Espacio de opinión de Canarias Ahora
La transición desde lejos
Últimamente he oído -y leído- muchas opiniones calificando a La Transición como mero maquillaje continuista del franquismo y al sistema político y al modo de convivencia que instauró como una seudodemocracia. En fin, como un fraude.
Claro que el resultado no respondió a ningún modelo ideal. Los modelos ideales no existen en la realidad. Son eso: ideales.
El resultado estuvo escorado, como el de todo acuerdo, en muchos aspectos del lado de quienes tenían una correlación de fuerza a su favor. Y ésta favorecía a los intereses, las fuerzas políticas y sociales, las actitudes sobre los patrones de organización social procedentes del franquismo. Porque no nos engañemos: la oposición antifranquista podía hacer ruido, desencadenar efervescencia política; pero en términos de poder era muy frágil.
El régimen franquista empezaba a no resultar funcional como instrumento de pacificación laboral y social, es decir como garante de los intereses económicos dominantes. Pero no estaba roto, contaba con unas fuerzas armadas y con cuerpos de seguridad sin grietas y con el apoyo de amplios sectores sociales. No fue el franquismo, ni siquiera en sus orígenes, un régimen sustentado exclusivamente en la fuerza. Representaba una forma de entender España y la sociedad española secularmente arraigada, incluso en sectores cuyos intereses económicos resultaban perjudicados por el poder.
Además, el régimen quedó del lado occidental en el escenario de Guerra Fría y esto determinó su reconocimiento como aliado anticomunista y su supervivencia política y condicionaba, en gran medida, el postfranquismo. O es que nadie recuerda cómo en Italia, donde el PCI de E. Berlinguer, a pesar de su “compromiso histórico” con la democracia occidental y de su impresionante fuerza electoral nunca llegó a formar parte del gobierno.
El resultado de La Transición fue, es evidente, imperfecto. Pero al proceso se incorporó el PCE, que representaba el sustento fundamental de la resistencia antifranquista. Su simbiosis con Comisiones Obreras representaba la mayor capacidad de movilización y respuesta política a extramuros del Régimen. Nadie, en mi opinión, tenía autoridad moral para exigirle al PCE mantener la estrategia de ruptura y no entrar en la de consenso y reconciliación.
La Transición fue una apuesta incierta por una evolución pacífica hacia la democracia que necesitaba, para arrancar y para consolidarse, aislar política y socialmente a los actores más recalcitrantes y violentos del franquismo, muchos de los cuales ocupaban posiciones claves en la estructura de fuerza del Estado.
La Transición fue también un pacto económico y social en medio de una gravísima crisis económica, con inflaciones anuales de dos dígitos y altísimos niveles de desempleo, que desmoronaba el fulgor desarrollista de una economía ineficiente, con muchos espacios todavía en la autarquía y un sector público paquidérmico e ineficiente.
La apuesta por un Estado Social, clave para lograr el consenso, se produce a contracorriente de lo que ya se barruntaba en el mundo occidental: la ofensiva neoliberal (Reagan, Thatcher, la Escuela de Chicago, Von Hayek) del capitalismo más agresivo, desde que constataba que iba ganando el definitivo pulso a la economía estatalizada del campo soviético. Es decir, emprendimos el camino hacia el Estado de Bienestar, para afrontar las desgarradoras injusticias sociales que habían impedido consolidar la libertad y convivencia pacífica entre los españoles, justo cuando otros regresaban al Estado mínimo y a la ley del más fuerte.
Y tratamos de resolver el dilema unidad/diversidad entre los pueblos de España, que tanto había agriado la historia contemporánea de España --sobre todo en tiempos de crisis y de desánimo colectivo, como ahora-- con una forma de Estado de la que la Constitución sólo diseñó principios, límites y procedimientos para una gran reestructuración de un Estado a la par centralista y autoritario. El pacto fundamental, la piedra basal del acuerdo constitucional en que se cifró La Transición fue: España existe, tiene entidad como comunidad política para continuar siendo un Estado y, a partir de ahora, combinará unidad-pluralidad y solidaridad.
Los constituyentes no eran profetas, ni tenían por qué adivinar el diseño definitivo de lo que luego bautizamos como el Estado de las Autonomías, el alcance combinado que tendrían factores y circunstancias como el reconocimiento constitucional de los derechos históricos de los territorios forales --especialmente en el terreno de la fiscalidad--, la regulación de un sistema electoral que prima a los partidos territoriales en la composición del Congreso de Diputados, la hegemonía de esos mismos partidos en Comunidades Autónomas muy relevantes, las metas constantemente móviles y deslizantes de los nacionalismos periféricos, su dialéctica infinita y encubridora con el españolismo más mesetario...
Lo que sí era previsible era el papel de la jerarquía eclesiástica milenariamente habituada, contra la enseñanza evangélica y contra la de sus más preclaros y humanistas doctores hispanos, a utilizar al Estado como su brazo secular, a mezclar en su provecho las cosas del césar con las divinas e imponer sus convicciones mediante la fuerza. Y así ha venido siendo.
Pero toda aquella etapa dio abundantes frutos de convivencia, de progreso, de paulatina corrección de injusticias incompatibles con la dignidad humana, de oportunidades a quienes se les habían negado a cal y canto desde siempre.
Y quienes la aceptaron a regañadientes, superando su desconcierto inicial, han estado buscando la forma de minar los grandes compromisos de La Transición, instaurar 30 años después el tipo de sociedad y de sistema político que les hubiera gustado en la desembocadura del franquismo.
Y aquí está, en vivo y en directo: desde el manifestódromo a la involución en la regulación del aborto, desde el deterioro de la sanidad pública al restablecimiento de la dualidad escolar, desde los recortes sociales a la impunidad de los grandes escándalos financieros (y su refinanciación en barbecho con dinero de los contribuyentes), desde la derogación de derechos laborales a la campaña de descrédito del Estado autonómico.
Por eso pienso que renegar de La Transición puede ser fruto de la distancia generacional de quienes no la vivieron o de esa mezcla explosiva de necedad e irresponsabilidad de algunos que sólo la presenciaron.
Últimamente he oído -y leído- muchas opiniones calificando a La Transición como mero maquillaje continuista del franquismo y al sistema político y al modo de convivencia que instauró como una seudodemocracia. En fin, como un fraude.
Claro que el resultado no respondió a ningún modelo ideal. Los modelos ideales no existen en la realidad. Son eso: ideales.