No he sido un gran lector de la obra de Santiago Gil, sin que se deba presuponer que esta circunstancia obedece a desdén alguno. No lo he sido porque me he despistado con otros escritores y otros títulos. Tampoco lo he sido de Luis Feria y sí, en cambio, de Manuel Padorno. Le he hecho menos caso a Tomás Morales porque me he entretenido más con Alonso Quesada; y, entre teldenses, antes sujeto a Fernando González que a Saulo Torón, sin que sea admisible cuestionar mi adhesión al autor de Las monedas de cobre (1919), El caracol encantado (1926) o Canciones de la orilla (1932).
Me han seducido más Pedro Lezcano que los Millares Sall, Agustín y José María; y Josefina de la Torre o Alicia Llarena que Dolores Campos-Herrero o Cecilia Domínguez. Más apetecible me resulta el cobijo de Jorge Rodríguez Padrón que el de Domingo Pérez Minik; y busco primero los techos de Juan José Mendoza o Sabas Martín que los de Juan Cruz o J. J. Armas Marcelo. Me siento más afín con…, más inclinado a… Nada más. No hay fisura alguna en el casco de mis apreciaciones por donde quepa concluir animadversiones hacia los que he leído en menor cantidad a pesar de la abundancia que nos han regalado en calidad. Dentro del cupo de las narrativas canarias del veintiuno, la cabra interior que llevo tira antes por los riscos de un Álamo de la Rosa —donde continúo pastando con beatífica felicidad— que por los de Nicolás Melini, uno de los narradores más destacados que tiene la literatura de nuestra tierra en lo que llevamos de siglo (Africanos de Madrid —2017—, por ejemplo, me parece una obra indispensable); y, en clave grancanaria, antes me he amarrado al mástil de los barcos de Alexis Ravelo o José Luis Correa que a los de otros autores sin que sea razonable sostener que cuestiono el valor de los que silencio porque no es así. Al contrario, los nombrados, muchos de los intuidos y no pocos de los sugeridos, con independencia de mis despistes y adhesiones, forman parte de ese patrimonio literario canario —y, por extensión, hispánico— que hemos de cuidar y difundir. A todos debemos, digámoslo ya, sempiterna gratitud. Sigo. De la que —reconozco–, ha sido mi breve experiencia sobre la obra de Santiago Gil, conservo pasajes recurrentes de Los años baldíos (2004) y Las derrotas cotidianas (2009), y el recuerdo de un título que llevé a las aulas y que funcionó muy bien con el alumnado: El parque (2005). Mis discentes, adscritos al gremio de los no-lectores que, además, odiaban-la- lectura (porque se puede no leer, pero de ahí a despreciarla…), se bebían las páginas de nuestro autor con verdadero deleite.
Tan asombroso y delicioso fue lo vivido en el aula, que tomé la decisión de alterar la programación para acondicionarla al libro del guiense. Funcionó tan requetebién la obra en aquel grupo del Programa de Cualificación Profesional Inicial que no me atreví a repetir la actividad el curso siguiente: no quería perder el buen sabor de la experiencia. Y sí, fui egoísta, lo sé, lo reconozco: preferí conservar el grato recuerdo, el instante sublime, al intento de prolongarlo con otros educandos que, quizás, no me darían aquello que recibí de sus antecesores.
También busqué no quemarme con el conjunto de relatos: leer lo mismo de nuevo (cada vez de forma más mecánica), hacer las mismas tareas, plantear los mismos debates… podían traer consigo un hartazgo tal de la obra que, sin duda, acabaría más pronto que tarde siendo inmerecidamente aborrecida (de ahí al olvido hay un trecho muy pequeño). Hice bien. En la actualidad, continúo conservando como un gratísimo episodio de mis quehaceres docentes aquellas jornadas escolares y mi valoración tan positiva del título no ha decrecido. ¿Me preguntas si necesita ciertos retoques, arreglos y puntuales intervenciones del autor y la editorial? Sí, los necesita, pero no conlleva esta circunstancia menoscabo alguno hacia un texto que, a mi juicio, sigue teniendo mucha fuerza en lo estilístico y lo conceptual.
