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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Último viernes con Carmelo

Fue el pasado viernes 17: yo estaba por Las Palmas y me llamó Lourdes para decirme que María, Fraguela, Evaristo y ella habían quedado a comer con Carmelo y con otros amigos suyos. No me contó que era para despedirnos de él, pero lo intuí. Le dije que no quería ir. Es verdad que tenía un asunto de trabajo, y que probablemente acabaría tarde. Pero, en realidad, había visto a Carmelo unas semanas antes, y me había impresionado tanto su presencia de ánimo y su aspecto de enfermo digno, consciente y cabal, que pensé evitarme volver a sentir la desazón. Los hombres somos muy cobardes ante la evidencia de la muerte. Le confesé a Lourdes que no me sentía capaz de estar a la altura y creo que la sorprendí. Me gusta hacerle creer que soy un tipo duro y es posible que hasta alguna vez la engañe.

Al rato la llamé bastante avergonzado para decirle que por supuesto que iría. Quedamos en un restaurante de Vegueta, y yo llegué unos minutos más tarde que ellos. Nada más verme, Carmelo se levantó para darme el abrazo intenso y cómplice de alguien que ha sido tu amigo más de cuarenta años. Le conocí en el comité regional del PSOE a muy principios de los ochenta, cuando yo era un pibe y él también casi un pibe con diez años más que yo. Era afable, culto, comprometido, brillante, apasionado, trabajador y crítico. El modelo a imitar del hombre de izquierdas, el tipo que le cantaba las cuarenta a Saavedra, peleaba con la fuerza de todos los argumentos y luego era leal y solidario con las decisiones de la mayoría. Un político honesto, que renunció sin que nadie se lo pidiera a una carrera prometedora, cuando fue mezquinamente acusado de no sé qué historia de la que los tribunales le redimieron sin sombra un montón de años después. Un monumento a la coherencia, la integridad y la decencia. Un tipo grande, espléndido y curioso: socialista de los de antes, esos que llegaban al partido con oficio y sin ansia de beneficio, dispuestos a jugársela por sus ideas. Abogado, arquitecto, asesor y catedrático de Derecho Urbanístico, militante medioambiental, un profesional de éxito, al que lo que más parecía gustarle en sus últimos años era discutir con Jorge Bethencourt sobre la Ley del Suelo, pontificar sus certezas y desmontar doctoralmente todos nuestros argumentos.

Aquel viernes de hace tres viernes me senté al lado suyo, con la segura impresión de que sería la última vez. Y así pasó: ayer, Lourdes me localizó en Arrecife para decirme que Carmelo había muerto. Supongo que todos sabíamos que iba a ocurrir pronto, y él el primero: “Tienes que acabar ya esa tesis tuya, no quiero perdérmela”, me dijo aquel viernes nada más verme, y el resto del tiempo hablamos de lo bueno que estaba todo -comía picoteando poco a poco, como un pajarillo- de política y por supuesto de la radio. No sabía mucho de radio, hasta es probable que aún menos que yo, pero le entusiasmaba la radio, hablar de la radio, de los editoriales de Evaristo, de la gente que escuchaba nuestro programa y de su papel como “Pepito Grillo” del poder, su empeño durante las tres temporadas que compartimos. Supongo que añoraba levantarse todas las mañanas, ir a la Ser y ponernos a todos nerviosos con el insobornable sentido de la libertad de un hombre bueno. Porque eso era Carmelo, un trasunto del Retrato de nuestro mejor poeta: “más que un hombre al uso que sabe su doctrina,” -Carmelo era- “en el buen sentido de la palabra, bueno”.

Fue el pasado viernes 17: yo estaba por Las Palmas y me llamó Lourdes para decirme que María, Fraguela, Evaristo y ella habían quedado a comer con Carmelo y con otros amigos suyos. No me contó que era para despedirnos de él, pero lo intuí. Le dije que no quería ir. Es verdad que tenía un asunto de trabajo, y que probablemente acabaría tarde. Pero, en realidad, había visto a Carmelo unas semanas antes, y me había impresionado tanto su presencia de ánimo y su aspecto de enfermo digno, consciente y cabal, que pensé evitarme volver a sentir la desazón. Los hombres somos muy cobardes ante la evidencia de la muerte. Le confesé a Lourdes que no me sentía capaz de estar a la altura y creo que la sorprendí. Me gusta hacerle creer que soy un tipo duro y es posible que hasta alguna vez la engañe.

Al rato la llamé bastante avergonzado para decirle que por supuesto que iría. Quedamos en un restaurante de Vegueta, y yo llegué unos minutos más tarde que ellos. Nada más verme, Carmelo se levantó para darme el abrazo intenso y cómplice de alguien que ha sido tu amigo más de cuarenta años. Le conocí en el comité regional del PSOE a muy principios de los ochenta, cuando yo era un pibe y él también casi un pibe con diez años más que yo. Era afable, culto, comprometido, brillante, apasionado, trabajador y crítico. El modelo a imitar del hombre de izquierdas, el tipo que le cantaba las cuarenta a Saavedra, peleaba con la fuerza de todos los argumentos y luego era leal y solidario con las decisiones de la mayoría. Un político honesto, que renunció sin que nadie se lo pidiera a una carrera prometedora, cuando fue mezquinamente acusado de no sé qué historia de la que los tribunales le redimieron sin sombra un montón de años después. Un monumento a la coherencia, la integridad y la decencia. Un tipo grande, espléndido y curioso: socialista de los de antes, esos que llegaban al partido con oficio y sin ansia de beneficio, dispuestos a jugársela por sus ideas. Abogado, arquitecto, asesor y catedrático de Derecho Urbanístico, militante medioambiental, un profesional de éxito, al que lo que más parecía gustarle en sus últimos años era discutir con Jorge Bethencourt sobre la Ley del Suelo, pontificar sus certezas y desmontar doctoralmente todos nuestros argumentos.