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Sudán, el conflicto que nadie quiere ver

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Con todo lo que está pasando en el mundo, con Ucrania, con Gaza, con las elecciones británicas, estadounidenses y francesas y el auge global de la extrema derecha, no le estamos prestando atención a la que resulta ser la mayor crisis humanitaria y alimentaria que el mundo ha vivido en los últimos 40 años, y que pertenece a un país del continente africano: Sudán.  

Sudán, para ubicar a los lectores, es un país de dimensiones enormes, ubicado en la parte este del Sahel, fronterizo con Chad, Etiopía y Egipto, entre otros países, que vivió la escisión de su parte meridional (Sudán del Sur en el año 2011), con un potencial económico enorme por beneficiarse del caudal del Nilo y con una riqueza patrimonial y cultural inmensa (el país del mundo con más pirámides, por ejemplo).    

Nadie parece querer hablar del tema y, por lo que se ve, aún menos intervenir en una emergencia alimentaria intencionada. Porque la de Sudán es una hambruna planificada, la que conlleva una terrible guerra que empezó en abril de 2023 en la que ambos bandos conscientes (y con la experiencia previa de saber de lo que hablan) de que el uso del hambre como arma de guerra es terriblemente efectivo y poderoso.  

La Clasificación Integrada de la Seguridad Alimentaria en Fases (CIF) ha señalado que, tras más de un año de guerra, aproximadamente 755.000 personas en Sudán se enfrentan al nivel más grave de hambre extrema, ubicándose en la categoría de “catástrofe”. Esto implica que ya haya, en la práctica, hombres, mujeres y niños muriendo a diario de hambre. Además de este dato más extremo, hay 8,5 millones de personas, el 18% de la población, que lidia con una escasez de alimentos que en los próximas semanas y meses podría desembocar en desnutrición aguda y muerte. 

El conflicto en Sudán, del que ya había escrito hace unos meses tras una conferencia en Casa África de nuestro Embajador español allí, el canario Isidro González (ahora con residencia en Egipto ante la imposibilidad de residir en Jartum), estalló poco antes de que se formalizara una reforma del sector de seguridad que preveía la integración de las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF en inglés), una de las partes en conflicto, en un ejército nacional (SAF en inglés) que debería haberse unificado. La falta de acuerdo en dicha unificación se convirtió, pues, en el casus belli del actual conflicto.  

Pero esta crisis se remonta al menos cuatro años, cuando una revolución popular (recuerden esas imágenes icónicas de mujeres encima de automóviles liderando las protestas en la calle) hizo caer al Gobierno de Omar Al Bashir. Esto sucedía en 2019 en la calle, y el triunfo de este movimiento social pacífico abría un periodo de esperanza para un país sumido en la violencia y la autocracia desde su independencia del poder colonial británico en 1956.  

Sin embargo, la revolución fue pronto secuestrada por el ejército, y se instauró un gobierno militar, con su correspondiente golpe de Estado (octubre de 2021). Por entonces, los militares prometieron una transición política hacia un gobierno civil, pero finalmente y poco antes de ese traspaso del poder a los civiles, estalló el conflicto entre las SAF y las RSF. 

Se ha simplificado esta guerra, reduciéndola a una lucha de poder entre dos hombres fuertes con ejércitos detrás: por un lado, las SAF, el frente oficial del general Al Burhan, y por el otro, los paramilitares de las RSF del general Hemedti. Pero hay que ser conscientes de que se trata de un conflicto en el que confluyen tanto intereses regionales como también grandes intereses de otros países, algunos no africanos.  

El escenario es complicado. Sin duda, los acontecimientos no permiten ser muy optimista, pese a que, para la próxima semana, entre el 10 y el 15 de julio, la Unión Africana y la llamada Autoridad Intergubernamental para el Desarrollo (IGAD) hayan convocado a ambas partes a dialogar. Desgraciadamente, este mismo jueves, el líder del ejército sudanés, Al Burhan, lo dejaba bien claro: “Hasta la victoria, no negociaremos con un enemigo que nos ataca y ocupa nuestras tierras”.    