II
Con las credenciales que representan, por una parte, el desconocimiento grosso modo de la fecunda, heterogénea y felizmente reconocida producción literaria de Santiago Gil, y, por la otra, la reconfortante vivencia didáctica que me concedió uno de sus títulos, llega a mis manos su última obra (o penúltima, no sé, pues nos hallamos ante un escritor en estado perpetuo de creación y de publicación): Los días de Guayedra, una novela que ha visto la luz en Mercurio Editorial y cuya experiencia lectora ha merecido la pena. Mucho, mucho, mucho.
La honradez —esa pócima que concede paz a la conciencia— puja por su lugar: no es correcto afirmar que estemos ante la mejor novela de Santiago Gil porque, al no haberlas leído todas, carezco de fundamentos para establecer las preceptivas comparaciones que el rigor exige, pero sí estoy en disposición de sostener, con la necesaria firmeza que el caso requiere, que es la que nos convoca una obra extraordinaria; un ejercicio poético de primer nivel que ha traído consigo un producto merecedor de los más variados parabienes y agradecimientos. ¿Agradecimientos? Sí, agradecimientos. Cómo no dar las gracias después de haber invertido una porción de placentero y provechoso tiempo existencial en la lectura y asimilación de una pieza literaria; unas horas, las entregadas, las dedicadas con gusto a estas páginas sostenidas sobre cuatro voces, que en mi caso han venido acompañadas de unos sencillos apuntes que me complace compartir contigo porque, intuyo, han de hallarse entre algunas de mis conclusiones ciertas ideas con las que, sin duda, te habrás de sentir identificado.
III
Con el libro en mis manos, lo primero que conviene advertir es que tiene 160 páginas. Pocas para la media del género literario al que cabe adscribir el producto. Esto nos pone en aviso: la brevedad en las novelas suele ser indicativo de profundidad en los contenidos, de intensidad retórica y poética. ¿Es así? Me preguntas impaciente. Sí, es así. Te respondo a sabiendas de que debería confirmártelo más adelante, no ahora. Sigo. Por su aspecto, forma parte de la colección de narrativas extensas de Mercurio Editorial. Su fondo negro, su tipografía y la disposición de los elementos informativos y mercantiles declaran la pertenencia.
Hecho el primer tanteo, lo que procede a continuación es la puesta en práctica de lo que vienen a ser los rituales previos a la lectura. Para ello, es preceptivo partir de un convencimiento inherente a cuantas creaciones humanas se han ganado el derecho a superar las barreras del tiempo y el espacio: que lo contemplado no es la consecuencia de una carambola. No. Todo, para que tenga valor, para que pueda atribuirse a la genialidad, ha de significar algo. Nada ha de estar presente en el objeto que aspira a la perpetuidad sin una razón de ser y sin que sea el resultado de un consenso entre la inspiración, la técnica y, por supuesto, el talento. Por eso, porque cada detalle cuenta, hay que dejar que las impresiones iniciales ante el libro calen en el entendimiento; hay que permitir que hallen dónde sujetarse en el intelecto para empezar a dar forma a la interpretación, al sentido final del mensaje. De ahí que, en estos primeros pasos de naturaleza paratextual, me detenga frente a la cubierta frontal, una composición que parece situarnos en el interior de una cueva oscura y que, desde ahí, nos permite contemplar la playa de Guayedra.
Me quedo con el sintagma «una cueva oscura» porque me connota —en este puntual caso— la noción de pasado que no se puede o no se quiere recordar; en otras palabras, aquello que se desconoce o que se oculta. ¿Qué es la memoria sino una cueva oscura que solo se muestra iluminada por tramos en según qué instantes de nuestra vida? Desde el interior de la cavidad, vemos la playa de Guayedra; y no de cualquier forma, sino como un rincón henchido de luz, un lugar plácido, ameno, hermoso.
Ver el paraíso desde dentro implica la suposición de una salida —una voluntad por dejar atrás la oscuridad— impulsada por la contemplación de aquello que se vuelve apetecible a los sentidos.
