Espacio de opinión de Canarias Ahora
Tres calas bibliotecarias
1ª. La tragedia de la lectura (en Soltadas Tres).
Pocos sonidos son tan mortificantes para un bibliófilo como la llamada de los libros que yacen o moran en los anaqueles de las bibliotecas; en las baldas de esas ciudades eternas donde solo contados vecinos logran ser hijos predilectos; en los estantes de esas urbes interminables pobladas de seres anónimos que reclaman una parcela de tiempo y memoria en el jardín de cualquier lector; en suma, en esos espacios mágicos que tan pronto son zocos como cementerios. De ese sonido, nace el desconcierto; y con él, la angustiosa constatación de que no hay horas suficientes —ni en mil vidas— para hablar con los que yacen o moran, pedirles que nos cuenten aquello que conforma su razón de ser, y preguntarles por el enigma de su existencia: por qué están, por qué son como son o por qué nadie oye sus plegarias. Esa es la tragedia de la lectura: la incapacidad para atender a sus llamadas como conviene.
¿Qué mueve a un individuo a tomar los aparejos de la escritura y comenzar a edificar la gran muralla de palabras untadas con el cemento de los espacios en blanco? ¿Por qué una persona llega a invertir un tiempo que no recuperará jamás en la composición de un texto que, como sucede en la mayoría de los casos, acabará yaciente en cualquier repisa o en vaya uno a saber qué cajón de un ignoto lugar, si no termina sus días en el fuego o en la basura? ¿Es por el cumplimiento de ese deseo íntimo y consciente de manifestar una presencia entre nosotros lo que le lleva a envolverse en el celofán de la idea impresa o revestirse con los ropajes de un mundo posible, aunque sea falso? Solo así sería capaz de entender la voluntad de suplir el anonimato o el desconocimiento con la evidencia de un paso por la cinta de la vida a través de esos corpúsculos con los que se consagran las ceremonias de la bibliofilia.
Frente al ruidoso temor de lo efímero que subyace en la conciencia demiúrgica, surge el ímpetu benefactor del feligrés por atender a cada una de las llamadas pavorosas de la que es consciente. He aquí todo un acto de fe que terminará desbordándole hasta anidar en él la convicción de su incapacidad cuando compruebe que no hay tiempo suficiente —ni en mil existencias— para satisfacer las demandas de atención que le solicitan los constantes ayes. He aquí, en suma, la tragedia de la lectura.
2ª. Bibliotecas y cementerios (en Soltadas Uno).
Para un bibliófilo, pocos sonidos son tan estridentes como la llamada que silenciosamente hacen los libros cuando los miras en sus anaqueles durante el paseo respetuoso por las librerías donde duermen. Ahí, la mayoría, siempre la inmensa mayoría, yace en el cementerio del olvido o del recuerdo vago, efímero, sutil…
Cementerio he dicho; “cementerio”, ‘terreno, generalmente cercado, destinado a enterrar cadáveres’, según el diccionario. ¿No es acaso eso una biblioteca? ¿Qué son los libros sino los restos de quienes los compusieron, la prueba de que existieron, la muestra intelectual de su presencia entre nosotros?
Mas, ¿qué vendrían a ser los cementerios en esta suerte de analogía inversa? Bibliotecas. Enormes bibliotecas que contienen libros biológicos. Palabras, volúmenes, cuerpos, efimeridad y eternidad. Nos llaman silenciosamente los muertos. Sus lingüísticos huesos cloquean por el tiempo pasado. Los años de los tomos son los de todos y cada uno de los minutos que sus lectores le han dedicado.
3º. Decálogo sobre el libro impreso (en Soltadas Tres).
1. Los libros impresos se pueden acariciar, palpar, recorrer del mismo modo que es factible tocar con las manos los cuerpos amados. El placer de pasar páginas y sentir la suavidad del papel en los dedos es único.
2. Los libros impresos huelen. Las hojas, la tinta y el tiempo perfuman los actos de lectura y se adhieren de manera evocadora en el ánimo e intelecto de quien se dispone a emprender la infinita travesía hacia la inmortalidad.
3. Los libros impresos son verdaderamente portables porque no necesitan más energías que las de nuestra vigilia y motivación. Puedes llevarlos contigo adonde quieras sin preocuparte de si la batería está o no cargada ni de cuánta autonomía tiene.
4. Los libros impresos son singulares. Un libro impreso es una totalidad en sí mismo; una realidad tridimensional compuesta por hojas entintadas que depende de la actitud con la que es recibida por parte de cada lector (tú, por ejemplo). Su razón de ser, en el fondo, se sujeta a cada razón de estar.
5. Los libros impresos pueden personificarse. Los libros que se aman de verdad son reescritos y manuscritos entre sus páginas; contienen, como las cortezas de los árboles romantizadas, inscripciones que son viejas señales de lecturas que llegaron hasta lo más hondo. Las maravillosas exégesis solo son posibles en los textos empapelados.
6. Los libros impresos se comparten como testimonio de afecto y se heredan como bienes patrimoniales; los ficheros electrónicos, como mucho, se copian. Notable diferencia.
7. Los libros impresos se engalanan con dedicatorias y marcapáginas tan exclusivos como los contenidos que atesoran. El valor emocional de estos elementos es irreemplazable.
8. Los libros impresos se terminan. Los libros deben tener un final, como la vida misma; los textos electrónicos corren el riesgo de “hiperenlazarse” con otros escritos hasta los extremos más inconcebibles. El remate es el cierre de una idea, de una intención; es la pausa después de la agitación. El silencio tras la última página es indispensable.
9. Los libros impresos casi siempre son legibles. Un libro roto puede ser, hasta donde sea factible, reconstruido. De un destrozo, en ocasiones, es realizable la salvación de oraciones, párrafos, algunas hojas; algo, en suma, que, quizás, permita que se lea, se entienda, se asimile… se disfrute. La mitad de un libro roto es en sí un universo, aunque se nos muestre incompleto; un fichero digital estropeado no sirve para nada.
10. Los libros impresos son estéticos. Un millón de archivos en un dispositivo electrónico no poseen la belleza evocadora de una librería repleta de ejemplares, todos diferentes en formas, colores, tamaños… En este sentido, los anaqueles no dejen de ser admirables galerías de arte donde cada cubierta es una hermosa proposición de creatividad gestada para el placer estético.
1ª. La tragedia de la lectura (en Soltadas Tres).
Pocos sonidos son tan mortificantes para un bibliófilo como la llamada de los libros que yacen o moran en los anaqueles de las bibliotecas; en las baldas de esas ciudades eternas donde solo contados vecinos logran ser hijos predilectos; en los estantes de esas urbes interminables pobladas de seres anónimos que reclaman una parcela de tiempo y memoria en el jardín de cualquier lector; en suma, en esos espacios mágicos que tan pronto son zocos como cementerios. De ese sonido, nace el desconcierto; y con él, la angustiosa constatación de que no hay horas suficientes —ni en mil vidas— para hablar con los que yacen o moran, pedirles que nos cuenten aquello que conforma su razón de ser, y preguntarles por el enigma de su existencia: por qué están, por qué son como son o por qué nadie oye sus plegarias. Esa es la tragedia de la lectura: la incapacidad para atender a sus llamadas como conviene.