Espacio de opinión de Canarias Ahora
El Victory: el sarcófago de Nelson
Para disfrutar de un magnífico viaje en el tiempo, en ocasiones, basta con subirse a un tren. No son necesarios agujeros de gusano ni anacronópetes, como el de la novela de Enrique Gaspar que, para su desgracia, no gozó de la misma acogida que los lectores dispensaron a la Fortunata y Jacinta de Galdós, en 1887.
El pasado puede estar doblando la esquina, bajo nuestros pies o a una hora y media en tren.
Hace unas semanas, de viaje en Londres, cruzando Trafalgar Square, no pude evitar detenerme, como siempre, ante la columna de Horacio Nelson. Mil veces mentado y del que está casi todo dicho... pero no casi todo visto.
Pocos de los centenares de turistas que convierten Trafalgar Square en uno de los puntos más visitados de Londres conocen otro lugar, menos concurrido pero igual de imponente, que abre las puertas de la Historia de par en par.
Con ganas de cambiar mi percepción de este marino, del que nadie me ha contado nada nuevo en años, me subí a un tren con destino al pasado que, en este caso, estaba a hora y media desde la estación de Waterloo. En el sur, en Portsmouth. La ciudad portuaria que acoge la mayor base naval británica y en cuyo entorno se levanta un museo marítimo desconocido para mí hasta entonces, salvo por el hecho de que allí “descansa” el HMS Victory, el navío de Nelson en la infausta batalla de Trafalgar.
Caminando por la zona portuaria, tratando de ubicarme, la atención y la mirada se detuvieron durante unos minutos en un portaviones enorme, el HMS Queen Elisabeth, que estaba en parada técnica. El presente cara a cara con un navío botado en 1765. De inmediato, reparé en mi objetivo: el HMS Victory, en dique seco.
El barco no es pequeño. De hecho parece, más bien, un tanque acorazado lleno de cañones dispuestos para la guerra. Al bajar al dique de carena, advertí que el exterior del casco aún tiene la chapa de cobre que lo protegía de los crustáceos y que le aportaba mayor velocidad. Un adelanto técnico que cogió por sorpresa a los buques españoles.
Durante siglos estos barcos dominaron los mares y observándolo de cerca se aprecia la gran cantidad de madera necesaria para construirlos. La Royal Navy devoró bosques enteros de los países nórdicos y del Canadá para mantener una flota cercana a los 500 navíos.
La entrada al Victory sorprende.... e incomoda, si eres demasiado alto. La escasa altura de las cubiertas interiores no estaba pensada para marinos -ni mucho menos, para turistas del futuro- de más de 1,80... Parecía más un sumarino que un barco. Imaginé por un instante los gritos de los tripulantes hacinados dentro de aquel ataúd con velas del que muchos jamás saldrían.
Me sentí como un gigante dentro de una carcasa diseñada para gente menuda. En las escaleras, no había un solo peldaño de más de 10 cm., así que me mantuve concentrado para no caer rodando.
Tras palpar los cañones -imaginando el ruido atronador que debían soportar los marinos cuando los disparaban-, caminé hacia la popa en busca del camarote de Nelson. Un lugar con pocos muebles. Todos anclados, para resistir a los vaivenes del océano.
Nelson, por la dimensión de su camastro y por lo que he leído, debía ser un hombre enjuto, menudo, que ganaba “rotundidad” con una personalidad arrolladora y una forma de encarar las batallas inédita en su tiempo. Solía entrar a cuchillo por el medio, dividiendo a la flota oponente para desarmar su línea de combate. Era una táctica muy revoltosa que dejaba a españoles y franceses completamente descolocados.
Desde el Victory, lideró su última batalla en el cabo de Trafalgar donde fue abatido por un francotirador francés del navío Reudotable. La bala le entró por su hombro izquierdo atravesando su columna vertebral en la sexta y séptima vértebras torácicas, y se alojó 5 cm. por debajo de su omoplato derecho, en los músculos de la espalda.
Desangrándose, fue trasladado a una cubierta inferior por el sargento mayor de infantería de marina Robert Adair y dos marineros. Nelson murió a las cuatro y media, tres horas después de que le dispararan, sabiendo que la batalla estaba ganada.
Cuando, al fin, puse el pie en el muelle, no pude evitar recorrer de nuevo con la mirada el inmenso portaviones, y pensar lo lejos que para las tripulaciones actuales quedan, por fortuna, las penurias del Victory... que dicho sea de paso, era uno de los mejor dotados de la Royal Navy.
A media tarde, dejé a Nelson y a sus hombres en paz, y me volví a Londres pensando que no hay mejor libro que tocar la historia por uno mismo. Y por supuesto, transmitirla.
Para disfrutar de un magnífico viaje en el tiempo, en ocasiones, basta con subirse a un tren. No son necesarios agujeros de gusano ni anacronópetes, como el de la novela de Enrique Gaspar que, para su desgracia, no gozó de la misma acogida que los lectores dispensaron a la Fortunata y Jacinta de Galdós, en 1887.
El pasado puede estar doblando la esquina, bajo nuestros pies o a una hora y media en tren.