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Retorno a la infancia por José Ganivet Zarcos

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Verás. Cuando yo era niño -probablemente tus padres ni se conocían- ese mundo fantástico de los cuentos, de los relatos infantiles, colmaron de alguna manera la vida ramplona, mísera, de aquellos años de posguerra en los que me tocó, por desgracia, nacer, vivir y, no pocas veces, padecer. Cuentos, en las noches estrelladas de verano, contados por aquella vecina, juglar analfabeta, que se adueñaba por minutos, por horas, de nuestra imaginación y nos hacía ver hadas, princesas, nomos, brujas, el País de Nunca Jamás, Peter Pan, el Capitán Garfio, etc., donde sólo había palabras, y manos al aire como voladeras, como aspas de molino, como alas sutiles de mariposa; y modulaciones, casi imperceptibles, del gesto, del tono de voz, de la simulación del llanto o de la sonrisa...

Créeme: todos, pese a los años, seguimos, a hurtadillas, por pudor, siendo niños. Nos resistimos a dejar de serlo, necesitamos -casi como el comer- afincarnos en esa arcadia feliz, en ese edén de la primera inocencia, con los que idealizamos nuestra infancia y que casi nunca se corresponden con lo que fue la realidad, pero que necesitamos reinventar para de algún modo sobrevivir a las inclemencias del mundo de los adultos cuando su paisaje se nos hace irrespirable.

Eso es para mí, José María, tu poemario Neverland: tan sencillo y tan hondo; tan delicado y tan sembrado de versos contundentes, pacientemente, supongo, lidiados y brillantemente rematados: Dejé familia, amigos y lenguajes/ creyendo que las idas/ llevaban los regresos bien cosidos.

No es el tuyo un poemario triste, sí un poemario reflexivo, hondo, intimista, nostálgico: El cielo de los niños es de azúcar, de alas de algodón, de nubes gordas. Un libro en el que el tiempo, a mi entender, es su gran protagonista. Un tiempo que se obstina en poner sordina al País de Nunca Jamás de nuestra infancia: el cuerpo olvida con arrugas/ el mágico secreto de las hadas; que envilece las iniciales adolescentes marcadas en las cortezas de los árboles, transformándolas en recibos de nóminas o de hipotecas: Cuántas veces después/ habré roto mi nombre en los recibos, / pasto del cansancio y la hipoteca, / sin que las sílabas rasgadas/ oliesen a madera, / a tierra mojada, / a barro en los patines. Ese tiempo, José María, al que acertadamente comparas con el insaciable cocodrilo que persigue al Capitán Garfio, presa del pánico, en estos versos que no me resisto a copiar: Cada vez que pasa por mi lado/ escucho su tic-tac, esa amenaza, / esa boca plagada de colmillos/ a punto de arrancarme las mañanas.

Luego el amor. El amor que siempre nos redime, que nos libera, de la muerte; que nos aguarda para que escribamos cada uno, cuerpo sobre cuerpo, nuestras propias historias: Es comprender, entonces, que los cuerpos/ escriben uno en otro su memoria.

Tu libro, José María, es, pese a tu juventud años, un ejercicio de madurez. No es corriente utilizar como metáfora el mundo de los cuentos infantiles para ofrecer al lector una reflexión válida, profunda, sobre el paso del tiempo; y menos aún hacerlo con versos tan brillantes y tan logrados.

Enhorabuena a ti en primer lugar, y enhorabuena al lector que se decida a masticar sin prisas, a digerir en silencio, un libro tan hermoso por su trasfondo poético, como por el esfuerzo que se observa en el acabado último de cada uno de sus versos.

José Ganivet Zarcos

Verás. Cuando yo era niño -probablemente tus padres ni se conocían- ese mundo fantástico de los cuentos, de los relatos infantiles, colmaron de alguna manera la vida ramplona, mísera, de aquellos años de posguerra en los que me tocó, por desgracia, nacer, vivir y, no pocas veces, padecer. Cuentos, en las noches estrelladas de verano, contados por aquella vecina, juglar analfabeta, que se adueñaba por minutos, por horas, de nuestra imaginación y nos hacía ver hadas, princesas, nomos, brujas, el País de Nunca Jamás, Peter Pan, el Capitán Garfio, etc., donde sólo había palabras, y manos al aire como voladeras, como aspas de molino, como alas sutiles de mariposa; y modulaciones, casi imperceptibles, del gesto, del tono de voz, de la simulación del llanto o de la sonrisa...

Créeme: todos, pese a los años, seguimos, a hurtadillas, por pudor, siendo niños. Nos resistimos a dejar de serlo, necesitamos -casi como el comer- afincarnos en esa arcadia feliz, en ese edén de la primera inocencia, con los que idealizamos nuestra infancia y que casi nunca se corresponden con lo que fue la realidad, pero que necesitamos reinventar para de algún modo sobrevivir a las inclemencias del mundo de los adultos cuando su paisaje se nos hace irrespirable.