Chevilly o los huecos ideales de la literatura epistolar
Cartas Imaginarias es la última obra del poeta y escritor Bernardo Chevilly, y nos sumerge en una rara emoción, por lo singular y exquisito de su naturaleza literaria. La suya es una estética a contracorriente de sensibilidades sencillas al uso, una escritura meditada, de tensión armonizada, sin ningún descuido. No aspira a la espontaneidad de lo sencillo, sino a la fluidez de lo complejo, y esta dinámica escritural hace del libro un producto no masivo, sino selectivo, desgraciadamente destinado a un número reducido de lectores. Profundo y ligero a la vez, de tonos oscuros y luminosos según la relación entre remitente y destinatario, requiere no sólo cierta cultura de lectura sino un grado de iniciación y familiaridad con la gran música de Europa, y de sus principales actores. Por una parte, compositores geniales y famosos, por otra intérpretes y exégetas, igualmente geniales, pero prácticamente desconocidos para el gran público.
La literatura siempre va a exigir un esfuerzo. Pero no es un esfuerzo sobrehumano, ni extenuante. Difícil quizás al principio, pero jamás baladí, porque el primer esfuerzo nutre y agranda el próximo, y así sucesivamente, hasta que un buen día, nos convertimos en lectores y sentimos nacer en nuestro interior, una voz distinta, que se hará crítica y exigente. Toda obra literaria es la sucesión de miles de lecturas, y desde que leemos, empezamos a dialogar con lo escrito. Asimismo, toda gran obra literaria incluye, cuando no se compone en su totalidad, de cartas. Lo epistolar, la carta, es la forma suprema de la comunicación interpersonal, el sudario de los sentimientos, el vector de su expresión. La carta abrió las espitas del corazón y las compuertas del alma cuando Europa leyó, arrebatada, La Nueva Eloísa de Juan Jacobo Rousseau, un poco antes de los hechos iniciales de la Revolución Francesa, cuyo espíritu expresivo y emotivo del ser y de la conciencia, explotaba intensamente.
Carlos Chevilly nos presenta en este bellísimo volumen, que aparte de epistolario imaginado, es un libro ilustrado con poesía desglosada a pie de imagen, o sea el lector tiene ante sí dos libros que discurren en paralelo y se entretejen, una serie de huecos ideales que el verdadero escritor o poeta busca y aprovecha para crear cierta clase de ficción cuasi biográfica. Se introduce en la piel de personajes reales y así completa, desarrolla o aclara hechos posibles o probables. Secretos, confesiones, opiniones, sentimientos que se expresan en una suerte de prorroga póstuma, por supuesto creados por él, mas, a la vez, inextricablemente ligados a la vida del genio extinto. El autor, empapado de la vida de Clara Wieck y Robert Schumann, de Manuel de Falla y Féderico García Lorca, de Ricard Viñes y Maurice Ravel, de Händel y el castrato Carestini, de Horowitz y Alfred Brendel, de Bettina Brentano y Beethoven, de Frédéric Chopin y Solange Clésinger, de Anna Girò y Antonio Vivaldi, busca un intersticio, una fisura, un momento en que podía haber generado una carta que jamás se escribió, pero cuyo asunto y veracidad, absolutamente ficticios, son simultáneamente verosímiles y posibles. Refina, en líneas de sintaxis apretada y melodiosa, sujeta a una dinámica más cercana a la composición musical que a la escritura en sí (y esto es algo que como persona conocedora de la música yo siempre he sentido), sentimientos, críticas, consejos y anhelos que todos sus personajes (grandes personajes de la historia cultural) podrían perfectamente haber expresado. Clara Wieck, la brillante pianista y compositora se entrega en cuerpo y alma a Schumann (como así sucedió). Anna Girò, la soprano favorita de Vivaldi (de modestos registros vocales pero muy buena planta) le dice, entre chanzas y picardías al cura pelirrojo que volverá a Venecia. Suso Mariatégui se sincera con Alfredo Kraus y le transmite cariño y amistad, al margen de idolatrías y papanatismos melómanos locales. Franz Schubert, ya muy enfermo de la sífilis que a galope acortó su vida, hace un tanto de lo mismo con el poeta Müller, y le dice que su poesía es su música, pues él ha sido siempre, “…el pequeño Schubert, el compositor de canciones y de romanzas meritorias”, en una suerte de confesión deconstructiva de su propia grandeza. El gran Händel, mostrando sus preocupaciones económicas y su capacidad empresarial, le escribe a uno de sus castratos que se vaya preparando para una ópera, Ariodante, que está escribiendo, y de paso, que adelgace, “Adelgaza, capón, que pareces un cerdo”.
La ironía y el sarcasmo, la dureza y la crueldad, no pueden faltar en este lúcido universo de la gran creatividad. Vladimir Horowitz, de vuelta de todo, se ríe un poco de Alfred Brendel, Claude Debussy perdona al huraño y problemático Erik Satie sus comportamientos, y en la que sin duda es la mejor explosión humorística, Igor Stravinski le dice a Steve Reich, el serialista norteamericano, que no puede con su música, que no la aguanta. En otra dimensión está la carta que Jacqueline du Pré, enconada, amarga y muy triste, le escribe a Pau Casals, una misiva desde el umbral que enfoca la muerte y sintetiza la desilusión. Y la carta final, que al leerla me asustó y no comprendí, es la expresión, por parte de una lectora, de un odio racial y condenatorio al escritor Stefan Zweig.
El poeta me lo explicó. “Es muy sencillo-me dijo-esta entusiasta y admiradora de Zweig es una antisemita nacional-socialista. Ella no puede conciliar su admiración artística con la condición judía del escritor.”
Directa y velozmente, con la velocidad inmaterial del sonido, Carlos Chevilly rapta unos instantes posibles al devenir de la historia. Unas expresiones personales, tan crudas y descarnadas, a veces, que en la realidad probablemente no se hubieran consignado al papel. Hace ficción pura y dura, hurtándole las manzanas de oro a la serpiente dormida, y creando la ilusión infinita del tiempo.