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Un canario: el narrador Ángel Guerra

Victoriano Santana Sanjurjo

19 de febrero de 2024 12:01 h

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«Paréceme a mí, y dispénseme el símil, que nuestras letras regionales requieren que sean como el ave que vive y ama solo en el nido donde naciera y amara, porque es suyo, pero que teniendo alas con que volar, debe tender su vuelo a la azul inmensidad, a lo infinito que es de todos» (Ángel Guerra).

¿Sabrá quien propuso para el Día de las Letras Canarias de este año al escritor, periodista y político José Betancort Cabrera (1874-1950) que su aprobada sugerencia ha logrado que el reconocimiento al lanzaroteño conlleve también, aunque sea de un modo indirecto, el de dos grandes nombres de nuestra literatura con los que es inevitable vincularlo: por un lado, Benito Pérez Galdós (1843-1920), al que conoció y trató, a quien emuló nada más llegar a Madrid dejando los estudios universitarios para dedicarse a la escritura periodística, de quien se declaró discípulo y amigo, de cuyo Ángel Guerra (1891) —por identificación con los ideales del protagonista— tomó el seudónimo por el que sería conocido y a quien, entre los dieciocho nombres propios que se han celebrado en Canarias todos los 21 de febrero desde 2006, sigue por orden de fecha de nacimiento; por el otro, como autoridad incuestionable sobre el homenajeado (su extensa bibliografía lo avala) y auténtico rescatador de su obra literaria e intelectual y de esa voz “intencionadamente” silenciada, el profesor don Antonio Cabrera Perera (1929), de quien no solo he tomado el título de su célebre y brillante Ángel Guerra, narrador canario (Cabildo Insular de Gran Canaria/Cátedra, 1983) como inspiración para el de esta pieza que ahora comparto contigo —ponderando de esta manera el valor de la canariedad como fundamento del escritor conejero—, sino que, como sustento teórico, me he amparado en las páginas de este irreemplazable manual para consolidar algunas ideas sobre el autor de La Lapa que me gustaría hacerte llegar a continuación y que, años ha, tuve el privilegio de esbozar bajo el magisterio de este maestro de maestros?

¿Sabrán quienes dieron el visto bueno a la propuesta de dedicar el Día de las Letras Canarias de este año al teguiseño que, en el fondo y con un acierto incuestionable, estaban promoviendo el reconocimiento a un autor que, con el tiempo, gracias en buena medida al intenso quehacer académico del profesor Cabrera Perera, ha logrado situarse como uno de los ejemplos más destacados de cómo lo canario, así, como globalidad agrandada por la inconcreción del pronombre átono…; de cómo lo canario, repito, cuando asume sin complejos su razón de ser y de estar, su idiosincrasia, su manera de ver e interpretar la vida, la cotidianeidad de sus lejanías y cercanías perfiladas por esa totalidad que es el mar, que tan pronto te singulariza en medio de la inmensidad como te minimiza frente a ingente extensión…; de cómo lo canario, insisto, encuentra siempre un lugar en el orbe donde ser luz para guiar y guiarse a partir de un profundo sentimiento de identidad y amor que el propio Ángel Guerra expresó de inmejorable modo: «Quisiera recorrer todos los países del mundo, admirar todas las maravillas que ha creado la inteligencia del hombre, solo por decir a todo el mundo que no hay país como mi hermosa tierra canaria»?

La difusión del legado literario (ficcional, ensayístico o periodístico) del que fuera diputado a Cortes por Lanzarote durante tantos años (1912-1923) y mano derecha de Fernando León y Castillo (1842-1918) —a pesar de su demostrada poca afición a la parafernalia política, que sustituía por el pragmatismo en sus quehaceres administrativos y legislativos como liberal «encasillado dentro de las izquierdas monárquicas»— debe conducirnos, creo, a establecer dos marcos bien diferenciados a la hora de acercarnos al protagonista de esta edición del Día de las Letras Canarias para que sea significativa su celebración: por un lado, hemos de situar al representante público que no alcanzó más de lo que tuvo por una combinación de desinterés particular, lealtades monárquicas e imposibilidades académicas, y que fue reemplazado en su puesto de director general de prisiones cuando llegó la Segunda República por una de las abogadas y políticas más destacadas de nuestro país durante el primer tercio del siglo XX, Victoria Kent Siano; por el otro, hay que ubicar al escritor, al que se desdobla en múltiples seudónimos (Ángel Guerra, Juan Petate, Matías, Tarsis…) dándonos a entender de esta manera que solo importa el mensaje, la palabra compartida que mueve el armazón estético-sentimental de sus lectores desde lo poético y, desde lo expositivo-divulgativo, les agita el ánimo y el intelecto, como hacían sus homólogos noventayochistas, en su defensa de la europeización de España, de la que Canarias —sus raíces isleñas se lo demandaban— no podía quedar al margen. 

