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Zapato en mano pidiendo una dimisión

Ser presidente de la República Federal Alemana solamente requiere saber pronunciar un discurso, representar dignamente al país y no meter la pata, es decir, ser honrado, como seguramente lo son el 99% de los alemanes. El que no reuna esos requisitos no puede optar a ese cargo de relumbrón, equivalente al de monarca sin poder ejecutivo, y si en medio de un mandato se descubre que en realidad el elegido es un farsante, ha de dimitir de inmediato. Lo acaba de hacer con gran conmoción en toda la república Christian Wulff, un democristiano en el que la canciller Angela Merkel tenía depositadas todas sus esperanzas como delfín. Wulff no ha esperado por la apertura de un proceso judicial, y por tanto, no ha aplicado la doctrina hispana de la sentencia firme tras años y años de alambicadas e imprevisibles investigaciones judiciales. Ha bastado para abandonar la constatación de que su comportamiento no ha sido honroso y que engañó repetidas veces a sus conciudadanos. Se lo venían reclamando a las puertas del palacio oficial que hasta ahora ocupaba decenas de alemanes zapato en mano, muy al estilo de las ofensas musulmanas, una cultura muy presente en el país hasta el punto de que una referencia de Wulff sobre la pertenencia del Islam a Alemania levantó recientemente una polvareda. Si se aplicara la doctrina Wulff sobre dimisiones, en España unos cuantos políticos se atragantarían pensando en tantos zapatos a las puertas de su casa. El ex presidente ha protagonizado episodios que podrían ser constitutivos de delito, pero en su discurso de dimisión se ha referido a algo de momento impensable en estos lares: “cometer errores” que, aún no siendo delictivos, minan la confianza de los ciudadanos en su comportamiento como representante público.

Ser presidente de la República Federal Alemana solamente requiere saber pronunciar un discurso, representar dignamente al país y no meter la pata, es decir, ser honrado, como seguramente lo son el 99% de los alemanes. El que no reuna esos requisitos no puede optar a ese cargo de relumbrón, equivalente al de monarca sin poder ejecutivo, y si en medio de un mandato se descubre que en realidad el elegido es un farsante, ha de dimitir de inmediato. Lo acaba de hacer con gran conmoción en toda la república Christian Wulff, un democristiano en el que la canciller Angela Merkel tenía depositadas todas sus esperanzas como delfín. Wulff no ha esperado por la apertura de un proceso judicial, y por tanto, no ha aplicado la doctrina hispana de la sentencia firme tras años y años de alambicadas e imprevisibles investigaciones judiciales. Ha bastado para abandonar la constatación de que su comportamiento no ha sido honroso y que engañó repetidas veces a sus conciudadanos. Se lo venían reclamando a las puertas del palacio oficial que hasta ahora ocupaba decenas de alemanes zapato en mano, muy al estilo de las ofensas musulmanas, una cultura muy presente en el país hasta el punto de que una referencia de Wulff sobre la pertenencia del Islam a Alemania levantó recientemente una polvareda. Si se aplicara la doctrina Wulff sobre dimisiones, en España unos cuantos políticos se atragantarían pensando en tantos zapatos a las puertas de su casa. El ex presidente ha protagonizado episodios que podrían ser constitutivos de delito, pero en su discurso de dimisión se ha referido a algo de momento impensable en estos lares: “cometer errores” que, aún no siendo delictivos, minan la confianza de los ciudadanos en su comportamiento como representante público.