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Un vicepresidente con descuento del 75%

Esto va más allá del principio de Peter. No se trata de personas que hayan mostrado un desempeño correcto de sus funciones y que, al ser ascendidas, alcanzan su máximo nivel de incompetencia. Eso en política ni siquiera es lo más frecuente. Lo frecuente, para desgracia de los administrados, es que al frente de altas responsabilidades de lo público se coloque a personas que tan solo atesoran el mérito de la militancia y, lo que es peor, el plus de la cuota, lo que en ocasiones los convierte en inamovibles. Estos días estamos presenciando en una parte de Canarias (la otra ni se entera) una campaña de potenciación de prestigio y refuerzo reputacional de un consejero del Gobierno, Pedro Ortega, por el simple amago del Partido Popular de reclamar para sí el departamento que ostenta, la rumbosa Consejería de Economía, Industria, Comercio, Conocimiento y Dos Piedras. Un consejero en el que se ha apoyado de manera constante y ostensible el presidente Fernando Clavijo y que ahora parece precisar de manera indisimulada del respaldo de las organizaciones empresariales de su isla natal, Gran Canaria. Es una campaña de reputación que coincide, vaya usted a decir algo de las coincidencias, con la decisión de un magistrado de Las Palmas de Gran Canaria de abrir diligencias penales a él y a dos de sus más altos cargos en Industria por un asuntillo nada agradable relacionado con un campo de vientos en el municipio de Agüimes en los que los técnicos han ido por un lado y los políticos por el suyo de ellos y olé.

Pero no es precisamente Pedro Ortega un caso de éxito del principio de Peter. A él habrá que reconocerle siempre, en primer lugar, que tiene reinserción social en el mundo de la empresa, y segundo, que se ha batido el cobre en dos asuntos que -a los ojos de sus defensores- han salido bien: la negociación del nuevo Régimen Económico y Fiscal de Canarias (REF) y el desbloqueo de los parques eólicos, uno de los expedientes más oscuros y obscenos que recibimos los canarios como herencia de ese ministro impagable (que no impagado) de nombre José Manuel Soria.

Mientras todo el mundo en los corrillos políticos habla de Pedro Ortega y del otro empresario metido a consejero, el sanitario José Manuel Baltar, nadie parece prestarle atención a la más rutilante estrella que luce en todo su esplendor en la cúspide de este Gobierno. Nadie repara en ese vicepresidente que va camino de ocupar un altar paralelo al que en su día nos vimos en la obligación de elevar a la consejera de Turismo Rita Martín, colocada en tan insigne responsabilidad por el ya citado irresponsable de nombre José Manuel Soria.

Rita Martín y Pablo Rodríguez rompen en mil pedazos el principio del principio de Peter, es decir, la primera parte de su enunciado. Porque ninguno de los dos provenía antes de su sublimación de ningún desempeño brillante al frente de sus respectivos cargos públicos cuando, de repente, los vimos enfrentándose a puestos de mayor responsabilidad donde mostraron su máximo nivel de incompetencia. Ya venían marcados con ese sello de la inanidad y lo único que hizo la una y está haciendo el otro es demostrar que a ellos les es de aplicación el adagio de “lo que natura non da, Salamanca non presta”, y aquel otro más popular de “Dios le da sombrero al que no tiene cabeza” . O lo que es lo mismo, ni la cuota de Lanzarote de la que disfrutó Rita Martín, ni la de la deprimida Gran Canaria de la que se aprovecha Pablo Rodríguez, otorgan méritos ni capacidades para justificar estos deplorables nombramientos.

En Rita Martín no nos deberíamos entretener más de lo que ya hicimos durante los años funestos de su paso por el Gobierno, con aquellas caprichosas y calamitosas campañas de promoción turística que hoy serían pasto de la Fiscalía Anticorrupción. Ahora nos debería preocupar el vicepresidente Pablo Rodríguez, dedicado en cuerpo y alma (sin eufemismos, conste) a promocionarse personal y políticamente para poder renovar en ese o en el próximo cargo vacante que le pueda corresponder por ser de la devaluada Coalición Canaria de Gran Canaria y por necesitar de la actividad política para sobrevivir.

Su última aportación al catálogo de indecencias políticas que está rellenando todos los días ha sido su presunta gestión del nuevo descuento para residentes en las tarifas de transporte aéreo y marítimo. Es conveniente fijar, antes de continuar, que Canarias no tiene puñetera competencia en tal materia, que tanto los precios de esos servicios como los descuentos son asuntos que corresponden al Gobierno de España. Y, acto seguido, es pertinente recordar que no es a Coalición Canaria a quien debe atribuirse el incremento hasta el 75% de esos descuentos, que desde las cero horas de este jueves ya disfrutan también los residentes en Baleares, Ceuta y Melilla.

Ese logro hay que anotárselo, guste o no guste en Coalición Canaria, a Nueva Canarias, como así se encargó de hacerlo en la tarde de este miércoles la compañía Binter, que con un nada inocente comunicado echó por tierra toda una semana de agenda florida, de fotos y de audios, de comunicados y de fuegos artificiales desplegados sin decoro por el vicepresidente Pablo Rodríguez.