El político que me interesa es el que ha podido dictar en su conciencia Del vivir revolucionario (1912), obra que solo conozco gracias a los numerosos fragmentos que el profesor Cabrera Perera ha reproducido a lo largo de su bibliografía sobre el lanzaroteño y que demanda una edición que permita poner nuevamente en circulación el título, sobre todo porque solo existe una versión, la que salió en el apuntado año en la imprenta valenciana de Francisco Sempere; y el que piensa muchas veces «en que un día la esclavitud blanca y el dolor humano serán reducidos. Todos los hombres serán iguales, hermanos. Si esta obra no la realiza la piedad, estoy seguro que la llevará a cabo la violencia»; y el que tiene claro, como dirá un periodista, citado por el profesor Cabrera Perera, que nuestro homenajeado no es político porque su vocación «es la de escritor; y su misión, como pensador, la de educar a las multitudes desde la cátedra popular de sus cuartillas y defender, en sus cuartillas también, a la Patria mucho mejor y más sinceramente que la mayor parte de nuestros políticos la defienden en el Parlamento», de ahí quizás la desconfianza en la oratoria de sus homólogos, sobre la que se pronunciaría Ángel Guerra de una manera tan precisa y admirable en los siguientes términos: 

«Ha invadido el Congreso, con una oratoria campanuda y huera, el más detestable analfabetismo político […] El abogadismo pretencioso y gárrulo ha asaltado los escaños, y en el hemiciclo, en medio de acentos altisonantes que resultan ridículos por desproporcionados a las imbecilidades que expresan solemnemente, se oyen, padeciéndolas los desgraciados concurrentes, las más vacuas puerilidades que acusan una incultura extraña […] el nuestro no es un Parlamento a la moderna, sino sencillamente un jaulón de loros que hablan sin medida, y que a la postre ni dicen nada, ni siquiera saben lo que dicen». 

Si no fuera porque se certificó la muerte de nuestro protagonista el 18 de noviembre de 1950, diríamos que su observación encaja a la perfección con lo que en la actualidad es el devenir discursivo de la mayoría de diputados y senadores.

Me interesa ese político específicamente señalado y, sobre todo, el escritor que supo percibir que, dentro del amplio conjunto de literaturas regionales españolas, la canaria tenía muy poca consideración a principios del siglo XX, a pesar de contar con singularidades temáticas, espaciales y lingüísticas; disponer de un cupo de jóvenes escritores dispuestos a no perpetuar estereotipos nacionales dentro del ámbito de la literatura decimonónica; y, conforme a la idiosincrasia de los canarios, poseer una especial capacidad de adaptación a todo lo externo y heterogéneo, aunque la noción isleña empuje a pensar en aislamiento y cerrazón. Esta facultad es la que permitió a un autor como Ángel Guerra deambular entre la intensidad del romanticismo, el ambiente del realismo y elevar su estatus hasta la precisión del naturalismo (verosimilitud inclinada a la veracidad en las descripciones marítimas y campesinas), atender a los fines sociales de los noventayochistas (la supervivencia y la relación del ser humano con el medio) sin renunciar, en ocasiones, al menos en la pulcritud expresiva y en lo melancólico, al modernismo y, como siempre he sostenido cuando me he enfrentado a su obra cumbre, La Lapa, proyectar esa suerte de experimento alegórico-expresionista que encierra esta narración costumbrista marinera y que trasciende ese «canto al mar, a su misterio y a su poesía» de la que nos habla el profesor Cabrera Perera para adentrarse en una voluntad explicativa de lo que vendría a ser la paradoja isleña: la soledad extrema en un espacio hostil (Martín abandonado por el azar de un naufragio en el Roque del Oeste) y, al mismo tiempo, el arrullo de la naturaleza que bendice el lugar que el mito ha calificado de “afortunado”; la dureza de la existencia, que siempre es trágica e inesperada en sus punzadas (accidente del padre, flojedad moral de la hermana, ceguera de Martín por el picotazo de un cuervo, mendicidad del protagonista, condena a ser lazarillo del hijo) frente a la benignidad de sus gentes, guiadas en gran medida por la compasión y la resignación.

Me interesa, en suma, este escritor y, sobre todo, el autor considerado con sus lectores, el que sabe de sus límites, el que entiende que honestidad y literatura no son entidades disímiles. Admiro ese particular «aquí lo dejo» con el que puso fin a las narraciones canarias (1903-1912) cuando los motivos literarios, fundados en sus recuerdos de paisajes y paisanajes, ya comenzaban a percibirse lejanos y distorsionados. No se desligó de la escritura; al contrario, su fecundidad fue enorme, pero la distancia con Canarias y los mil estímulos que le ofrecía la actividad periodística frenaron una mayor contribución al movimiento literario regionalista, si bien lo hecho fue suficiente para consolidar en el intelecto de sus coetáneos y paisanos escritores un modo diferente de observar la tierra que los/nos une a partir de la premisa de su universalidad. Desde Madrid —como hiciera Galdós— no dejó nunca de ser canario y de contribuir a que esta condición estuviera al frente de los innumerables textos que escribió y en la conciencia de las personas que conoció y con las que tuvo trato. Lo que separaba la geografía, unía el corazón; lo que distanciaba la cotidianeidad, componía el recuerdo y los afectos.

¿Sabrán quienes pensaron que era una buena idea que José Betancort Cabrera, también conocido como Ángel Guerra, fuera el protagonista de la edición del Día de las Letras Canarias de 2024 lo feliz que me han hecho, no tanto por traer del olvido una figura inolvidable y necesaria de nuestra literatura, que también, por supuesto, sino porque, del mismo modo, me ha posibilitado reivindicar nuevamente el admirable trabajo que mi maestro, el profesor don Antonio Cabrera Perera realizó en torno a la figura del teguiseño, y lanzaroteño y, sobre todo, canario narrador?

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