Omito por falta de espacio la reproducción y análisis de los tres fragmentos que componen la solapa de la contracubierta, aunque me gustaría resaltar la confluencia en ellos de lo que cabría concebir como esquirlas de paz emocional: por una parte, a través del recuerdo de «aquellas profesoras liberales y sabias» capaces de transmitir saber estar, cultura y armonía; por la otra, con la percepción de quedarnos en «los lugares en los que somos felices» y, por último, con la constatación de que hay una íntima vibración que, de algún modo, nos conecta con el origen mismo del Mundo. Y sobre lo que se apunta en la contracubierta, dime: ¿qué puedo decir que tú no estés leyendo ya?
Dejada atrás la tapa, la visión paratextual con la que recorremos el objeto nos lleva de entrada a la tabla de contenidos, que se encuentra al final, como creo que debe ser en toda obra de ficción; en las divulgativas, en cambio, ninguna otra ubicación mejor que el principio mismo del libro. (Es una cuestión de actitud lectora: quien desea determinados ítems necesita conocer el terreno por donde puede hallar lo que busca; el que anhela placer, no quiere mapas ni guías, solo
sensaciones).
Me detengo, pues, en el índice. Es muy sencillo: cuatro voces distribuyen la materia novelesca. Eso es todo. Interesante. Como nada las distingue, habrá que plantear hasta qué punto es importante el orden en el que aparecen. La primera es la llamada a romper el silencio; en consecuencia, hay que suponer que posee un valor especial.
La última, dada su extensión (un tercio del total), debe atesorar alguna relevancia —¿la tiene?, me preguntas; la tiene, te respondo, arrepintiéndome de decirte lo que más adelante me gustaría haberte contado de otra manera—. La presencia de cuatro voces implica, además, pensar en cuatro protagonistas y, en consecuencia, en cuatro perspectivas narrativas diferentes.
Sigo mirando el objeto. Me centro en la dedicatoria. ¿Importa? Sí, importa; y más cuando lo que refleja supone plantear la existencia de un significado profundo que, de un modo u otro, puede estar relacionado con la obra que yace frente a nosotros. En el caso que nos ocupa, hacemos bien fijándonos en ese «Para Atidamana» que nos conduce a la legendaria aborigen cuya prudencia y sabiduría —como cuenta mi admirado Sabas Martín en su imprescindible Ritos y leyendas guanches— «habían hecho de ella el oráculo de la isla, de modo que ni guerras, ni paz, ni premios ni castigos se resolvían sin su dictamen» (pág. 30). ¿Tan relevante fue la figura histórica como para que Santiago Gil considerara que era merecedora de una dedicatoria? Como personaje emocional, al menos, sí, fue crucial; y como símbolo, y como asociación poética que trasladó a su vida y que, de algún modo, le ha permitido fundirse con la cuarta voz. ¿Por eso lo de “autobiografía” en el enunciado de este artículo? Me preguntas. Ahora opto por aplazar la respuesta que me demandas.
Tras un garbeo por las páginas, la vista —entre hojeadas y ojeadas— percibe dos llamativos detalles: por una parte, la uniformidad en la presentación de la materia novelesca en las tres primeras voces. Bloques de párrafos breves y separados por espacios en blanco. Excelente disposición, según veremos más adelante, porque contribuye a consolidar la idea de autonomía en los mensajes: «¿cada texto, un pensamiento?», me pregunté durante la exploración inicial por la obra de Santiago Gil.
Por otra parte, en la cuarta voz, se nos muestra una singularidad: no hay espacios en blanco, pero la disposición de las sangrías no es la habitual. Donde se fija el punto y aparte en los párrafos precedentes, comienza un renglón más abajo los siguientes. Es como un engranaje que permite concluir que, en realidad, nos hallamos ante un solo párrafo de cincuenta páginas con quebraduras. ¿Qué conlleva esta disposición? Afianzar la excepcionalidad de este supuesto protagonista con respecto al resto.
