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Un Sáhara de todos

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Los sueños de liberación de un yugo opresor son más intensos cuando la agresión es constantemente asfixiante y trata de resquebrajar incluso la memoria colectiva de un pueblo entero. Esa es la situación que actualmente está sufriendo el Sáhara Occidental, tras décadas de sometimiento a los injustos designios de un país vecino deseoso de anexionar unos territorios que no le son propios.

Ciertamente, el conflicto del Sáhara ha ido conquistando palmo a palmo, en toda su arenosa extensión, la sensibilidad de gran parte del Magreb, para que puedan activarse todos los resortes, todos las posibilidades que tenemos para buscar una solución lo más rápida posible a un asunto que parece haberse dejado por décadas a la providencia de la comunidad internacional, quizás más preocupada por no dejar entrever una posible injerencia que se ha considerado poco beneficiosa para cualquier otro interés que no fuera el de ganarse a un influyente enemigo en el norte de África.

A pesar de todo ello, hay que ser conscientes de que es un tema extraordinariamente sensible y no fácilmente resoluble más allá de los cauces que marcan las riberas de la consabida resolución al respecto de la ONU. Así, aludir a la constante preocupación por lo que está sucediendo en estos momentos en El Aaiún ya es un repetido capítulo de un conocido relato, más aun en Canarias, y no por ello más crecientemente exigible una solución al conflicto cada día más perentoria.

Por ello, hay que demandar el estricto cumplimiento de los Derechos Humanos a Marruecos en la zona y que cesen de inmediato sus hostilidades y agresiones. Por ende, está resultando también llamativo el hecho de que muchos periodistas no puedan realizar su trabajo ni que puedan informar sin cortapisas y con plena seguridad sobre lo que está ocurriendo ahora mismo en el Sáhara Occidental. 

Desde hace once años he tenido la impresión de que la lucha por la autodeterminación del Sáhara Occidental, después del conocido caso de la activista Aminatou Haidar, paradójicamente se había debilitado, resultando incluso curiosa esa percepción, pues su ejemplo de entrega denodada había simbolizado el sufrimiento de todo un pueblo. Hoy, sin embargo, creo que vuelve a resplandecer de nuevo esa posibilidad.

A este respecto, entiendo que igualmente puede ser ilustrativo sobre la especial adhesión de Canarias sobre todo lo que acaece en el Sáhara, que el 20 de marzo de 2017 defendí en el Pleno del Cabildo de Fuerteventura una moción institucional que reiteraba el apoyo al derecho a la autodeterminación del Pueblo Saharaui, en la que se recogía que corresponde a las Naciones Unidas y a sus Estados miembros la responsabilidad principal en materia de descolonización, y al Consejo de Seguridad la máxima responsabilidad en la búsqueda de una solución justa y definitiva, acorde con la Carta fundacional de las Naciones Unidas y las múltiples resoluciones en las que el Pueblo Saharaui tiene reconocido dicho derecho.

Imprimo aquí nuevamente mi compromiso con la justa causa saharaui y su pueblo.

Los sueños de liberación de un yugo opresor son más intensos cuando la agresión es constantemente asfixiante y trata de resquebrajar incluso la memoria colectiva de un pueblo entero. Esa es la situación que actualmente está sufriendo el Sáhara Occidental, tras décadas de sometimiento a los injustos designios de un país vecino deseoso de anexionar unos territorios que no le son propios.

Ciertamente, el conflicto del Sáhara ha ido conquistando palmo a palmo, en toda su arenosa extensión, la sensibilidad de gran parte del Magreb, para que puedan activarse todos los resortes, todos las posibilidades que tenemos para buscar una solución lo más rápida posible a un asunto que parece haberse dejado por décadas a la providencia de la comunidad internacional, quizás más preocupada por no dejar entrever una posible injerencia que se ha considerado poco beneficiosa para cualquier otro interés que no fuera el de ganarse a un influyente enemigo en el norte de África.