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El valor de la abstención

Por mucho que se tiren los trastos a la cabeza, los dos grandes partidos (todos, en realidad) comparten lo fundamental: consideran la abstención “preocupante”, para que no digan, pero no les interesa tenerla en cuenta ni profundizar en su análisis porque hacerlo les llevaría a cuestionarse a sí mismos y poner en solfa a la partitocracia mandante, que, para más inri, tira hacia el bipartidismo.

En un rápido diagnóstico, la democracia española es representativa sin pasarse. Se supone que sus cámaras parlamentarias reproducen proporcionalmente el espectro político del país. Pero el hecho es que se accede a ellas sólo a través de listas cerradas que los partidos deciden y controlan. Para un diputado el partido es todo: le proporciona los medios para ganar y en correspondencia vota o adopta actitudes de acuerdo con las órdenes que le dan para que no se le excluya la vez siguiente y le permita escalar. No se siente comprometido por las promesas a unos electores con los que no mantiene contactos y que son casi una entelequia a la que se le imponen unos nombres cada cuatro años; sin posibilidad de opción. Estos electores no disponen de mecanismos que les permitan participar en el control y en la toma de decisiones. En el caso canario, aunque no sólo en el caso canario, habrán visto iniciativas legislativas populares que ni siquiera fueron admitidas a trámite. La limitada representatividad de las cámaras no es capaz de digerir ni un simulacro. Nada pasaría si, en lugar de gastar tanto en las convocatorias de plenos y de sesiones de trabajo, lo decidieran todo los portavoces de cada grupo en la cafetería sin necesidad de molestar a nadie.

Podría considerarse esto una reducción al absurdo, pero ya me contarán, vuelvo al caso canario, a qué viene tanta solemnidad plenaria cuando el resultado inamovible de las votaciones es 34 para el Gobierno y 26 para la oposición psocialista; haga bueno o caigan rayos y centellas. Es una guerra de partidos (más bien de personas) por el mero poder y sería justo que, si está todo prefijado, al menos abarataran las batallas en beneficio de los contribuyentes, que son, en definitiva, quienes pagan las corridas y nada pintan. El que esto sea concebible, sin que se modifique el sentido de las votaciones plenarias, da la medida de la degradación democrática.

En las instancias políticas hemos oído hablar del impulso a una participación ciudadana que nunca llega porque la participación va contra la partitocracia. No creo que militen en partidos, a escala nacional, más del 3% de los electores y no es descabellado afirmar que en ese porcentaje figuran quienes tratan de hacer carrera política, en ocasiones al precio que sea. El resultado es que con frecuencia acaban al frente de los partidos individuos impresentables, arropados por la organización partidista y su propia desvergüenza, que se benefician de amplios márgenes de impunidad. Ese puñado de indeseables, devenidos en plutócratas de nuevo cuño, tienden a perpetuarse en las listas y se les ve muy proclives a acabar con quienes disienten; además de generar en su entorno el ambiente propicio para las corruptelas. Todo mediante el secuestro más que aparente de la soberanía popular y valiéndose del apoderamiento del partido que domina, de su notable falta de escrúpulos políticos y de un autoritarismo directamente proporcional al grado de caciquismo histórico que haya padecido cada comunidad

Llegado a este punto, la única forma de protesta que queda al electorado indefenso frente a la partitocracia es la abstención. Pero, ya ven, cuando ésta se produce no se le da valor significativo distinto de la abstracta preocupación que todos dicen sentir. No interesa admitir que obviar la abstención es antidemocrático porque implica aceptar la apariencia de mayoría de una minoría de la minoría de votantes. Para no señalar muy cerca con el dedo, Thatcher y Bush gobernaron con el 30% y ya vieron la que formaron; y en España, a pesar de la escasa afluencia a las urnas el 7-J, el resultado se utiliza como absolución. Dicen los analistas que a mayor abstención, más sobrerepresentación parlamentaria y menor legitimidad democrática. Pues, nada, ustedes mismos.

Por mucho que se tiren los trastos a la cabeza, los dos grandes partidos (todos, en realidad) comparten lo fundamental: consideran la abstención “preocupante”, para que no digan, pero no les interesa tenerla en cuenta ni profundizar en su análisis porque hacerlo les llevaría a cuestionarse a sí mismos y poner en solfa a la partitocracia mandante, que, para más inri, tira hacia el bipartidismo.

En un rápido diagnóstico, la democracia española es representativa sin pasarse. Se supone que sus cámaras parlamentarias reproducen proporcionalmente el espectro político del país. Pero el hecho es que se accede a ellas sólo a través de listas cerradas que los partidos deciden y controlan. Para un diputado el partido es todo: le proporciona los medios para ganar y en correspondencia vota o adopta actitudes de acuerdo con las órdenes que le dan para que no se le excluya la vez siguiente y le permita escalar. No se siente comprometido por las promesas a unos electores con los que no mantiene contactos y que son casi una entelequia a la que se le imponen unos nombres cada cuatro años; sin posibilidad de opción. Estos electores no disponen de mecanismos que les permitan participar en el control y en la toma de decisiones. En el caso canario, aunque no sólo en el caso canario, habrán visto iniciativas legislativas populares que ni siquiera fueron admitidas a trámite. La limitada representatividad de las cámaras no es capaz de digerir ni un simulacro. Nada pasaría si, en lugar de gastar tanto en las convocatorias de plenos y de sesiones de trabajo, lo decidieran todo los portavoces de cada grupo en la cafetería sin necesidad de molestar a nadie.