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TOMA DE TIERRA

Salvajemente humanos

24 de diciembre de 2024 13:33 h

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La filósofa Hannah Arendt (1906-1975) explicó a un alumno con un ejemplo muy gráfico su teoría de la banalidad del mal, que tanto revolucionó el malherido siglo XX. Le dijo que si ella vertía el contenido del vaso de agua que tenía delante, el mundo ni lo notaría, pero que si todos los presentes en el aula lo hicieran, seguramente tendrían una inundación.

Nuestra humanidad funciona de una manera parecida; personas pequeñas, haciendo cosas pequeñas, están transformando el mundo. Y, lo cierto, es que la historia nos dice que son esos pequeños gestos colectivos los que realmente colman los vasos que mejoran la vida de todos.

De hecho, lo que un día nos hizo humanos no fue la concepción de que uno puede salvar los muebles realmente si se inundan los de todos los demás. Eso es una quimera que quizá le esté funcionando bien a unos pocos que nos desangran a créditos para pagar la vida, pero la vida se está manifestando en los impulsos que desarrollamos en los momentos clave de nuestra vida, los que siempre recordaremos y los que nos han marcado profundamente, son los de buscar al otro, abrazar al otro, querer que al otro le vaya bien y que esté bien de salud. El amor naif, si lo prefieren así. Esta noche no va a ser buena para mucha gente y es importante tenerlo presente para no caer en un cinismo histriónico: hoy las plantas de oncología atienden a pacientes, también las de oncología infantil, las de paliativos. También la vida se abrirá esta noche paso, en los comedores sociales, en los hospitales que quedan en pie en Gaza. Hay un poderoso impulso de vida en medio de los escombros que se debe precisamente a la vida, que puede triunfar frente a cualquier pronóstico.

Y también hay gente que esta noche va a echar mucho de menos cuando todos estaban vivos, pero tendrá la enorme valentía de sonreír con la procesión agarrando por dentro. Hay personas que compartirán mesa con quien no respetó su salida del armario, su forma de ser, sus ideas políticas, su credo, su vestimenta, su cuerpo, y, quizá, no va a tener una noche de paz. Hay personas que tendrán que escuchar en casa ajena el mensaje de Navidad de un rey que no han elegido y que les recuerda que en este país no se han hecho las cosas bien.

Y los hay que arrimarán su cuerpo a un centro de salud de urgencias, hasta donde el trabajador de seguridad les deje acercarse, y fingiendo estar borrachos, se pondrán a la lumbre del edificio para sentir cierto calor humano en ese desgarro de ser oriundo del desamparo. Un Ulises llegado en patera con la enorme estafa encima del sueño que era Europa, alguien que ha perdido a su familia o peor, su cariño, o sencillamente alguien que no está adaptado a la perfección a un mundo enfermo de vanidad.

Sabiendo todo esto, si pudiéramos entonces, simplemente, sin más drama del que lleva la propia trama de la vida, tomar nuestro vaso lleno de agua y manipularlo con respeto, sabiendo que cada gota cuenta, quizá esta noche vuelva a cobrar todo el sentido. Quizá no sea una vía al servicio del capital, sino un arma cargada de esperanza.

No pasa nada por ser salvajemente humanos. No pasa nada por estar hoy tristes o alegres. Lo importante es que lata algo en la caja que llevamos en el pecho.

La filósofa Hannah Arendt (1906-1975) explicó a un alumno con un ejemplo muy gráfico su teoría de la banalidad del mal, que tanto revolucionó el malherido siglo XX. Le dijo que si ella vertía el contenido del vaso de agua que tenía delante, el mundo ni lo notaría, pero que si todos los presentes en el aula lo hicieran, seguramente tendrían una inundación.

Nuestra humanidad funciona de una manera parecida; personas pequeñas, haciendo cosas pequeñas, están transformando el mundo. Y, lo cierto, es que la historia nos dice que son esos pequeños gestos colectivos los que realmente colman los vasos que mejoran la vida de todos.