Espacio de opinión de Canarias Ahora
Robar al cielo, cambiar el sol
Alicia Gómez Montano, in memoriam.
Contaba mi madre que en los velorios de antaño, aquellos en los que se colocaba el féretro en la sala de la casa familiar, los vecinos –tras descubrir el pañuelo blanco que cubría el rostro del difunto, besar la frente fría y lamentar la poca vida y la mucha muerte, pegaban la hebra hasta el amanecer entre cafecitos cargados, deditos de coñac y lloros. Aquello, contaba mi madre, era un ritual al que los allegados del difunto se prestaban de buena gana por tradición y costumbre. Sentadas en las sillas de comedor, dispuestas a ambos lados del ataúd, la conversa hacía las veces de pegamento social, recomponiendo lo que estaba roto. Y así, más de un vecino bajó las escaleras de casa, después de la noche en vela, habiendo desterrado rencores viejos. “¡Ay, Angelita, no somos nadie!”, repetían manoseando el pañuelito blanco de algodón que de vez en cuando acercaban a la nariz con delicadeza. Finamente. Como el comensal que, sin apenas probar bocado, se limpia la comisura de los labios. Cuestión de educación, supongo.
Pero hace tiempo que los velorios dejaron de ser lo que eran. Poco o nada puede reconstruirse ya en la sala de un tanatorio ni con los muertos ni con los vivos. Hoy, cuando se trata de decir adiós, uno quiere ver en el andén de la estación a los suyos. Asomar la mano por la ventanilla y estrechar la de aquellos que nos amaron, que nos hicieron reír, que nos templaron el alma. Aquellos con los que hemos compartido vino, cenas, salón de casa, batallas, besos, tristeza, miedo... redacción. Amigos que nos prestarían un pedacito de corazón para que el nuestro siguiera latiendo. No cabe utilería, no cabe atrezo. El montaje hipócrita y teatral de la muerte nada tiene que ver con la amistad y el respeto.
El sábado dejó de latir el enorme corazón de Alicia Gómez Montano. Una “creyente” de la radio, televisión, web y coro públicos. Una defensora de la pluralidad, la independencia y la honradez de RTVE. Una mujer de negro llena de color, de retranca, de sabiduría, que nos inspiró y nos enseñó a tantos y a tantas un oficio en el que no se debe “robar el cielo y cambiar el sol”. Aquí seguimos, querida Alicia, para que no nos lo roben.
Alicia Gómez Montano, in memoriam.
Contaba mi madre que en los velorios de antaño, aquellos en los que se colocaba el féretro en la sala de la casa familiar, los vecinos –tras descubrir el pañuelo blanco que cubría el rostro del difunto, besar la frente fría y lamentar la poca vida y la mucha muerte, pegaban la hebra hasta el amanecer entre cafecitos cargados, deditos de coñac y lloros. Aquello, contaba mi madre, era un ritual al que los allegados del difunto se prestaban de buena gana por tradición y costumbre. Sentadas en las sillas de comedor, dispuestas a ambos lados del ataúd, la conversa hacía las veces de pegamento social, recomponiendo lo que estaba roto. Y así, más de un vecino bajó las escaleras de casa, después de la noche en vela, habiendo desterrado rencores viejos. “¡Ay, Angelita, no somos nadie!”, repetían manoseando el pañuelito blanco de algodón que de vez en cuando acercaban a la nariz con delicadeza. Finamente. Como el comensal que, sin apenas probar bocado, se limpia la comisura de los labios. Cuestión de educación, supongo.