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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Revistas de viajes (II)

Lunes. Ojos abiertos. Despertador. Ducha fría. Vaqueros y camiseta. Teléfono, cartera, llaves. Café y puerta. Humedad. Olor a panadería. Ocho de la mañana. Catálogo desplegado. Tic-tac, tic-tac… El ruido de una furgoneta de reparto. Teléfono: escribiendo. Concreta lugar y hora para la entrega. Un guiño. No, mejor tres. Seis minutos de indecisión… Enviar.

Aquella cafetería parecía una pequeña seña más de la identidad de la chica a la que esperaba y Guillermo quiso poner la mente en punto muerto. Sin embargo, pasaron algunos minutos imaginando que algunos de los libros amontonados en las estanterías de las paredes podrían ser los que Claudia tuviese como referencia en su colección particular; que la media luz del local le avisaba de su tranquila y pulida personalidad; que ella le aportaría los mismos sabores de las tartas que iban cayendo en las mesas como bombas de racimo, explotando su deseo o que la joven le transmitiría la misma sensación de paz que tenía uno al descansar en un mullido sillón como el que él había elegido para sentarse.

Subiendo los escalones de la entrada, una lacia melena y dos grandes ojos como focos se elevaban sobre un vestido blanco que se dirigía a la mesa del estanquero:

–¡Guillermo! ¿Cómo estás? ¿Llevas mucho tiempo esperando?

–No, no, para nada, no te preocupes. ¿Qué tal tú? –replicó con su sonrisa, encogido de hombros.

–No he parado. La mudanza me tiene muerta. He tenido algunos problemas con el dueño, que no me quiere cambiar unas cosas. Entre eso y el trabajo, que soy una matada e igual me echan, soy un manojo de nervios.

–¡Qué mal…!

–Pues sí. Si esto sigue así, igual acabo teniendo que buscar en otra parte. –No te preocupes… acabas de llegar. Todo irá saliendo poco a poco…

Ella torció el gesto, queriendo creerle.

–Muchas gracias, Guillermo… eres un amor. Te has portado genial con la chorrada de la revista, que ya ves tú la importancia que tenía...

Puso sus ojos en los de ella fugazmente, retirándolos lo suficientemente rápido como para necesitar ayuda pensando preguntas que sortearan su atención: ¿Pedimos ya? ¿Qué le apetece? ¿Seguirá trabajando aquí aquella chica…, Lorena se llamaba? Hace tiempo que nadie sabe nada… Su mente no aguantaba bien la tensión:

–Voy a la barra… ¿qué te pido? –preguntó Guillermo–. Casualmente, un camarero salió de la barra apuntando con su cuaderno al estanquero, quien ansioso cogió aire todo lo disimuladamente que pudo y volvió a sentarse.

Clavado en el asiento, miraba cómo Claudia ojeaba las páginas de aquella revista. Parecía que quisiera encontrar algo determinado. Su sonrisa invitaba a no molestar.

–¿Por qué de viajes? –preguntó él.

–¿Cómo?

–Que… por qué te interesan tanto.

Ella sonrió.

–Bueno… Estudié Comercio y Marketing y… haciendo prácticas para una empresa de viajes, me llamaban mucho la atención estas revistas. Siempre fueron para mí una forma de evadirme del estrés. Pensar en otros lugares, otras vidas al alcance de una tecla… Me ilusionaba mucho.

–Hay algo romántico en la idea de escapar, sí. Me atrevería a decir que a veces incluso más aún que el propio viaje. No sé si me explico. Porque si no fuera por esa ilusión, supongo que todo quedaría en gente que viene y va, comprando pasajes como quien coge guaguas… Autobuses, vaya, para que me entiendas –aclaró él riendo.

–No no, ¡eso nunca…! Si no, menuda colección de panfletos de sueños, sólo para hacerse la clásica foto y volver.

–Pues sí, bastante vida regalamos ya a extraños como para contribuir de esa manera. Y, encima, ¿pagando…? No, gracias.

Guillermo sabía que aquella era una ciudad de turistas y en aquella conversación con olor a café, le pareció balsámico que ella se fuera a quedar por una larga temporada. Sabía que La Laguna es una ciudad donde esperar: a los que no habían ido nunca, a los que se habían marchado… Gente que nunca sabías si vendrían o volverían, dependiendo del caso y él, muchas veces, no quería tener tiempo para conocer bien a casi nadie.

Era lo peor que el estanquero llevaba. Le parecía tan triste mantener la esperanza dentro de esa ciudad que, a menudo, se privaba de presentarse a gente que él, observador como pocos, ya sabía que le caerían bien o incluso, que podrían perfectamente unirse a su grupo de amigos. Los pocos que resistían.

