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El Tribunal de Ayuso y la cumbre antiabortista en el Senado

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Desde que el PP, alentado y esponsorizado por poderes económicos cuyos intereses -y cuya insaciabilidad-  representa, inició la estrategia de deslegitimar al (los) Gobierno(s) presididos por Pedro Sánchez, expresé que se embarcaban en una estrategia proto-golpista. Que no todas esas estrategias deslegitimadoras acaban en golpes de estado o en destrucción de la democracia, pero que todos estos (golpismo y regímenes antidemocráticos) siempre arrancan negando la legitimidad de gobiernos constituidos con pleno respeto a los preceptos constitucionales: ya sea, en nuestro caso, como fruto de una moción de censura constructiva o de una investidura presidencial por la mayoría parlamentaria.

Nuestra forma de gobierno, tanto a nivel estatal como en las comunidades autónomas, es la parlamentaria. Y dirige el gobierno quien logra aunar los apoyos parlamentarios suficientes, haya sido o no la fuerza más votada en las elecciones.

Pero todo ha ido a más. Tanto a más que, en mi opinión, el PP y sus patrocinadores empresariales (luego mediáticos) están dispuestos a que la sociedad española y la convivencia paguen el precio que sea con tal de recuperar el poder de las Instituciones y sumarlo al que ya tienen en la economía y las finanzas, aunque ese precio sea el de “democratia delenda est”.

Esos días ya no sabe uno cómo mirar la actualidad y su “traducción” informativa para poder respirar con un poco de esperanza. Porque, sabedores de su impunidad, alguna y algunos se toman “licencia para matar” o para adoctrinarnos a todos, con una insufrible falta de respeto a la inteligencia de los españolitos y españolitas de a pie, a quienes obscenamente nos desprecian.

Digamos, por ejemplo, Ayuso. No sé cómo puede recostar la cabeza en la almohada cada noche y dormirse, quien dirigía el Gobierno que aprobó y aplicó los protocolos de la vergüenza en plena pandemia, cuya trágica consecuencia fue la muerte de más de 7.000 personas mayores a las que se negó la asistencia sanitaria, porque “iban a morir de todos modos”. Y, hasta ahora, la impunidad más estremecedora, política y judicial.

Sin embargo, en lugar de pedir perdón a todas esas familias -como mínimo-, ahora trata de convertir a la Asamblea de Madrid (la misma que ha encubierto sus gravísimos atropellos en todo lo relacionado con “el Protocolo”) en una especie de tribunal contra Begoña Gómez, cuya imputación en una pesquisa judicial prospectiva y contraria a sus más elementales derechos constitucionales en materia de tutela judicial, es conceptualmente ajena a las atribuciones de la Comunidad Autónoma y de su Parlamento, que son, en consecuencia, manifiestamente incompetentes. 

Porque si se trata de investigar “todos sus actos desde que su esposo es presidente del Gobierno de España” es evidente que sus posibles influencias se ceñirían a los actos y resoluciones del propio Ejecutivo estatal y de las administraciones, organismos y entidades dependientes del mismo. Pero le da, les da, lo mismo.

O hablemos de Aznar. Ocurrió o no ocurrió que este personaje comprometió a España en una guerra ilegal, desde el punto de vista del Derecho Internacional. Estaba esa guerra, además,  justificada en una mentira: la existencia de bombas de destrucción masiva en poder de Sadam Husseim, que la Organización Internacional de la Energía Atómica, presidida por Mohamed Al Baradei, desmintió categóricamente con posterioridad. 

Su conducta fue de una extrema gravedad de “lesa Patria”, tanto como la que el Código Penal reprocha al que “con actos ilegales… expusiere a los españoles a experimentar… represalias en sus personas o en sus bienes”. Este individuo de expresión cada vez más tétrica no asumió nunca la menor responsabilidad -ni política, ni penal-  por lo que hizo, ni por los peligros a los que expuso a la sociedad española, como la Matanza de Atocha se encargó estremecedoramente de demostrarnos, sino que sigue dándonos sermones a diario desde su púlpito de la FAES.

Es como un mundo al revés colonizado por la mentira, amplificada diariamente por los miles y miles de watios de medios llamémosles informativos. Y en esas condiciones, la democracia no es viable.

