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'Suscipi se humili prece poscebant'

Israel Campos

Las Palmas de Gran Canaria —

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A lo largo de la historia, las fronteras de Europa se han visto convulsionadas frecuentemente por la aparición de poblaciones que buscaban en las cercanías del Mediterráneo o en las llanuras del norte, tierras y espacio para vivir y asentarse. El propio origen de los actuales europeos es el resultado de la asimilación de muchos de esos pueblos que recorrieron el continente, se relacionaron con los que ya estaban y de la asimilación y la convivencia, surgieron las civilizaciones y culturas han definido nuestra historia más reciente. La manera en que se gestionaron esos procesos dio origen a procesos de integración o de enfrentamiento. No podemos ignorar que en la base de esos episodios se encontraba también la búsqueda de la supervivencia, para los que venían y para los que ya estaban.

La imagen de los miles de refugiados sirios que se agolpan a las puertas de Europa, tratando de huir de una realidad devastadora como es la guerra, no puede ser mirada desde una perspectiva cortoplacista y exclusivamente actual. Puesto en contexto histórico, el discurso de una “invasión bárbara” protagonizada por estos refugiados ha sido utilizado más de una vez en el debate político y mediático con el que desde hace años se lleva aplazando cualquier tipo de respuesta eficaz al problema. La imagen de los bárbaros, en nuestro imaginario colectivo, la asociamos inevitablemente a la consabida “Caída del Imperio Romano”. Unos pueblos procedentes de fuera de Europa que desbordaron las fronteras romanas y acabaron con esa realidad político-económica que fue Roma. Sin embargo, las cosas no fueron tan simples, ni como siempre nos las han contado. Particularmente, porque, por una parte, no todo fueron invasiones, ni todos eran bárbaros, ni la actuación del imperio romano fue exclusivamente de víctima en todo este proceso. El caso de los godos nos puede servir de ejemplo para entender que según sea la manera en que se responda ante una demanda de asilo y ayuda, las respuestas podrán ser favorables o incontrolables. Pensamos en los godos como en uno más de esos pueblos que entraron en Europa con las armas en las manos. De hecho, fue un rey visigodo, Alarico, quien protagonizó el episodio traumático del saqueo de Roma en el año 410 d.C. No obstante, el origen histórico de estos acontecimientos, según no los han transmitido las fuentes escritas de la época son bastante diferentes. Tal y como menciona el historiador romano del siglo IV Amiano Marcelino, los visigodos estaban asentados en los territorios no romanos más allá del río Danubio. Fue la aparición en sus tierras de un pueblo belicoso, incontrolable y sanguinario como los hunos (posteriormente liderados por el famoso Atila), lo que llevó a los visigodos a tener que huir de sus poblados para acabar llegando a las fronteras de Roma en la antigua región de Tracia, actualmente entre Bulgaria y el norte de Grecia. En ese sitio, se fue acumulando un contingente de población de casi 200.000 personas que en el año 375 d.C. envió embajadas al emperador romano Valente, haciendo formalmente una petición de asilo: “Así pues, conducidos por Alavivo, ocuparon la orilla del Danubio y enviaron a Valente mensajeros que suplicaron humildemente ser recibidos, prometiendo que llevarían una vida tranquila y que, si la situación así lo exigía, le prestarían ayuda militar”. Sorprendentemente, a pesar de las suspicacias iniciales, el emperador les ofreció un salvoconducto que les permitía cruzar el Danubio y asentarse en las tierras romanas de ese lado del río. Esto hubiese sido el inicio de un proceso de integración de los visigodos dentro del imperio, al estilo que Roma ya había hecho con otros pueblos a través de pactos y federaciones. Sin embargo, Amiano nos sigue contando que la forma en que luego los oficiales romanos cumplieron las órdenes imperiales no facilitaron este proceso: “Pero, como si les guiara una divinidad adversa, buscaron a hombres corruptos para ponerles al frente del poder castrense. Entre ellos sobresalían Lupicino y Máximo, el uno comandante general en Tracia, el otro un líder criminal, pero ambos de igual temeridad. La peligrosa ambición de estos dos hombres fue la causa de todos los males. Pues, para omitir otros delitos que, por causas funestas, o los cometieron ellos mismos, o bien permitieron que se cometieran contra extranjeros que llegaban sin culpa alguna, bastará mencionar un hecho lamentable e insólito que no tendría perdón ni siquiera si fueran ellos mismos quienes lo juzgaran. Y es que, cuando los bárbaros que habían sido conducidos a esas regiones lo estaban pasando mal por la falta de alimento, estos abominables generales planearon comerciar del siguiente modo: reunieron todos los perros que su ambición pudo hallar por cualquier parte y se los entregaron a cambio de obtener un esclavo por cada perro, dándose incluso el caso de que, entre éstos, figuraban hijos de los nobles bárbaros”. La consecuencia del incumplimiento por parte de Roma de las cláusulas acordadas fue que los visigodos acabaron levantándose en armas y posteriormente se enfrentaron al propio emperador que les había concedido el derecho de entrada. Los agoreros que habían predicho que la entrada de los bárbaros en tierras romanas sería el origen de la propia destrucción del imperio, vieron cumplida su profecía. Sin embargo, no podemos ignorar que buena parte de los males de Roma se encontraban instalados en la propia corrupción e ineficacia de su imperio.

