Espacio de opinión de Canarias Ahora
Verano, 1989
Ya estás en esa edad en que, de repente, descubres que la fiesta se está vaciando. Las mejores cabezas de nuestra generación -que diría Ginsberg- han empezado a irse a la francesa. Como cuando en la noche del Gas no cabe un alma y, un parpadeo después, se han encendido las luces para decirte que también tú apures la copa y vayas saliendo a la relentada. Todas las noches podrían ser esa, todos los veranos podrían ser el de 1989, en que conocí a Martín Rivero.
Aquel verano fue una segunda primavera para la prensa. La primera había sido 1976, con el nacimiento de El País. Nos cogió con la Nocilla, qué merendilla, pintándonos los bigotes delante de Epi y Blas. Pasamos aquel verano echando currículos a todo lo que se movía. Se gestaban El Mundo y El Sol, como en una cosmogonía. Creo que acababa de salir El Independiente. Siempre había un amigo de un amigo de un amigo que conocía a quien decidía. La meritocracia en el periodismo suele medirse por la eficiencia con que recorres los famosos seis pasos de separación entre la cola del paro y el inaccesible despacho de quien tiene el súper-poder de sacarte de ella.
Nuestros padres querían que acabásemos la carrera, pero nosotros solo queríamos subir a todas las guaguas que estaban a punto de salir. Como a Clarise en El silencio de los corderos, solo una generación nos separa del hambre. Nuestros viejos de verdad creyeron que tener un título en la pared era un buen plan, mejor que abrir una cartilla en la Caja de Ahorros o criar un cochino en la bañera. Se deslomaron a trabajar, aunque fuera para pagarnos la perreta de la carrera de periodismo, que es como criar al cochino y que se te muera de fiebre porcina, y no sirva ni para darle gusto al puchero, y encima, tengas que ir al Baño Barato a cambiar la bañera por un plato ducha. Pobres papis y mamis. Creo que en todo momento supieron la cruda verdad, que nunca llegaríamos a ser pianistas en un tugurio, pero fingieron que sonaba bien, y nos quisieron de todos modos como a niños con capacidades especiales.
Cuando conocí en el verano de 1989 a Martín Rivero, él iba a dirigir La Gaceta de Canarias, junto a su hermano Carmelo. Eran las dos mitades de Carmelo Martín, el heterónimo que habían creado para firmar la corresponsalía de El País, tan inseparables como el Dionisos y el Apolo de la mitología griega. Yo no los distinguía hablando por teléfono, pero aprendí a reconocer cuándo hablaba el lado dionisiaco y cuándo, el apolíneo de la escisión. Martín era Dionisos, el caos creativo y la celebración de los sentidos. A Carmelo lo recuerdo como el triunfo apolíneo del método y la voluntad. Martín era pura visión, al modo en que Artaud y los demás poetas surrealistas entendieron la visión, como subversión y como videncia a la vez. Por separado, ya eran hiperactivos, pero cuando se pasaban el teléfono el uno al otro para pedirte a dos voces un tema, proponerte un enfoque o, simplemente, para echarte la bronca o felicitarte, era como si el director de tu periódico desayunara anfetaminas cada mañana antes de la reunión de Primera. Siempre me intrigó cómo sería un día cualquiera de Carmelo y Martín en la oficina, dentro de aquel despacho compartido de la redacción de La Gaceta, un edificio que era un barco blanco y varado en Taco, a mitad de camino entre Santa Cruz y La Laguna. Sospecho que había un camastro, y que se turnaban para llamar por teléfono hasta que se lo cogías.
Como corresponsales de El País, Carmelo y Martín formaban un tándem que valía por una delegación entera del periódico, en una época en que la información de Canarias en El País, sin constituir una edición propia, como la de Cataluña, podía competir con los diarios locales. Martín y su hermano Carmelo prolongaron una época dorada de los corresponsales de prensa en Canarias. La institución de la corresponsalía, ejercida por los mejores periodistas, permitió sortear los mecanismos de censura y auto-censura que los poderes fácticos podían imponer a los periódicos locales. Daría para otro comentario la contribución a la libertad de prensa de corresponsales legendarios en tiempos peligrosos, como Herminia Fajardo y José Carlos Mauricio, en la Delegación de El Día en Las Palmas de Gran Canaria, como Diego Talavera, el primer corresponsal de El País en Canarias, o como sus sucesores Dolores Campos-Herrero, Cristóbal D. Peñate y Teresa Cárdenes, una tradición que Martín Rivero y su hermano recibieron y actualizaron en su etapa de corresponsales.
