Espacio de opinión de Canarias Ahora
Hay quien sigue hablando de “islas menores”
Los partidos que aspiren a gobernar Canarias no pueden apoyar una reforma del sistema electoral que vaya más allá de la ya aprobada por el Parlamento de Canarias recientemente, en la que se bajan a la mitad los topes para obtener representación, se crea una lista regional de 10 diputados, y se establece el principio de que ninguna isla con más población que otra puede tener menos representación en el Parlamento. Aumentar la representación de Gran Canaria y Tenerife a costa de reducir como se pretende, la representación de las 5 islas no capitalinas sería una regresión de 33 años para estas últimas.
En la anterior entrega, afirmaba que en el pasado, durante siglos, la burguesía dominante —bruta, egoísta e insolidaria a más no poder— de Gran Canaria y Tenerife condenó al olvido y al ostracismo a lo que para esa casta eran «las islas menores». Sin embargo, parte de la culpa de este estado de cosas corresponde a la claudicación, docilidad y resignación de las autoridades periféricas —seguramente les iba en ello el cargo— que aceptaban el sometimiento sin rechistar, como si se tratara de un sino inevitable, un designio divino, o una maldición bíblica.
Con la Ley de creación de los Cabildos Insulares, promovida por el majorero Manuel Velázquez Cabrera, en 1912, cambiaron algunas cosas, pero el centralismo continuó siendo feroz. La burguesía de las islas centrales, que cree merecerlo todo, esgrimiendo el pleito insular —que concluyó con la división provincial en 1927—, consiguió que el grueso de las inversiones se quedara en estas islas. A lo que para ellos eran las «islas menores» apenas llegaban las migajas. Como si las necesidades de todos los canarios, independientemente de la isla en la que residieran, no fueran las mismas. Fue con la aprobación del Estatuto de Autonomía de Canarias y la constitución del Parlamento y el Gobierno de Canarias en 1983, cuando se rompió el sortilegio, el doble centralismo y nuestra mala suerte.
Y ahora quieren volver a las andadas. Pues bien, quienes nunca ha sido generosos ni solidarios con las islas no capitalinas deben saber que no tenemos motivos para pensar que ahora van a serlo, precisamente quitándonos representación en Parlamento a las islas que desdeñan. Sé que el objetivo del movimiento por el cambio electoral no es machacarnos a las islas no capitalinas —presumo la buena fe de todos los firmantes y colectivos adheridos a la causa—, pero, en el fondo, pienso que le hacen el juego a los que históricamente nos han echado la pata encima. Por lo tanto, si mi partido se uniera a ese movimiento, yo sería el primero en poner el grito en el cielo. O más allá, si hace falta. La reforma del Sistema electoral canario no puede ser excusa para quitarle representación a las «islas menores», como les gusta llamarnos a los caciques de antaño y a alguno de los que ahora les bailan el agua. Tenemos muy claro que, si nos quitan representación parlamentaria ya no se volverá a construir un colegio, un centro de salud, un hospital, un centro sociosanitario, una carretera, un puerto, etc., en una isla no capitalina en el futuro. Todo se quedará en Gran Canaria y Tenerife. Y, para ese viaje, conmigo que no cuenten, ni siquiera mi partido si se apunta a tamaña regresión. No con mi voto.
Y que conste que conozco a mucha gente solidaria en Tenerife y Gran Canaria, pero esos ni pinchan ni cortan el bacalao. Quienes tienen la sartén por el mango no son así. Son el paradigma del EGOISMO con mayúsculas. Estos no comprenden —bueno, sí lo comprenden, pero les da igual— que los habitantes de una isla con 110.000 habitantes como es la mía, que es Fuerteventura, tenemos las mismas necesidades vitales y tenemos derecho al mismo nivel de bienestar que las que se acercan al millón de habitantes. No lo entenderán nunca. Y no es que sean burros, son EGOÍSTAS. Como anécdota que viene al caso puedo contar lo que me ocurrió en la II Legislatura en el Parlamento de Canarias. Un diputado chicharrero, airado por la unidad de los diputados herreños, independientemente del partido al que pertenecían, en su disposición para vetar los Presupuestos de la Comunidad Autónoma de Canarias durante su debate, con el objeto de conseguir mejorar las inversiones que consideraban insuficientes para la isla de El Hierro, me espetó:
—El Hierro tiene menos población que el barrio más pequeño de Santa Cruz. Nos saldría más barato construir unos bloques de viviendas, traer a todos los herreños y regalarles una casa que mantenerlos en su Isla.
Mi respuesta no se hizo esperar:
—Vete allí y cuéntaselo a ellos.
Por lo tanto, como habitante de Fuerteventura, estoy esperando que los 13 partidos y organizaciones sociales (incluídos el PP, Nueva Canarias, Podemos y Ciudadanos o sus medianeros y albaceas) que defienden un cambio en el sistema electoral canario, vengan a explicarnos a los majoreros, conejeros, herreños, gomeros y palmeros en qué consiste ese cambio. Si se trata de bajar los topes electorales para obtener representación parlamentaria, estaríamos de acuerdo. Ahora, si lo que pretenden es quitarnos representación a las islas no capitalinas para dársela y aumentar la de Gran Canaria o Tenerife, mejor se ahorran el viaje.
Los partidos que aspiren a gobernar Canarias no pueden apoyar una reforma del sistema electoral que vaya más allá de la ya aprobada por el Parlamento de Canarias recientemente, en la que se bajan a la mitad los topes para obtener representación, se crea una lista regional de 10 diputados, y se establece el principio de que ninguna isla con más población que otra puede tener menos representación en el Parlamento. Aumentar la representación de Gran Canaria y Tenerife a costa de reducir como se pretende, la representación de las 5 islas no capitalinas sería una regresión de 33 años para estas últimas.
En la anterior entrega, afirmaba que en el pasado, durante siglos, la burguesía dominante —bruta, egoísta e insolidaria a más no poder— de Gran Canaria y Tenerife condenó al olvido y al ostracismo a lo que para esa casta eran «las islas menores». Sin embargo, parte de la culpa de este estado de cosas corresponde a la claudicación, docilidad y resignación de las autoridades periféricas —seguramente les iba en ello el cargo— que aceptaban el sometimiento sin rechistar, como si se tratara de un sino inevitable, un designio divino, o una maldición bíblica.