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Quiquiriquí en el Quitapenas

La popularidad precede al diputado Miguel Cabrera Pérez-Dos Machos. Se la ha ganado a pulso gracias al delicado arte que tiene el nuevo portavoz del PP para retractarse, pedir disculpas y terminar insultando de nuevo a la víctima de sus horrorosos versos parlamentarios. Hace unos pocos días, en Santa Cruz de La Palma, Pérez-Dos Machos se quedó helado cuando un personaje muy popular de esa ciudad se tropezó con él en un bar que no podía tener un nombre más adecuado, el Quitapenas. Allí estaba nuestro diputado revelación tomando un aperitivo con varias personas cuando hizo entrada en el establecimiento un tocayo suyo conocido cariñosamente por los palmeros como Miguelito. Tras mirarlo varias veces de arriba a abajo, cerciorarse de la identidad del interfecto, rememorar seguramente sus apasionadas diatribas parlamentarias sobre las peleas de gallos y sus recientes aportaciones a la teoría patriarcal de la autoridad dentro del gallinero, le espetó un sonoro y chirriante “¡quiquiriquí!” que retumbó en todo el bar y dejó a todos boquiabiertos. Acto seguido, Miguelito se mandó a mudar.

La popularidad precede al diputado Miguel Cabrera Pérez-Dos Machos. Se la ha ganado a pulso gracias al delicado arte que tiene el nuevo portavoz del PP para retractarse, pedir disculpas y terminar insultando de nuevo a la víctima de sus horrorosos versos parlamentarios. Hace unos pocos días, en Santa Cruz de La Palma, Pérez-Dos Machos se quedó helado cuando un personaje muy popular de esa ciudad se tropezó con él en un bar que no podía tener un nombre más adecuado, el Quitapenas. Allí estaba nuestro diputado revelación tomando un aperitivo con varias personas cuando hizo entrada en el establecimiento un tocayo suyo conocido cariñosamente por los palmeros como Miguelito. Tras mirarlo varias veces de arriba a abajo, cerciorarse de la identidad del interfecto, rememorar seguramente sus apasionadas diatribas parlamentarias sobre las peleas de gallos y sus recientes aportaciones a la teoría patriarcal de la autoridad dentro del gallinero, le espetó un sonoro y chirriante “¡quiquiriquí!” que retumbó en todo el bar y dejó a todos boquiabiertos. Acto seguido, Miguelito se mandó a mudar.