Alexis Ravelo, un galdosiano en la novela negra

Aunque no pertenecemos a la misma generación ?algún día coincidiremos, pues él viene lanzado- la conexión con Alexis Ravelo es inmediata. Viste de cuarentón que sabe de literatura (¡vaya si sabe!). Y en el género preciso de la novela negra (aunque él defiende que no es un género, sino un elemento vivo para entrar en todos los temas que ocupan al hombre) domina no ya las estructuras narrativas sino, además, la amplitud geográfica de la misma. En efecto: conoce tanto la novela de Vázquez Montalbán (aunque lo descubrió hace cuatro años) como la de Márkaris (Con el agua al cuello), y sabe de la extranjera del Norte de Europa, y mantiene que Malraux, Gide, Camus, y el mismo Cernuda, Luis, fueron conscientes de su oportunidad para analizar ?y denunciar- los asuntos existenciales que ocupan al hombre.

Y no se arredró ?ni fantasmea o inventa, lo cual es de agradecer- cuando aproveché los diez segundos que -¡al fin!- necesitó para respirar y le comenté que La verdad sobre el caso Savolta (1975, novela de Eduardo Mendoza y obligatoria cuando los estudios preuniversitarios respondían a su nombre) puede ser novela negra en cuanto que no solo hay organizada trama argumental y técnica, muertos, investigaciones, sino que, además, denuncia el caos social de aquella Cataluña que tanto enriqueció a la burguesía fabricando armas para los mejores postores, alemanes o aliados, en la I Guerra.

Porque este tipo de novela (insiste en la reivindicación de género mayor) es novela social, es decir, no solo hay una trama argumental con asesinato, asesino, alguien ajeno a la policía que investiga y descubre al malo, sino que aprovecha para entrar en lugares reales en los que se atenta contra la dignidad humana, contra las elementales condiciones que diferencian al hombre de los otros animales. Por eso Alexis Ravelo denuncia situaciones que deben corregirse, impropias de una sociedad civilizada, ajenas a aquello de que el ser humano es lo más importante. Y sus personajes aparentemente se pierden en digresiones, aunque no detienen el hilo argumental por el simple hecho de hablar sin propósito para dispersarse. Esa divagación ?más bien se trata de fotografías de una realidad que no le gusta- puede a veces ser más importante que la propia trama de la investigación o de la acción.

Habla con seguridad y firmeza cuando explica por qué no puede abandonar la realidad circundante en sus novelas, qué le lleva a forzar al lector a que medite ante situaciones de injusticias sociales que están ahí, a la vista, y que incluso hasta habrán contribuido a formar a su protagonista: el hombre está solo, ya no tiene a Dios que le sirva como consuelo, ni queda esperanza de la otra vida que relaje la tensión emocional, no. El hombre, ya lo dijo Sartre, está condenado a la vida, el Infierno es el trato con los demás. Y cuando nombra al filósofo francés ?va por su cuarto cigarrillo en esta caminata por la literatura, dos horas- uno tiene la sensación (más: la convicción) de que en él hay una gran parte de su concepción del mundo.

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