IV
Resuelto el periplo paratextual, lo que toca hacer es descubrir, hasta donde sea posible, parte de los anunciados apuntes realizados durante la satisfactoria incursión lectora. Tras acabar de hablar la última voz (pág. 154) y dejar que se moldeara ese prolongado suspiro que en canario tiene forma lingüística propia («me supo»), una idea asumió la presidencia de todas las que empujaban por llamar mi atención: que estamos ante una suerte de dietario, un diario personal o, en la acepción de los cronistas de Aragón (así lo dice el DRAE), un libro donde recoger los sucesos más notables; y/o frente a un memorando, un espacio en el que apuntar aquello que hay que recordar. Sea lo que fuere, nos hallamos inmersos en una pieza literaria que se asienta sobre el peso significativo de un término como “evocación”. Los días de Guayedra es, ante todo, un viaje de la remembranza a un pasado indeterminado que ahora, contemplado con los ojos del presente, se muestra más selectivo; de ahí que la materia se haya configurado a partir de instantes, de recuerdos breves, puntuales, de retazos de historias personales que se han anclado en el entendimiento y que salen a la superficie de un modo inesperado. La pulsión involuntaria de la rememoración justifica la ausencia de fechas explícitas.
Es este un proceso súbito: una voz habla cuando lo necesita y va saltando en el tiempo, entre los matorrales de las escenas, circulando a través de los carriles de unas convicciones —más bien aceptaciones— que no se cuestionan con acritud o arrepentimiento en el presente narrativo.
Se percibe la existencia de un «él» en la conciencia de los intervinientes que se funde con un «yo» autobiográfico y biográfico; y que, visto el conjunto con la debida perspectiva, se plasma en un «nosotros» que solo tiene sentido cuando se ubica bajo lo que significa Guayedra como espacio físico y como lugar simbólico. Los «él» que orbitan alrededor de las tres primeras voces adquieren en muchas ocasiones las maneras de un pretexto con el que situar los instantes de un «yo» que se bifurca, en el discurso de la cuarta voz, en dos extremos: el que representa Tenesor Semidán y, al mismo tiempo, el del propio de Santiago Gil, que prescinde de su poder como creador para dejar que los personajes actúen por su cuenta; bajo su mirada, sí, pero a su libre albedrío, que es lo que suele ocurrir cuando los participantes en una obra adquieren una personalidad tan arrolladora (que se lo digan a Cervantes, que malamente pudo atar corto a su justiciero y al desenvuelto escudero que lo acompañaba).
A estas peculiaridades del producto hay que sumar una que se me antoja indispensable para entender el sentido último de la propuesta poética de nuestro autor, una particularidad que va sujeta a la condición de suerte de dietario y/o memorando con la que he simplificado el qué de lo que nos convoca: la secuencia reiterada de impactos en la lectura que obligan a gestionar un procedimiento de admisión del contenido muy concreto. Me explico: hay obras que demandan un largo recorrido para lograr asentarse en el intelecto estético de los lectores. Sus autores, cual sastres, van desplegando capas y más capas de diversas telas textuales que van cosiendo cada cierto número de páginas para que las formas de su creatividad se vayan atisbando; y solo al final, cuando el proyecto ha llegado a su conclusión, es cuando se vuelve visible y palpable el traje literario.
Otras, en cambio, y un ejemplo de ello sería la que nos convoca, son de corta trayectoria. El proceso es el que consolida los estratos del placer. El receptor ha de leer las páginas de estos títulos muy despacio, sin prisas, sin hilvanar lo que acaba de conocer con lo que se espera que pueda surgir a continuación gracias al cúmulo de lecturas previas atesorado; recreándose en cada párrafo, en lo que se dice y en lo que parece querer decirse, en aquello que asume que bien podría valer como una cita, como un algo remarcable que se ha ganado el derecho a ser subrayado en el ejemplar; aceptando la posibilidad de sucumbir ante una línea de pensamiento o declaración de particular hermosura capaz de asaltarle en cualquier momento y que le obliga a dejar la lectura para otro instante, pues necesita paladear, como lo haría el depredador con su caza entre las zarpas, el logro de haber alcanzado esa puntual plenitud; percibiendo cómo deambula entre las páginas sintiendo un permanente estímulo intelectual y constatando hacia el final que el todo no es más que una suma de perturbadoras brevedades que, aunque cohesionadas, ha tenido que asimilar de un modo distinto al habitual de las novelas; y concluyendo —porque es eso lo que suele suceder traspasada la última página de estas obras de corto recorrido, como se me ha ocurrido denominarlas—, concluyendo, repito, que quizás la experiencia que en breve acabará con el cierre del libro es la propia de un poemario.