El desafío que supone responder a un hecho real que es la afluencia de miles de refugiados que acuden a Europa en búsqueda de asilo y protección, pone a prueba la capacidad de una institución supra-estatal o a cada estado en particular de encontrar los medios para solucionar ese problema. Por una parte, poseemos organismos internacionales que si superaran intereses particulares podrían alcanzar una paz en el territorio de origen. Pero, al mismo tiempo, a esos miles de personas que acuden a nuestras fronteras y que suscipi se humili prece poscebant (“suplicaron humildemente ser recibidos”), no podemos sin más cerrarles nuestras fronteras o dejar que queden a expensas de los abusos de un sistema que los mantendrá encerrados en campamentos sin posibilidad de rehacer sus vidas en el territorio que en teoría les ha acogido. Porque de la respuesta que Europa dé a este problema, estará manifestando si ya está presente la semilla de su caída.

A lo largo de la historia, las fronteras de Europa se han visto convulsionadas frecuentemente por la aparición de poblaciones que buscaban en las cercanías del Mediterráneo o en las llanuras del norte, tierras y espacio para vivir y asentarse. El propio origen de los actuales europeos es el resultado de la asimilación de muchos de esos pueblos que recorrieron el continente, se relacionaron con los que ya estaban y de la asimilación y la convivencia, surgieron las civilizaciones y culturas han definido nuestra historia más reciente. La manera en que se gestionaron esos procesos dio origen a procesos de integración o de enfrentamiento. No podemos ignorar que en la base de esos episodios se encontraba también la búsqueda de la supervivencia, para los que venían y para los que ya estaban.

La imagen de los miles de refugiados sirios que se agolpan a las puertas de Europa, tratando de huir de una realidad devastadora como es la guerra, no puede ser mirada desde una perspectiva cortoplacista y exclusivamente actual. Puesto en contexto histórico, el discurso de una “invasión bárbara” protagonizada por estos refugiados ha sido utilizado más de una vez en el debate político y mediático con el que desde hace años se lleva aplazando cualquier tipo de respuesta eficaz al problema. La imagen de los bárbaros, en nuestro imaginario colectivo, la asociamos inevitablemente a la consabida “Caída del Imperio Romano”. Unos pueblos procedentes de fuera de Europa que desbordaron las fronteras romanas y acabaron con esa realidad político-económica que fue Roma. Sin embargo, las cosas no fueron tan simples, ni como siempre nos las han contado. Particularmente, porque, por una parte, no todo fueron invasiones, ni todos eran bárbaros, ni la actuación del imperio romano fue exclusivamente de víctima en todo este proceso. El caso de los godos nos puede servir de ejemplo para entender que según sea la manera en que se responda ante una demanda de asilo y ayuda, las respuestas podrán ser favorables o incontrolables. Pensamos en los godos como en uno más de esos pueblos que entraron en Europa con las armas en las manos. De hecho, fue un rey visigodo, Alarico, quien protagonizó el episodio traumático del saqueo de Roma en el año 410 d.C. No obstante, el origen histórico de estos acontecimientos, según no los han transmitido las fuentes escritas de la época son bastante diferentes. Tal y como menciona el historiador romano del siglo IV Amiano Marcelino, los visigodos estaban asentados en los territorios no romanos más allá del río Danubio. Fue la aparición en sus tierras de un pueblo belicoso, incontrolable y sanguinario como los hunos (posteriormente liderados por el famoso Atila), lo que llevó a los visigodos a tener que huir de sus poblados para acabar llegando a las fronteras de Roma en la antigua región de Tracia, actualmente entre Bulgaria y el norte de Grecia. En ese sitio, se fue acumulando un contingente de población de casi 200.000 personas que en el año 375 d.C. envió embajadas al emperador romano Valente, haciendo formalmente una petición de asilo: “Así pues, conducidos por Alavivo, ocuparon la orilla del Danubio y enviaron a Valente mensajeros que suplicaron humildemente ser recibidos, prometiendo que llevarían una vida tranquila y que, si la situación así lo exigía, le prestarían ayuda militar”. Sorprendentemente, a pesar de las suspicacias iniciales, el emperador les ofreció un salvoconducto que les permitía cruzar el Danubio y asentarse en las tierras romanas de ese lado del río. Esto hubiese sido el inicio de un proceso de integración de los visigodos dentro del imperio, al estilo que Roma ya había hecho con otros pueblos a través de pactos y federaciones. Sin embargo, Amiano nos sigue contando que la forma en que luego los oficiales romanos cumplieron las órdenes imperiales no facilitaron este proceso: “Pero, como si les guiara una divinidad adversa, buscaron a hombres corruptos para ponerles al frente del poder castrense. Entre ellos sobresalían Lupicino y Máximo, el uno comandante general en Tracia, el otro un líder criminal, pero ambos de igual temeridad. La peligrosa ambición de estos dos hombres fue la causa de todos los males. Pues, para omitir otros delitos que, por causas funestas, o los cometieron ellos mismos, o bien permitieron que se cometieran contra extranjeros que llegaban sin culpa alguna, bastará mencionar un hecho lamentable e insólito que no tendría perdón ni siquiera si fueran ellos mismos quienes lo juzgaran. Y es que, cuando los bárbaros que habían sido conducidos a esas regiones lo estaban pasando mal por la falta de alimento, estos abominables generales planearon comerciar del siguiente modo: reunieron todos los perros que su ambición pudo hallar por cualquier parte y se los entregaron a cambio de obtener un esclavo por cada perro, dándose incluso el caso de que, entre éstos, figuraban hijos de los nobles bárbaros”. La consecuencia del incumplimiento por parte de Roma de las cláusulas acordadas fue que los visigodos acabaron levantándose en armas y posteriormente se enfrentaron al propio emperador que les había concedido el derecho de entrada. Los agoreros que habían predicho que la entrada de los bárbaros en tierras romanas sería el origen de la propia destrucción del imperio, vieron cumplida su profecía. Sin embargo, no podemos ignorar que buena parte de los males de Roma se encontraban instalados en la propia corrupción e ineficacia de su imperio.