Tenemos contabilizados en tan solo dos días, justo los previos a la entrada en vigor de los Presupuestos Generales del Estado y, por consiguiente, de esos descuentos, cinco comunicados de prensa del gabinete de Pablo Rodríguez y un viaje a Madrid del susodicho. Su furor por ser la novia en la boda, el muerto en el entierro y el niño en el bautizo le conduce a situaciones grotescas, como anunciar urbi et orbi que “el programa Amadeus ya está preparado para la entrada en funcionamiento del descuento del 75%”, como si él fuera el jefe de los programadores de un programa que es, para más inri, de propiedad privada. Su atrevimiento le ha llevado a poner negro sobre blanco incluso el precio de los billetes (seis euros para los trayectos marítimos) y a lanzar un estúpido audio para anunciar que la noche del jueves entraría en vigor lo anunciado por el BOE, como ya sabían todos los canarios que leen periódicos y escuchan la radio.

Pablo Rodríguez protagoniza en estos momentos los episodios más ridículos de la política autonómica, y lo hace por vocación y por inducción. En la primera causa debemos incluir sus propias necesidades personales, camufladas como políticas. Necesita de esa actividad para vivir. Le debe su supervivencia personal a Coalición Canaria y en ese secuestro es y será capaz de las más vergonzosas entregas. Y de esa primera causa deviene la segunda, la inducción. ATI, la rama tinerfeña de Coalición Canaria, debe haberle inducido a este bochorno porque, de tratarse de un logro de ese partido, ¿permitirían Ana Oramas, Fernando Clavijo, Carlos Alonso o Rosa Dávila que un mindundi de Las Palmas se apropiara del mérito del descuento del 75% a los residentes archipielágicos? Boberías, las mínimas. Lo mandaron a hacer el tolete y ahora mismo deben estar todos descangallándose de la risa.

La debacle de Coalición Canaria en Gran Canaria parece imparable, y que hayan tenido que poner a Pablo Rodríguez a su frente no es más que la confirmación de que ese partido tiene próxima su fecha de caducidad. Las viejas glorias -incluido el muy clavijista Fernando Bañolas, que arrasó con medio partido con tal de elevar al actual presidente a la cúspide- ya no saben dónde esconderse. Se mofan hasta de la reciente elección del Comité Local de Las Palmas de Gran Canaria, donde por no haber no había ni militantes a los que invitar al convite, lo que derivó al final en que el nuevo órgano lo compusiera una ristra de estómagos agradecidos, todos y todas ellos y ellas enchufados en puestos gubernamentales, que pusieron al frente de la organización en la principal ciudad del Archipiélago al jefe de Gabinete del excelentísimo señor vicepresidente para que no quedara ninguna duda de que es el poder el que los une y que será la pérdida del poder lo que los hunda.

Esto va más allá del principio de Peter. No se trata de personas que hayan mostrado un desempeño correcto de sus funciones y que, al ser ascendidas, alcanzan su máximo nivel de incompetencia. Eso en política ni siquiera es lo más frecuente. Lo frecuente, para desgracia de los administrados, es que al frente de altas responsabilidades de lo público se coloque a personas que tan solo atesoran el mérito de la militancia y, lo que es peor, el plus de la cuota, lo que en ocasiones los convierte en inamovibles. Estos días estamos presenciando en una parte de Canarias (la otra ni se entera) una campaña de potenciación de prestigio y refuerzo reputacional de un consejero del Gobierno, Pedro Ortega, por el simple amago del Partido Popular de reclamar para sí el departamento que ostenta, la rumbosa Consejería de Economía, Industria, Comercio, Conocimiento y Dos Piedras. Un consejero en el que se ha apoyado de manera constante y ostensible el presidente Fernando Clavijo y que ahora parece precisar de manera indisimulada del respaldo de las organizaciones empresariales de su isla natal, Gran Canaria. Es una campaña de reputación que coincide, vaya usted a decir algo de las coincidencias, con la decisión de un magistrado de Las Palmas de Gran Canaria de abrir diligencias penales a él y a dos de sus más altos cargos en Industria por un asuntillo nada agradable relacionado con un campo de vientos en el municipio de Agüimes en los que los técnicos han ido por un lado y los políticos por el suyo de ellos y olé.

Pero no es precisamente Pedro Ortega un caso de éxito del principio de Peter. A él habrá que reconocerle siempre, en primer lugar, que tiene reinserción social en el mundo de la empresa, y segundo, que se ha batido el cobre en dos asuntos que -a los ojos de sus defensores- han salido bien: la negociación del nuevo Régimen Económico y Fiscal de Canarias (REF) y el desbloqueo de los parques eólicos, uno de los expedientes más oscuros y obscenos que recibimos los canarios como herencia de ese ministro impagable (que no impagado) de nombre José Manuel Soria.