Y de ahí, de la constatación de hallarnos ante brechas de ideas, conceptos y nociones que aparecen como fotografías congeladas de escenas cotidianas en los límites de una, dos o tres oraciones y que tienen la virtud de la sentencia —de la línea de pensamiento que cala hondo—, es de donde surge mi convicción de que Los días de Guayedra es sobre todo un libro poético; es más, a mi juicio, creo que es un título irremediablemente lírico. ¿Por haber llegado al tramo final de su composición y posterior publicación en una etapa vital muy especial para Santiago Gil? Es posible. No puedo asegurarlo, aunque me apetezca ofrecer como respuesta lo que una de las cuatro voces protagonistas afirma en un momento de su intervención: «Puede que al paso de los años uno ya llegue a olvidar de lo que realmente está escapando y solo camine hacia delante confundiendo lo que realmente vivimos y lo que terminamos inventando». Quizás se entienda —bajo la sombra de lo personal—, por qué este mismo año de 2023 el autor guiense ha publicado un libro de aforismo en Mercurio Editorial titulado Donde lo dejamos.
V
Las cuatro voces y, con ellas, los individuos que son evocados en sus discursos mantienen una profunda ligazón con Guayedra, un espacio que, en principio, desde la perspectiva que cabe atribuir al propio autor, se erige como un paraje singular tanto en sus aspectos geográficos como en los históricos y, sobre todo, emocionales. En ocasiones, siento que la obra bien pudiera haberse titulado Los diarios de Guayedra, pues el sitio, con su sola presencia, con los vínculos que sostienen a cuantos se han amarrado al lugar, se erige en el cronista de las vidas de aquellos que son lo que son gracias a la memoria registrada e instintivamente conservada en/de cada hueco del idílico y esencial paisaje.
De todos los habidos, uno, Tenesor Semidán, la cuarta voz, es quien consigue penetrar en el entorno hasta el punto de convertirse en un elemento indisoluble del paraje. ¿Porque logró el compromiso de los conquistadores (incumplido, claro está) de que el Redondo de Guayedra, esa tierra sagrada para los aborígenes, nunca formaría parte de ese territorio isleño que, entre cruces y espadas, iban logrando dominar? Con independencia de la veracidad o no de este acuerdo político —que importa poco en una obra que se ciñe a los parámetros de la ficción y el lirismo—, ni de si este convenio es el causante de la fusión del hombre con la tierra, lo cierto es que esta unión es la que promueve el surgimiento de una serie de líneas de pensamiento en torno a la condición canaria que me han parecido muy interesantes, por su contenido y porque, de alguna manera, subordinan las manifestaciones de cada voz presente en la novela.
Hasta tal punto esto es así que no faltan momentos en los que sentimos la necesidad de plantear —¿cuestionar, quizás?— la posición que ocupan: ¿por qué situar al rey como cuarta voz y no como primera? Cronológicamente, así debería ser: él habla desde el siglo XV; las otras tres, desde cualquiera instante de nuestros días. Mas luego uno se percata de que, en realidad, como unidad de medida, el tiempo es relativo y, en ocasiones, inexacto cuando se tamiza sobre los sentimientos y la conciencia de la infinitud universal. Esa Guayedra que contempla el que fuera bautizado como Fernando Guanarteme antes de abandonar para siempre el lugar, en el fondo, no deja de ser el mismo rincón que ve y recrea Nieves Rivero, la primera voz. Los siglos que separan a ambos personajes son nada en el orden cósmico. Guayedra estuvo miles de años antes que ellos; y estará miles de años después de que el último de los lectores de este artículo haya llegado a la desembocadura.
Por eso, en el ámbito donde el espacio es uno y el tiempo ha desaparecido, es posible aceptar —bajo los parámetros de la ficción y el lirismo señalados— la presencia física o referencial de personajes históricos reales como el Bosco, fray Ambrosio Montesino, Jorge Manrique, Dante, Séneca, Marco Aurelio, etc.