No era nada descabellado entonces pensar que las preguntas que hubiera hecho a todas esas personas que se habían desvanecido flotaban ahora acumuladas en la punta de su lengua, esperando el más mínimo empujón de aire para salir al exterior.

Los cafés que habían pedido resultaron ser pura cortesía. Pronto estarían hablando entre frangélicos. Él se detenía a disfrutar el olor a avellanas que venía de su copa. Lo hacía siempre. Nunca tan placenteramente como entonces. A la hora de esa segunda ronda, ella le habló de lo difícil que le estaba siendo vivir en La Laguna.

–Lo siento mucho, no sabía que lo estuvieras pasando así de mal –se disculpó, mientras pensaba qué hacer para ayudar–. Nadie dijo que estas cosas fueran fáciles, pero compensan. Las penas de hoy deben ser las historias de mañana. Supongo que es lo bonito de la aventura, también.

No te preocupes estas adaptándote aún, pero ya vas encaminada. Este es el momento más duro, pero pasará. ¡Claro que lo hará!, confía en mí –sonreía–. Si te soy sincero, intento animarte con palabras cuando lo que de verdad me apetece es abrazarte –dijo con todas las alarmas internas sonando muy fuerte en su mente.

–Eres genial, Guille –respondió ella, más cercanamente, resucitándolo con los ojos más grandes que él había visto. Nunca había vivido eso con frecuencia.

–No sé qué decir… tú también a mí, obviamente. No sé, últimamente me estoy un poco quitando de pensar mucho las cosas, perdona. Aunque creo que no voy por buen camino, porque ahora mismo tengo la cabeza funcionando a mil por hora, ¡¿qué quieres que te diga?!

–Me gusta mucho ese niño interior tan gracioso que parece que llevas dentro conduciendo todo. Es adorable –reía Claudia.

A él le gustaba pagar la cuenta sólo por el hecho de que pudiera haber una segunda cita y estar a mano en ese aspecto. No le importaba el dinero, sólo quería verla al menos una vez más. O todas las que fueran posibles, porque cada minuto, algo dentro de él despertaba exponencialmente.

Guillermo se llevó dentro de sí la música bohemia que sonaba en el bar al irse con ella paseando.

Me recuerdas muchísimo a alguien muy importante para mí –dijo ella, entre las cosas que él le iba contando sobre la ciudad–. Sois iguales: la forma de hablar, de ser… Estoy muy cómoda contigo, como si te conociera de mucho tiempo atrás.

Para cuando Claudia paró de hablar, Guillermo se dio cuenta de que había dado dos, o quizá fueron tres, pasos más. Eres un amor. Me alegro mucho de haberte conocido, de verdad –dijo ella, parada en medio de la acera.

Guillermo se giró al escuchar esas palabras. El tiempo corría muy lento. Sabía que sus oídos habían escuchado bien pero seguía resistiéndose a creerlos. Restó los pasos dados de más. Ella, viéndolo acercarse, le sonrió dándole una imaginaria bienvenida. Cuando el dependiente se detuvo de nuevo, esta vez a pocos centímetros delante de Claudia, esta le señaló la que era la puerta de su casa:

–Te invitaría a pasar, pero está todo tirado por la mudanza.

–Pero pronto te llamo y te invito a que vengas a tomar algo. Prometido. ¿Vale?

–¡Claro! Sí… Genial. ¡Por supuesto, cuando quieras! –acertó a responder.

Un “buenas noches, amor” fue lo último que salió de los labios de Claudia, quien se marchaba viendo a aquel Peter Pan volar sin levantar los pies del suelo.

Lunes. Ojos abiertos. Despertador. Ducha fría. Vaqueros y camiseta. Teléfono, cartera, llaves. Café y puerta. Humedad. Olor a panadería. Ocho de la mañana. Catálogo desplegado. Tic-tac, tic-tac… El ruido de una furgoneta de reparto. Teléfono: escribiendo. Concreta lugar y hora para la entrega. Un guiño. No, mejor tres. Seis minutos de indecisión… Enviar.

Aquella cafetería parecía una pequeña seña más de la identidad de la chica a la que esperaba y Guillermo quiso poner la mente en punto muerto. Sin embargo, pasaron algunos minutos imaginando que algunos de los libros amontonados en las estanterías de las paredes podrían ser los que Claudia tuviese como referencia en su colección particular; que la media luz del local le avisaba de su tranquila y pulida personalidad; que ella le aportaría los mismos sabores de las tartas que iban cayendo en las mesas como bombas de racimo, explotando su deseo o que la joven le transmitiría la misma sensación de paz que tenía uno al descansar en un mullido sillón como el que él había elegido para sentarse.