En estos últimos días se han intensificado las alarmas no solo por la emergencia humanitaria, sino por la brutalidad de la propia guerra. Los expertos advierten que, en solo un año de contienda, ya se vive en una situación de “colapso total” del Estado. El máximo responsable de la Organización Mundial de la Salud, por ejemplo, no duda en decir que Sudán es ahora mismo la mayor crisis humanitaria del mundo. Qué triste y duro es que todo ello no suscite el interés mediático que merece. 

La situación es especialmente crítica en la zona del norte de Darfur. A grandes trazos, las SAF controlan partes del este y el norte del país y las RSF, gran parte del oeste. Con importantes victorias militares en las últimas semanas, las RSF ocupan la mayor parte de la capital, Jartum. En estos últimos días, la clave está en El Fasher, ciudad al norte de Darfur, aún en manos de las SAF y que los paramilitares atacan (y han aislado, cortando cualquier llegada de suministros e incluso de agua, en un claro caso más de uso del hambre como arma de guerra). El Fasher es clave para poder controlar la totalidad de Darfur.   

Entender la guerra de Sudán no es sencillo: es un conflicto nacional, pero con multitud de variantes por la existencia de grupos regionales. Tiene, además, un marcado componente étnico, de viejas heridas que el país arrastra desde principios de este siglo, cuando en 2003 grupos de Darfur (mayoritariamente, negros) se rebelaron contra la preminencia árabe del Gobierno de Al-Bashir. Éste respondió con la creación y apoyo de unas milicias árabes (llamados Janjaweed) que causaron un terrible genocidio, como sentenció la Corte Penal Internacional en 2010. Estas milicias son el germen de lo que hoy son las RSF.  

Es un conflicto nacional, decía, pero con muchísimas injerencias e interferencias externas. La ubicación geográfica de Sudán es un factor clave que atrae a potencias regionales, al ser puente entre la región subsahariana y el norte y una puerta a las rutas comerciales del mar Rojo.  

Emiratos Árabes Unidos e Irán han sido señalados como grandes cómplices en las atrocidades del conflicto. Irán, supuestamente, ha enviado drones a las SAF, aunque el Gobierno lo niega, mientras que los Emiratos han brindado apoyo militar a las RSF. En los últimos años, múltiples actores han acusado a los Emiratos de beneficiarse significativamente con el comercio de oro, al tiempo que empleaban a soldados de las RSF como mercenarios en Yemen, otro conflicto enquistado y complejo de solucionar.  

Estos dos países son los principales apoyos de los bandos enfrentados, pero no los únicos. Según diversos medios y expertos, entre ellos varios informes del Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE), las SAF de Al-Burhan cuentan con el respaldo de Estados Unidos, Egipto, Arabia Saudí y Eritrea, mientras que las RSF de Hemedti parecen recibir apoyo de Libia, Chad, Sudán del Sur y Etiopía. 

Rusia, por su parte, parece estar jugando a la ambigüedad con ambos bandos desde antes del inicio del conflicto, como parte de su estrategia para asegurar sus intereses en la región. Oficialmente, tiene un doble papel en el conflicto: es el principal proveedor de armas de las SAF y a la vez se han denunciado contactos entre el Grupo Wagner (ahora Africa Corps) y las RSF. 

Los países occidentales, especialmente Estados Unidos, jugaron un papel importante en el intento de transición democrática tras la caída de Al-Bashir en 2019. Sin embargo, desde que empezó el conflicto armado actual, sus acciones han sido limitadas o inexistentes. 

En este contexto, es crucial que la comunidad internacional redirija su atención hacia Sudán y que se tomen medidas urgentes para aliviar el sufrimiento de su población. La indiferencia y la inacción no son opciones cuando tantas vidas están en juego, y el hambre no debería usarse nunca como arma de guerra. Es imperativo que se reconozca la gravedad de la situación y se actúe con la misma urgencia y determinación que en otros conflictos globales. 

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