Esta cualidad de lo imperecedero del sitio permite su concepción como templo donde cabe —desde esa literatura de las impresiones, las brevedades, los impactos en el entendimiento— desmadejar los ovillos de lo que ha sido y es esa manera de ser de los canarios antes señalada, que en la novela se sintetiza con la contundencia de una reiterada afirmación: Canarias ha sido explotada y mal utilizada. A través de numerosos destellos, las voces plantean las diferentes formas de su identidad a partir de la principal circunstancia que las condiciona: su pertenencia a islas que se aislaron, de entrada, por voluntad propia y, más tarde, por imposiciones ajenas. Una de las intervenciones de la novela lo proclama: «Somos un pueblo de leyendas y de imaginarios que prefirió olvidar la navegación para quedarse a salvo, para estar lejos de los otros, de los que traen dioses inventados para justificar las guerras y de los que solo buscan el oro y el brillo de sus monedas».
Esta noción del aislamiento, que en la primera voz adquirirá una profundidad singular en las figuras del niño Alejandro —que tiene autismo y el don de reproducir a la perfección los cuadros del Bosco— y el ermitaño (Guayedra ya representa un mundo alejado; los citados personajes connotan uno más distante aún), y que más adelante tendrá una proyección significativa con la contradicción que supone vivir sin privacidad (hiperlocalizados gracias a los móviles) y, al mismo tiempo, no poder evitar el sentirnos solos; esta noción, repito, servirá de sustento para una serie de incursiones expositivas en torno a convicciones tan apegadas a nuestra cosmovisión isleña —con independencia de su exactitud— como lo son la necesidad de salir al exterior para triunfar (sin que se determine en realidad qué se entiende por éxito); la sensación de desprecio hacia nuestros paisajes (quemas, descontrol ecológico, etc.) y paisanajes (corrupción política, cainismo, clasismo —el caso de las Cangrejas—, etc.); la ignorancia de lo propio (el desconocimiento de nuestra historia local por parte de los jóvenes) y la resignación abúlica (en la obra, el ejemplo extremo de la madre que permitió que una infección de oídos dejara sordo a su hijo por no llevarlo a donde podían curarlo); o la sensación de que podríamos tener un lugar próspero y con grandes posibilidades económicas si hubiera un compromiso firme para ello: «A mí me duele comprobar la obesidad que hay en la isla, las cifras de abandono escolar, los niveles de pobreza y la despreocupación absoluta por la educación pública, que fue justamente la que dio oportunidades a muchos de los que se corrompen o de los que nunca regresaron cuando estuvieron lejos», dirá uno de los protagonistas de la obra.
VI
Las voces hablan, se desahogan, seleccionan los nudos de sus emociones y, en el perímetro afectivo de Guayedra, proceden a desanudarlos, a liberarse de ellos con parcelas de certezas individuales que la ficción y el lirismo inherentes a sus discursos les conceden. Serán los lectores los que, en el ejercicio de su libre albedrío intelectual, decidirán si se unen o no a ellas; si se amoldan a sus cosmovisiones las afirmaciones de los protagonistas. A mí, por ejemplo, me atrajo la mención a la esquizofrenia que nos provoca el tener por antepasados a víctimas y victimarios, por igual. De los orígenes ruines de los ascendentes hablará el propio Tenesor Semidán en estos términos: «Allí me enteré también que reclutaban soldados entre sus peores personas, en las cárceles o en los tugurios donde bebían y donde peleaban a todas horas. Les prometían el perdón y pedazos de tierra. No eran como el rey con el que hablé o como otros hombres con los que pactamos».
Si no fuera por las tres voces precedentes, la novela también podría haberse titulado Los días de Tenesor Semidán, pues la longitud y naturaleza de su discurso permiten concebir la obra en dos partes bien diferenciadas: por un lado, la que se circunscribe a las exposiciones de Nieves Rivero y las de los dos hombres que le siguen; y, por la otra, la del rey que, según se infiere de su intervención, solo aspiraba a quedarse como simple regente hasta que llegara el titular del trono y él pudiera dedicarse a su amada, Atidamana, que arribó a su vida después de las trágicas pérdidas de sus dos primeros amores (Caligena y Abenchara).