La cumbre antiabortista

La Red de Políticos por los Valores, la asociación ultraderechista internacional contra el aborto, va a celebrar una Cumbre en la sede del Senado por autorización de esa lumbrera que es el actual presidente de la Cámara. 

Decía Jiménez de Assúa, el extraordinario penalista y diputado republicano, que el legislador debe hacer un ejercicio de imaginación legislativa sobre los efectos que una nueva Ley (él se refería a la reforma del Código Penal heredado de la Monarquía) va a producir en la sociedad, antes de aprobarla.

La cuestión moral de la interrupción voluntaria del embarazo es de una complejidad extraordinaria, en mi opinión. Pero la valoración, sea moral o jurídica, de la conducta humana no puede consistir en aplicarle mecánicamente principios y valores, como el de la protección del derecho a la vida -en el que creo firmemente- en el que radica la razón de ser de todos los demás, ya que se requiere siempre un análisis muy circunstanciado de cada supuesto, y tomar en cuenta que en un tema tan delicado están también en juego otros valores dignos de protección, especialmente la libertad. 

En materia de interrupción del embarazo, precisamente, no es necesario hacer ese ejercicio de imaginación legislativa, sino analizar la experiencia de un país,  España, en el que desde el poder del Estado se ha pretendido coactivamente desde siempre, Código Penal en mano, la prohibición absoluta del aborto.

El resultado fue que los abortos se seguían produciendo con garantías sanitarias para la mujer gestante fuera del país (“se fue a Inglaterra”, se decía), o dentro de España (abonando el sobreprecio de la ilegalidad) por quienes se lo podían pagar. Y quienes no podían afrontar esos cuantiosos gastos sólo tenían la opción de llevar a término un embarazo no deseado, o fruto de episodios espeluznantes, o ponerse en manos de aborteros o aborteras con dantescas y frecuentes consecuencias de hemorragias, sepsias generalizadas, muerte…

Porque, demostradamente, no es la represión penal el instrumento más eficaz para proteger la vida humana en su origen.

Estoy contando lo que todos sabíamos y de lo que algunos -aterrorizado, en mi caso- hemos tenido conocimiento directo por razones del ejercicio de las profesiones jurídicas.

Cuando observo que muchos de quienes predican a los cuatro vientos su defensa de la vida del nasciturus y al mismo tiempo envían a guerras motivadas exclusivamente por la defensa de sus intereses a miles de compatriotas, normalmente de las clases más humildes (los de mi generación recordamos Fortunate Son, de Clearence Clearwater Revival, símbolo de las movilizaciones contra la Guerra de Vietnam), o consideran meros daños colaterales o guardan un vergonzoso silencio ante decenas de miles de muertes en guerras ilegales, como la de Irak, o ante el genocidio que están padeciendo los palestinos, o ante las innumerables muertes de desplazados forzosos o de migrantes acosados por la miseria, la enfermedad o las persecuciones políticas, religiosas o por motivos de orientación sexual en sus países de origen… Créanme que no sé pa´ donde volverme, si no quiero perder todo atisbo de esperanza en el ser humano.

Porque no se trata de vidas humanas en gestación, sino de seres humanos vivos con familias, niños, padres, abuelos, eso sí, casi siempre de piel oscura a los que nadie revivirá ni devolverá a los suyos.

Desde que el PP, alentado y esponsorizado por poderes económicos cuyos intereses -y cuya insaciabilidad-  representa, inició la estrategia de deslegitimar al (los) Gobierno(s) presididos por Pedro Sánchez, expresé que se embarcaban en una estrategia proto-golpista. Que no todas esas estrategias deslegitimadoras acaban en golpes de estado o en destrucción de la democracia, pero que todos estos (golpismo y regímenes antidemocráticos) siempre arrancan negando la legitimidad de gobiernos constituidos con pleno respeto a los preceptos constitucionales: ya sea, en nuestro caso, como fruto de una moción de censura constructiva o de una investidura presidencial por la mayoría parlamentaria.

Nuestra forma de gobierno, tanto a nivel estatal como en las comunidades autónomas, es la parlamentaria. Y dirige el gobierno quien logra aunar los apoyos parlamentarios suficientes, haya sido o no la fuerza más votada en las elecciones.