en participar, sino en determinar la mayoría del Tribunal a la hora de suspender “cautelarísimamente”  -interfiriendo en las funciones primordiales de las Cortes Generales- la tramitación de unas normas que iban a determinar su inmediato cese y  restablecer  así el orden constitucional;  o carecen completamente de ellos?

La mayoría conservadora ha impuesto a las Cortes Generales unas medidas excepcionales sin realizar, porque de eso se trataba con la solicitud prêt-à-porter de medidas cautelarísimas, la más mínima contextualización -imprescindible para tomar decisiones jurídicas, que deben ser necesariamente razonables- ni la más mínima ponderación.

Porque las circunstancias, que han creado los diputados conservadores y su Partido, son las de un flagrante y continuado quebranto del orden constitucional, que tanto el Gobierno como todos los que hemos jurado o prometido cumplir y hacer cumplir la Constitución tenemos la imperiosa obligación de defender y restablecer.

Y ponderar los todos los derechos en juego, los de los recurrentes y los de los demás senadores y diputados y las funciones constitucionales de las Cortes Generales, habría obligado a los magistrados de la mayoría ultraconservadora a tener presente que nuestro legislativo es bicameral y que el texto aprobado en el Congreso puede ser enmendado en el Senado y devuelto al Congreso si fuera vetado o modificado en la Cámara Alta. Esta realidad bicameral, tan presente para los magistrados que han impuesto medidas a una Cámara que no había tomado medida alguna que pudiera lesionar el derecho de ninguno de sus miembros a participar plenamente en el procedimiento legislativo, les pasó “inadvertida” a la hora de crear, ellos sí, un gravísimo conflicto constitucional y un aún peor precedente.

La Constitución Española, de la que una buena parte de la derecha española ha intentado ilegítimamente  apropiarse, ha sido raptada.

Por eso debo escribir este artículo en Fechas en las que nunca habría imaginado tener el deber de escribirlo.

No. Ni fue un “golpe de Estado” el Procés, ni lo está siendo la violación, en presente continuo, que vienen perpetrando el PP y sus tentáculos en el mundo judicial desde el arranque de una legislatura que entra en su último recodo. 

Pero alguien tendrá que demostrarle al jurista de la España ultraperiférica que soy que los episodios catalanes que culminaron en octubre de 2017 fueron más graves constitucionalmente que los que están protagonizando concertadamente, eso sí desde despachos y cenáculos y sin involucrarse en tumultos callejeros, estos personajes de cuello blanco.