Cuando empecé a trabajar en La Gaceta de Canarias, Carmelo Martín era una leyenda del oficio para mí, pero solo descubrí que eran dos cuando lo tuve de director bicéfalo del periódico. Quien más, quien menos, había oído hablar ese verano de 1989 del ilusionante proyecto que estaba gestándose en Tenerife, impulsado por un grupo de profesionales progresistas e ilustrados, la mayoría de La Laguna, pero también de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria. El capital social estaba repartido en pequeñas participaciones de arquitectos, ingenieros, abogados, economistas y periodistas. No había ningún poder fáctico tutelándolos; que supiéramos, claro: éramos solo unos pibes recién salidos del cascarón, ¿qué podíamos saber la vida y de sus poderes fácticos? Su visión era la de un periódico regional, sensible a la doble capitalidad, bien escrito, heredero de la Ilustración y del espíritu de La Laguna como capital histórica y como lugar de encuentro de canarios de todas las islas en su universidad. Un periódico en el que Cultura dejaría de ser una sección de relleno para convertirse en una de sus señas de identidad. Un diario que superaría al fin el pleito insular, modulando una voz propia, culta, progresista y cosmopolita de Canarias con la que hablarle a España y a Europa en pie de igualdad con una tradición de grandes diarios regionales y a la vez europeos, como La Vanguardia, El Correo o La Nueva España. Herminia Fajardo iba a ser su directora, con Pepe Alemán como director adjunto. Dos maestros de la generación anterior. ¿Quién no querría unirse a ellos? Finalmente, fueron Martín y Carmelo Rivero quienes asumieron la responsabilidad de lanzar el periódico. De repente, la generación siguiente iba a dirigir un diario por primera vez en las Islas.
¿Qué ocurrió para ese brusco cambio de planes? Ojalá lo cuenten algún día sus protagonistas. Siempre me he preguntado por qué hay tan poca literatura memorialística en Canarias. Lo que daría por leer el recuento de los protagonistas de mi tiempo. No les pediría que fuesen sinceros. Escribir unas memorias sinceras es una ordinariez. Unas buenas memorias no tienen nada que ver con la sinceridad, como demuestra Nabokov en las suyas, de título insuperable, Habla, memoria. Porque de eso se trata, de que hable ella, embaucadora Sherezade que burla a la muerte engarzando historias como cuentas en un collar de tiempo.
No sé lo que pasó en ese verano de 1989, para que todo acabase encajando. Martín Rivero tenía 33 o 34 años cuando lideró junto a Carmelo Rivero el lanzamiento de La Gaceta. Quizá porque era tan joven, Martín se creyó lo de que sería un periódico regional, o no sería. Nunca, como cuando Martín y Carmelo Rivero lo dirigieron, hubo un diario de una capital que tuviera en la otra una delegación como la que La Gaceta tuvo en Las Palmas de Gran Canaria. Su jefe de redacción era Manuel Vidal. Él nos reunió a Marta Cantero, Flora Marimón, Dolores Campos-Herrero, Jesús Montesdeoca, Rafa Avero y a mí para hacer periodismo juntos. La redacción estaba en la segunda planta de una casa antigua con suelo de madera de la calle Buenos Aires. Nuestros vecinos de abajo eran arquitectos y el de enfrente era el escultor Leopoldo Emperador, a quien admiraba desde la exposición Frontera Sur. Observaban con curiosidad de entomólogos nuestro constante ir y venir, de la calle al teclado del ordenador. Martín y Carmelo llamaban a todas horas, como si fuéramos uno más remando en el barco varado de La Cuesta. Era una redacción extraordinaria, con jóvenes como Alfonso González Jerez, Concha de Ganzo, Víctor Álamo de la Rosa o Candelaria Delgado firmando sus primeras páginas en el periodismo. Había correctores, de cuando era imperdonable publicar con faltas de ortografía y respetábamos a los correctores como se respetaba a los maestros en el colegio, porque habían leído más que nosotros y sabían más que nosotros, y escaneaban nuestros artículos con una escéptica indulgencia, no exenta de ternura, como la de Píndaro al cantarle al héroe olímpico: “Sabio aquel que sabe que la gloria es efímera”. Para tener 30 y pocos, Martín Rivero ya sabía rodearse de talento, tratar bien a los correctores y pasar por la trituradora de papel