Resulta tentador iniciar esta reflexión analizando qué ha sucedido para que la sociedad española haya transitado en tan poco tiempo la distancia entre la sobriedad producida por la escasez que se impuso en la posguerra y las décadas posteriores, y el actual modelo consumista y despilfarrador del usar y tirar. O incluso, del comprar y tirar.
Es fácil localizar entre nuestros recuerdos de infancia a una madre que pide que no dejes correr el agua mientras te lavas los dientes, a un padre que agita la factura eléctrica para que no olvides apagar la luz al salir de la habitación, o a una abuela con la eterna cantinela: “hay que acabarse todo lo que hay en el plato; en esta casa no se tira nada”.
Averiguar cómo y por qué los hábitos sociales dieron la vuelta como un calcetín en unos pocos años es sin duda un reto interesante; pero dejemos esa investigación a los profesionales de la sociología y la economía y hablemos de cómo recuperar la sensatez para evitar despilfarrar miles de millones de kilos y litros de alimentos anualmente.
Porque reducir el remanente y el desecho de comida es un imperativo ético, económico y ambiental que debemos afrontar de forma inmediata. Y a esta exigencia social, de responsabilidad pública y de solidaridad colectiva, responde la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, la primera regulación sobre esta materia que se promulga en España.
La motivación de la ley está en consonancia con las grandes líneas del Gobierno, que promueven la justicia social, la protección ambiental y el crecimiento económico. Con la aprobación de esta nueva regulación, el Gobierno da un paso más en su compromiso con los Objetivos de Desarrollo Sostenible incluidos en la Agenda 2030 de la ONU. De manera específica, el objetivo 12.3 establece la aspiración de “reducir a la mitad el desperdicio de alimentos per cápita mundial en la venta al por menor y a nivel de los consumidores y reducir las pérdidas de alimentos en las cadenas de producción y suministro, incluidas las pérdidas posteriores a la cosecha”.
Los análisis apuntan a que el desperdicio de alimentos es consecuencia de un funcionamiento ineficiente de los sistemas alimentarios. Sus causas están relacionadas con errores en la planificación y calendario de cosecha, empleo de prácticas de producción y manipulación inadecuadas, deficiencia en las condiciones de almacenamiento, malas técnicas de venta al por menor y prácticas de los proveedores de servicios, y comportamiento inapropiado de los consumidores.
Debemos hacerlo. El despilfarro alimentario perjudica al conjunto de la sociedad porque encarece el acceso a bienes de primera necesidad, malgasta recursos naturales escasos que se utilizan en la producción y el trabajo de agricultores y ganaderos, aumenta los residuos y el impacto ambiental y lastra la eficiencia del sector productivo y su competitividad.