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Regeneración y corrupción

Tras las últimas elecciones europeas, el bipartidismo español, noqueado por los resultados, se ha sometido a un lifting apresurado. Pretende, con un estiramiento de piel superficial, hacernos creer que promueve modificaciones profundas para la regeneración de la democracia. Pero todo suena a más de lo mismo. No hay catarsis, se trata de puro maquillaje. En pocas semanas se suceden, precipitadamente, la abdicación del rey, la dimisión de Rubalcaba y anuncios, por parte de Mariano Rajoy, de cambios y transformaciones económicas y sociales que no conducen a nada. Pronuncia en vano la palabra regeneración pervirtiéndola hasta el hastío. Provoca una agitación en la superficie pero los lodos siguen instalados en el fondo. Apuntala el estatus actual y nos intenta vender que esos cambios son la solución a los problemas que vivimos. Y nada más lejos de la realidad.

La primera medida del gobierno del PP, que anunciaba beneficios fiscales para el común de los ciudadanos, pronto se desvela como un artificio más que castiga a las clases medias y permite salir de rositas a las élites, que mantienen sus prebendas y sus evasiones fiscales. Y vuelve a la carga. Abriendo el mes de julio, Cospedal y Rajoy insisten en el uso de la cosmética y nos anuncian un paquete de nuevas medidas. Hablan ahora de la elaboración de una agenda para la “mejora democrática” y proponen la elección de alcaldes de manera directa (lo que les beneficia sobre todo a ellos, ya que evitarían las coaliciones de izquierda), la disminución de diputados y ayuntamientos y la reducción de los aforados (80% son fiscales y jueces), unos días después de colar de manera urgente y “singular” el aforamiento de Juan Carlos, Sofía y la Princesa de Asturias. Y ni una mención a la democratización de los partidos políticos y las instituciones, la transparencia, la independencia del Parlamento y de la Justicia...Y ni una palabra sobre la corrupción.

La podredumbre se ha adueñado de la democracia y ni en los debates electorales, ni en la coronación de Felipe VI, ni en los encontronazos parlamentarios entre el PP y el PSOE, se menciona la corrupción que circula a sus anchas por algunos partidos políticos, instituciones, empresas y sindicatos. Unos y otros se callan o pasan de puntillas sobre la trama Gürtel; el caso Bárcenas y la financiación irregular del PP; los no se sabe cuántos imputados de Valencia o Murcia; las irregularidades de Baleares y Galicia; los EREs de Andalucía; los fraudes millonarios de los cursos de formación, con organizaciones sindicales y empresariales por medio en distintas comunidades; las donaciones irregulares a los partidos antes de la elecciones por empresas que después son adjudicatarias del Estado; el caso Nóos y las reales implicaciones; las puertas giratorias como pago de favores a la gestión que se realiza desde lo público para favorecer a lo privado... Y encima el Tribunal de Cuentas, que debe velar por el buen control de los dineros públicos, aparece envuelto en una maraña de enchufismos... Pura putrefacción, que se va extendiendo en el seno de una sociedad que o la rechaza visceralmente, la acepta como parte del sistema o la asume como una práctica tolerable y admite el principio de sálvese quien pueda. Como afirma Michael R. Krätke, “gracias a un ”cambio de élites“, al continuo y fácil intercambio de posiciones entre lo ”privado“ y lo ”público“, entre ”política“ y ”economía“, la corrupción se convierte en sistema”.

El pacto tantas veces pregonado para la regeneración democrática y contra la corrupción -que apenas apuntaba algunos retoques superficiales en la financiación de los partidos políticos y que se anunció en febrero de 2013- se ha quedado en agua de borrajas. El fiscal general clama en el desierto y denuncia una “legislación insuficiente, enrevesada y con penas no acordes con la gravedad que se demanda por la ciudadanía”, “absoluciones difíciles de entender y sin recuperación del dinero sustraído”, “actuaciones exasperadamente lentas”, “prescripciones incomprensibles” “agujeros negros en la ejecución de sentencias”, “indultos a corruptos”, “falta de medios materiales y personales”...