eso supuestamente tan bueno que habías publicado ayer. Solo los más sabios llegan a conocer estos preceptos indispensables para hacer un periódico. Lleva toda una vida aprender esas tres sencillas reglas, pero Martín y Carmelo las trajeron sabidas de casa, cuando se pusieron en la gavia y el timón de La Gaceta, y nos las transmitieron, desde La Laguna a Las Palmas, a golpe de telefonazos espídicos como órdenes de agentes de bolsa. No sé si Carmelo y Martín llegaron a firmar artículos en La Gaceta. Creo que eran de la escuela de El País, en la que muy rara vez el director firma un artículo. Lo que sí sé es que eran unos editores maravillosos. Podías escribir una mierda de artículo y marcharte a casa muy tranquilo, sabiendo que en sus manos, la oruga peluda se transformaría en una resplandeciente mariposa. Nunca he conocido a unos editores tan cuidadosos con los detalles del trabajo de los demás como los hermanos Rivero de La Gaceta, aparte de José Manuel Vargas en su etapa como redactor jefe de la sección de Sociedad de La Provincia. Daba gusto ojear el periódico cuando ellos estuvieron mimándolo. Siempre he creído que editar con esmero es, básicamente, una forma de generosidad y de respeto. Martín Rivero, al igual que Carmelo, era esencialmente un editor generoso con sus compañeros de la redacción.
Rafa Avero se había agenciado un cuarto de revelado en la cocina, cuando las fotos todavía se cocinaban a oscuras. Era ya una leyenda del periodismo, pero sus mejores portadas, algunas de ellas para el New York Times y El País, estaban aún por llegar. Un día lo pasamos en el sur, haciendo un reportaje. No recuerdo de qué iba, solo que Martín nos había llamado por la mañana y era algo gordo que debía estar listo ese mismo día, antes de cerrar la edición. Nos lo tomábamos todo así, con calma, y nos costaba muchas broncas de Martín y de Carmelo, que abroncaban a dos voces y eran temibles, pero al día siguiente, Martín nos volvía a llamar con una idea aún más gorda. No soy capaz de recordar un solo artículo de los que escribí para La Gaceta. Probablemente, nadie los leía, pero nunca más he vuelto a divertirme tanto haciendo lo que más me gustaba hacer. Nunca, como en ese otoño que siguió al verano de 1989, he vuelto a tener la sensación de estar con los mejores. Con todos a la vez, en un mismo lugar. Han encendido las luces en el Gas. Ya no suena Happy when it rains de los Jesus and Mary Chain (“y lo intentamos tanto / y brillábamos tanto / y vivíamos nuestras vidas en negro”). Estás justo en esa edad en la que la fiesta empieza a decaer. ¿Dónde han ido todos? Manuel Padorno jugaba al billar hasta hace un rato. A Paco Cansino lo acabo de ver en el futbolín. Dolores Campos-Herrero me hablaba hasta hace nada de Joan Perucho. José Manuel Vargas me contaba justo ahora cómo escribir una columna perfecta. No sé si Martín Rivero me recordaría como una parte de ese verano. Seguramente, no, porque me eché a perder, pero, he pensado que si soy capaz de dejar en alguien a quien no recuerdo la impronta que Martín Rivero dejó en mí, esta fiesta habrá valido la pena.
Ya estás en esa edad en que, de repente, descubres que la fiesta se está vaciando. Las mejores cabezas de nuestra generación -que diría Ginsberg- han empezado a irse a la francesa. Como cuando en la noche del Gas no cabe un alma y, un parpadeo después, se han encendido las luces para decirte que también tú apures la copa y vayas saliendo a la relentada. Todas las noches podrían ser esa, todos los veranos podrían ser el de 1989, en que conocí a Martín Rivero.
Aquel verano fue una segunda primavera para la prensa. La primera había sido 1976, con el nacimiento de El País. Nos cogió con la Nocilla, qué merendilla, pintándonos los bigotes delante de Epi y Blas. Pasamos aquel verano echando currículos a todo lo que se movía. Se gestaban El Mundo y El Sol, como en una cosmogonía. Creo que acababa de salir El Independiente. Siempre había un amigo de un amigo de un amigo que conocía a quien decidía. La meritocracia en el periodismo suele medirse por la eficiencia con que recorres los famosos seis pasos de separación entre la cola del paro y el inaccesible despacho de quien tiene el súper-poder de sacarte de ella.