Canarias Ahora Opinión y blogs

Sobre este blog

Siembra vientos…

0

Quejarse del mal ajeno es de mala persona, independientemente de si ese mal es merecido o no. Sin embargo, esta actitud no es incompatible con el reconocimiento de que nuestras acciones, especialmente las negativas, inevitablemente tendrán consecuencias que se nos devolverán con mayor fuerza. Más allá de su origen bíblico, en el ámbito económico y financiero esta idea tiene un fuerte eco, ya que la relación entre acción y consecuencia está en el corazón de las decisiones. A nivel más abstracto, este principio se relaciona con el concepto del karma, una creencia filosófica y espiritual que sostiene que nuestras acciones, sean positivas o negativas, determinan nuestro futuro.

En este sentido, sabemos que la economía es una ciencia que estudia las decisiones humanas y la asignación de recursos limitados en un contexto de incertidumbre, donde cada decisión tiene un coste, una oportunidad perdida y consecuencias, muchas de las cuales no son evidentes en el corto plazo. Así como el karma nos enseña que nuestras acciones se acumulan y producen efectos posteriores, en la economía existe un paralelismo con el concepto de externalidades y los efectos imprevistos de las decisiones económicas. En estos términos, el karma económico también puede observarse en las decisiones de inversión cortoplacistas que ignoran los efectos a largo plazo. Los ciclos financieros y las crisis económicas a menudo son el resultado de comportamientos especulativos, donde se priorizan los beneficios inmediatos sobre la estabilidad futura. De este modo, el comportamiento codicioso puede parecer rentable a corto plazo, pero a medida que los riesgos se inflan sin control, la inevitable corrección del mercado se convierte en la “tempestad” que sigue a los “vientos” de la especulación.

La creciente desigualdad económica es un claro ejemplo de cómo la concentración de riqueza puede desencadenar tempestades a largo plazo. La búsqueda implacable de la maximización de beneficios ha contribuido a una mayor disparidad en la distribución de ingresos y riqueza, ya que, a medida que una pequeña parte de la población acumula una proporción creciente de los recursos globales, se genera una presión social que, en última instancia, puede conducir a la inestabilidad política y social. Esta acumulación de desigualdad económica puede entenderse como el resultado de una “siembra” de decisiones que priorizan el crecimiento económico sobre la equidad.

En última instancia, la relación entre “sembrar vientos” y “recoger tempestades” en la economía depende en gran medida de las decisiones actuales que ignoran las posibles implicaciones negativas. Por esta razón, para evitar las tempestades económicas y sociales, es fundamental que el liderazgo adopte una postura ética y responsable. Esto implica no solo maximizar los beneficios, sino también tener en cuenta el impacto social y ambiental de las decisiones. De hecho, las instituciones que adoptan una visión a largo plazo y alinean sus objetivos con los de la sociedad en su conjunto, tienen más probabilidades de evitar consecuencias negativas y prosperar en un entorno cada vez más exigente.

El principio de “el que siembra vientos, recoge tempestades” no es solo una advertencia moral o espiritual, sino una realidad económica tangible. Desde la gestión empresarial hasta la formulación de políticas públicas, las decisiones que tomamos hoy tienen un impacto directo en el futuro. Si queremos evitar las tempestades del mañana, debemos ser conscientes de los vientos que estamos sembrando hoy.

Quejarse del mal ajeno es de mala persona, independientemente de si ese mal es merecido o no. Sin embargo, esta actitud no es incompatible con el reconocimiento de que nuestras acciones, especialmente las negativas, inevitablemente tendrán consecuencias que se nos devolverán con mayor fuerza. Más allá de su origen bíblico, en el ámbito económico y financiero esta idea tiene un fuerte eco, ya que la relación entre acción y consecuencia está en el corazón de las decisiones. A nivel más abstracto, este principio se relaciona con el concepto del karma, una creencia filosófica y espiritual que sostiene que nuestras acciones, sean positivas o negativas, determinan nuestro futuro.

En este sentido, sabemos que la economía es una ciencia que estudia las decisiones humanas y la asignación de recursos limitados en un contexto de incertidumbre, donde cada decisión tiene un coste, una oportunidad perdida y consecuencias, muchas de las cuales no son evidentes en el corto plazo. Así como el karma nos enseña que nuestras acciones se acumulan y producen efectos posteriores, en la economía existe un paralelismo con el concepto de externalidades y los efectos imprevistos de las decisiones económicas. En estos términos, el karma económico también puede observarse en las decisiones de inversión cortoplacistas que ignoran los efectos a largo plazo. Los ciclos financieros y las crisis económicas a menudo son el resultado de comportamientos especulativos, donde se priorizan los beneficios inmediatos sobre la estabilidad futura. De este modo, el comportamiento codicioso puede parecer rentable a corto plazo, pero a medida que los riesgos se inflan sin control, la inevitable corrección del mercado se convierte en la “tempestad” que sigue a los “vientos” de la especulación.