Será quizás por el azar adverso —no soy capaz de afirmarlo sin dudar—, pero quien asume la cuarta voz convierte su intervención en una suerte de breve tratado de filosofía donde se abunda en el concepto de lo que es la felicidad y su efimeridad, y en la relatividad de lo que consideramos importante. Surgen sus palabras en un momento histórico sumamente complejo y trascendental para lo que luego será la imagen que se ha conservado del personaje real: estamos en el instante previo de su marcha a la isla de la montaña sagrada con el propósito de convencer a sus afines de que se rindan, de que combatir a los enemigos es un suicidio, de que es imposible ganarles, de que enfrentarse a ellos solo conllevará su muerte y su destrucción. Pedirá la rendición intuyendo que, de un modo u otro, los conquistadores faltarán a su palabra y traicionarán el concierto. Por eso está en Guayedra, porque se está despidiendo del lugar puro y mágico, de esa esencia vivificadora situada en un punto singular del mundo que habrá de extinguirse cuando los invasores se asienten. Guayedra es el depósito de la nostalgia; el cofre que atesora aquello tan valioso que se sabe, se intuye, se prevé que ha de desaparecer en algún momento para siempre.
En esa encrucijada se halla quien declarará su convicción, por una parte, de que él y los suyos dominaban el universo más y mejor que los llegados para imponerles su Dios y su conocimiento: «Ellos solo tienen la fuerza. Creen que también cuentan con la razón, pero no saben nada de las magias y de los destinos […] Las espirales, los triángulos y los círculos concéntricos no son más que recreaciones del propio universo, pistas de una construcción tan eterna como ininteligible
para quienes no sepan mirar mucho más allá de las estrellas […] Aquí en Guayedra no hay ninguno de sus dioses. Aquí seguimos adorando al sol, a la luna y al mar, que nunca suena de la misma manera»; y, por la otra, de que todo lo terrenal, en el fondo, es vacuo, intrascendente por su efimeridad, que lo importante se halla en aquello que traspasa los límites del tiempo, lo que permite alcanzar la inmortalidad: «Ese emperador sabía que el poder no era más que una contingencia, algo que no vale nada, ni mañana, ni dentro de mil años; que lo que queda es la estela de ese poder, lo que se haga con él, todo el bien y toda la armonía que uno logre sembrar en el planeta, la música que dejen nuestras palabras, esos sonidos extraños que nos sorprenden a veces». En suma, en el amor que se da y que se recibe: «No hedejado de hacer todo lo que estuvo en mi mano para ser feliz y para tratar de hacer felices a mis semejantes, no hay más: he amado, me han amado y soy un hombre sereno aún en la soledad de esta playa en la que ellos me ven de lejos como un rey triste, fracasado y solitario».
VII
Guayedra es el símbolo de un edén traumático: debía ser, por sus cualidades, por sus amarres emocionales, por su conexión cósmica, el último y duradero reducto de un mundo que ya se sabía desmoronado por la ambición que alimentaban la espada y la cruz; el sitio donde, con el paso de los siglos, fuera posible apaciguar el retorcimiento genético que envuelve al canario cuando se percibe como descendiente de víctimas y de victimarios; el refugio donde la memoria de la juventud se mantuviera incólume y el corazón tuviera un lugar adonde volver cuando se fragmentara.
Todo esto debía ser el espacio mágico en la conciencia de las cuatro voces que lo articulan en esta poderosa novela de Santiago Gil. El proyectar hasta qué punto lo puede ser es el pretexto sobre el que se asienta este admirable viaje en el tiempo a unas sensaciones de identidad y pertenencia que vinculan a sus protagonistas con el paraje agaetense.
Cuando la nostalgia envuelta en remembradas querencias toma la palabra, la poesía deja a un lado su mudez y, como la luz entre las negruras, inunda cualquier resquicio del ánimo y del intelecto. Es así como se hace posible que arda la llama en el pebetero de unos días de Guayedra en los que el homenaje a Atidamana lo es, en el fondo, a la vida misma, a lo que representa como proceso gozoso el camino hasta la desembocadura en busca del amor que nos inmortalizará, el definitivo. De ahí que, por sus honduras significativas y su adaptación a toda clase de circunstancias y condicionantes humanos, se me antoje ahora —en esta etapa de mi particular existencia en la que me he convertido en uno de los miles de lectores que tendrá la obra que nos ocupa— que nada representa mejor la síntesis de la novela que esta loa a la experiencia vital: «El último amor casi siempre es el amor verdadero».