El 96% de los españoles considera que la corrupción es una práctica generalizada, y muchos medios de comunicación y las tertulias banales tienden a generalizar las acusaciones sembrando dudas sobre todo y sobre todos. La confianza en los políticos se encuentra en su nivel más bajo desde el inicio de la democracia. Y es que los que tienen que hacerlo no asumen responsabilidades y, como plantea José María Izquierdo, se expande como una epidemia la descomunal indecencia del silencio por parte de quienes pueden propiciar las medidas adecuadas para atajar la degeneración que campa por sus respetos en nuestra sociedad: Es incomprensible que nadie pida perdón; que nadie asuma las responsabilidades políticas y morales. Que nadie dimita. La corrupción y el fraude se han instalado en el cuerpo social y amenazan con arrastrar hasta el abismo y subvertir la esencia de la democracia, porque, mientras todo esto se explicita cada día ante la ciudadanía, en este país siguen aumentando la desigualdad, la pobreza, la precariedad laboral, los recortes en la educación, la sanidad y los servicios sociales, la quiebra de la justicia social...

Vivimos en una sociedad de la que se ha adueñado el capitalismo salvaje. En la V Conferencia Mundial de Parlamentarios contra la Corrupción, en la que participaron 78 países, se hizo público que las prácticas corruptas cuestan en el mundo en estos momentos 1.26 billones al año y afectan a 14.000 millones de personas. Para John Kenneth Galbraith, “la corrupción es inherente al sistema capitalista porque la gente confunde la ética del mercado con la ética propiamente dicha, y el afán de enriquecimiento va unido al capitalismo. Es uno de los fallos más graves del sistema”. La competitividad sin límites, la disminución de los controles del Estado, la falta de transparencia y el poder de las élites para empobrecer la política y ponerla a su servicio contribuye al aumento incontrolable de la corrupción sistémica. Es el objetivo último del neoliberalismo: hacer posible un estado fallido donde el mercado sustituya a los valores democráticos. Como señala Tzvetan Todorov, “se caracteriza por una concepción de la economía como actividad completamente separada de la vida social, que debe escapar al control de la política”.

El filósofo francés André Glucksmann asegura que el siglo XXI va a estar protagonizado por una lucha entre la democracia y la corrupción. Me temo que estamos inmersos en esa guerra y que nuestras élites políticas y financieras no tienen clara la opción. Desde luego, no parecen ser ellos los que estén dispuestos a regenerar la democracia.

Tras las últimas elecciones europeas, el bipartidismo español, noqueado por los resultados, se ha sometido a un lifting apresurado. Pretende, con un estiramiento de piel superficial, hacernos creer que promueve modificaciones profundas para la regeneración de la democracia. Pero todo suena a más de lo mismo. No hay catarsis, se trata de puro maquillaje. En pocas semanas se suceden, precipitadamente, la abdicación del rey, la dimisión de Rubalcaba y anuncios, por parte de Mariano Rajoy, de cambios y transformaciones económicas y sociales que no conducen a nada. Pronuncia en vano la palabra regeneración pervirtiéndola hasta el hastío. Provoca una agitación en la superficie pero los lodos siguen instalados en el fondo. Apuntala el estatus actual y nos intenta vender que esos cambios son la solución a los problemas que vivimos. Y nada más lejos de la realidad.

La primera medida del gobierno del PP, que anunciaba beneficios fiscales para el común de los ciudadanos, pronto se desvela como un artificio más que castiga a las clases medias y permite salir de rositas a las élites, que mantienen sus prebendas y sus evasiones fiscales. Y vuelve a la carga. Abriendo el mes de julio, Cospedal y Rajoy insisten en el uso de la cosmética y nos anuncian un paquete de nuevas medidas. Hablan ahora de la elaboración de una agenda para la “mejora democrática” y proponen la elección de alcaldes de manera directa (lo que les beneficia sobre todo a ellos, ya que evitarían las coaliciones de izquierda), la disminución de diputados y ayuntamientos y la reducción de los aforados (80% son fiscales y jueces), unos días después de colar de manera urgente y “singular” el aforamiento de Juan Carlos, Sofía y la Princesa de Asturias. Y ni una mención a la democratización de los partidos políticos y las instituciones, la transparencia, la independencia del Parlamento y de la Justicia...Y ni una palabra sobre la corrupción.