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El referente Soria

El contento me duró, comprenderán, los segundos que tardé en comprender que no era su decisión de abandonar la política, con la que tantísimo dinero pierde, pobrecito, lo que le llevaba a anunciar el fin de los tramposos. Poco dura la alegría en casa del pobre y caí enseguida en la cuenta de que había tenido Soria un pronto sartriano (el infierno está en los demás): o sea, que los trileros son los otros, todos los demás; no él, qué va.

Olvidé el asunto hasta ayer mismo cuando tuve una visión, cosa muy propia de estas fechas marianas (del Pino, no de Rajoy). Soria aparecía en mangas de camisa, en plan sport fino hortera, ante una mesa con tres vasos boca abajo retando a los transeúntes a adivinar dónde estaba la maldita arbeja del cambio con que nos tienen amenazados. Había puesto su chiringuito azul Génova en algún recodo caminito de Teror al acecho de peregrinos de buena fe.

Duró poco la visión y como tampoco era cosa de ir corriendo al psicoanalista, opté por un repaso a los recortes de prensa de las últimas semanas. Comprobé que el hombre, el rayo que no cesa, se las ha pasado tratando de meterle a los rivales el dedo en el ojo a lo Mourinho. Es el único modo de hacer política que en verdad le gratifica este de sacarle lasca a las tribulaciones psocialistas en El Hierro, a la propensión al despendole de Casimiro Curbelo, a quien le guardaba el secreto, y apalear a Paulino, por si es poca la cruz de don Pepito que dice preferir en la presidencia mismamente al líder del PP; y a Franco de capitán general. Aseguró Soria, por cierto, no compartir las aficiones de Curbelo, lo que debería llevarnos a preguntar por las suyas de las que poco sé, salvo que son más caras, a juzgar por el suelto que lleva en el bañador para pagar hoteles y otras boberías.

Piden sus defensores, de todo hay en la viña del Señor, que seamos comprensivos con él; que el pobre se aburre entre las cuatro paredes del PP y su única expansión son las idas a enredar en el Parlamento, que no le dan, sic transit gloria mundi, para comprar coches de alta gama, ni sistemas informáticos. Ni siquiera dispone de un concurso eólico en condiciones; no es probable que vuelvan a invitarlo de momento a pescar salmón, que le surja otra oportunidad tipo La Favorita y tampoco, en fin, está en las mejores condiciones para pedir el encarcelamiento de periodistas. Eso deprime mucho y para tranquilizarlo ordenó José Miguel Bravo, compasivo, poner de nuevo el banderón de Gran Canaria como consuelo puente hasta el triunfo electoral de Rajoy; que dan por descontado, les dije. El banderón, que dejó al Kilo sin existencias, compite con el mismísimo padre Teide como primer aviso y orientación de los barcos que se ahorran una pasta en GPS al aproximarse a las islas.

Total y a lo que iba: con lo que tenemos encima, sigue el “debate” político canario instalado en lo pedestre sin otro referente, para peor, que la petulante mediocridad soriana que, eso sí, sirve de guía a quienes procuramos mantenernos alejados por razones de higiene.

El contento me duró, comprenderán, los segundos que tardé en comprender que no era su decisión de abandonar la política, con la que tantísimo dinero pierde, pobrecito, lo que le llevaba a anunciar el fin de los tramposos. Poco dura la alegría en casa del pobre y caí enseguida en la cuenta de que había tenido Soria un pronto sartriano (el infierno está en los demás): o sea, que los trileros son los otros, todos los demás; no él, qué va.

Olvidé el asunto hasta ayer mismo cuando tuve una visión, cosa muy propia de estas fechas marianas (del Pino, no de Rajoy). Soria aparecía en mangas de camisa, en plan sport fino hortera, ante una mesa con tres vasos boca abajo retando a los transeúntes a adivinar dónde estaba la maldita arbeja del cambio con que nos tienen amenazados. Había puesto su chiringuito azul Génova en algún recodo caminito de Teror al acecho de peregrinos de buena fe.