'Habla de uno', nuevo poemario de Lázaro Santana

Alicia Llarena

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El poeta gusta de activar y de poner en valor la capacidad polisémica del lenguaje. De ahí que el título de esta nueva entrega de Lázaro Santana, que reúne en un mismo volumen tres poemarios distintos (Octubre, Tres poemas y Territorios) nos sugiera al menos dos itinerarios simbólicos, dos caminos: un poemario que “habla de uno”, esto es, versos que hablan del poeta, que dan cuenta del sí mismo, del ser único que mira, que observa, que ama, que recuerda, del que contempla y se refleja en los poemas; y también un poemario que se construye con el “habla de uno”, con su forma expresiva, con su personal manera de decir, al hilo de lo que significa, precisamente, el término “habla”: el acto individual del ejercicio del lenguaje, el que se produce al elegir determinados signos de entre todos los que ofrece la lengua, su realización única, oral o escrita; de modo que este es también un poemario sobre el modo singular de hablar del poeta que escribe estos versos.

Teniendo en cuenta estos dos sugerentes caminos a los que nos invita el título del libro podríamos preguntarnos, en primer lugar, ¿Cómo es este sujeto poético? ¿Quién es este uno? ¿Cómo observa, cuál es su perspectiva del mundo, qué le interesa, cuáles son sus temas principales o recurrentes, qué sustancia álmica aparece aquí, con qué se identifica, qué intereses tiene, qué emociones, cómo concibe el amor, la palabra, el mundo? Y, en segundo lugar, podríamos interrogarnos sobre ¿cómo es la lengua de quien habla en estos versos? ¿Qué palabras elige, con qué signos se expresa, cuál es su modo personal de verbalizar el mundo, su mundo?

Consideremos que es difícil ubicarse en un lugar neutro y olvidar quién es el autor de este poemario, quién es el hombre que ha escrito este libro. Por más que aceptemos la convención de que el sujeto poético no es exactamente el autor, aquí las huellas de Lázaro Santana son tan visibles que esa imparcialidad se diluye y al mismo tiempo se enriquece, permitiendo insertar este nuevo libro en el conjunto de su trayectoria poética. Habla de uno se lee como un eslabón más en esa cadena de significación y de sentido que ha ido construyendo en su discurso poético a lo largo de los años y que tan bien retrata sus intereses literarios, estéticos, culturales, espirituales. Confluyen aquí los mismos temas, las mismas obsesiones, los mismos paisajes, el lenguaje común a su imaginario poético.

Lázaro Santana es, como sabemos, un gran lector y conocedor de la buena poesía, de los hitos de la tradición literaria insular (tiene en su haber destacados estudios sobre poesía canaria contemporánea) y ha sido traductor de pesos pesados universales como Cavafis o Robert Browning. Son también conocidas y reconocidas sus monografías sobre los más importantes artistas plásticos canarios contemporáneos, ha sido comisario de diversas exposiciones antológicas. Y ese bagaje se da cita en los versos que escribe el sujeto poético del libro: entre sus inclinaciones están Picasso, Velázquez, Sánchez Cotán, Van Gogh, Cristino de Vera, Tapies, Goya, los museos y las ciudades artísticas e históricas que recorre o composiciones poéticas sobre Nicolás Estévanez o sobre el canónigo Cairasco de Figueroa, poeta inaugural de la literatura canaria. En fin, al uno de este libro le gusta, sin duda, conversar con el arte, con las letras, con la historia.

Y le gusta también conversar con los grandes universales de la condición humana: con el amor, con la muerte, con la memoria, con el ser, con la pérdida, con la fugacidad de la vida, con el tiempo, con la fe (no sé si Lázaro Santana será consciente de la cantidad de veces que aparece esta palabra entre estos versos, dotándolos de una interesante densidad espiritual y metafísica), con la realidad o con los espejismos de realidad. Y le gusta asimismo contemplar y arrobarse con el paisaje, con el espacio en el que vive o por el que transita, con la naturaleza: el mar, las cumbres, los barrancos, la playa, Tejeda, La Isleta, el puerto. A este uno le seduce la geografía insular, la cualidad de la isla, se imanta con los amaneceres, con las sombras del otoño, con las luces de la tarde, amplificando ese trabajo artístico sobre nuestro entorno y nuestro medio que tan excelente poesía nos ha brindado en la pluma de nuestros grandes escritores.

Quien habla en estos versos es un espíritu refinado, elegante, exquisito, consciente, profundo, contemplativo, que advierte la hondura, la plasticidad, la belleza de las cosas, y que se pregunta de forma recurrente por la palabra, por el lenguaje, por los límites de la palabra y del lenguaje, que acepta que la lengua es un pacto simbólico y que su territorio es la literatura, no la vida (“Las palabras no paran a la muerte/ ninguna sílaba sirve// de apoyo al cuerpo que se cierra/ en su silencio, y cae./ Su ritmo no es el de la vida/ sino el de la literatura.”) y al mismo tiempo advierte que las palabras y los signos nos salvan, nos consuelan, nos permiten revivir lo que vivimos, es lo que queda, la memoria de la experiencia (“Solo puedes volver en unas pocas/ palabras bajo piel de espuma efímera”). Quizás por eso empieza confesando en el primer poema del libro que es un ser que escribe “al margen de la duda/o de la pesadumbre”.

¿Y el habla? ¿Cómo es la lengua poética de este uno? Lázaro Santana ha sido siempre un poeta personal, con una voz propia, reconocible, al margen de corrientes o de influencias colectivas, que huye sobre todo del lugar común y cuya expresión literaria no juega a ser ingeniosa. Así mismo la describe al final del primer poemario, en unas páginas reveladoras de su peculiar poética, donde declara escribir “sin fácil efectismo”, tratando de “Exponer una queja sin desgarrarse” o de encontrar “la palabra ajustada que exprese un sentimiento hondo, pero que no llore”. Puede afirmarse de este uno que el lenguaje y la palabra son su mundo, su estética, su poética, y que su expresión literaria está llena de matices, de sensaciones, de olores, de detalles, de pequeñas revelaciones. Es justa, es equilibrada, no es excesiva sino más bien concisa, no padece de verborrea, se edifica sobre una sintaxis sencilla, saca partido e intensidad de cada encabalgamiento, es una poesía de mundo interior, una poesía del ser, con un manejo extraordinario del ritmo y de la cadencia.

Lázaro Santana (y el uno de este poemario) es un poeta ordenado, simétrico, como puede comprobarse en la sección “Algunas tareas”, donde cada poema tiene dieciséis versos justos; o en el poemario Octubre, donde casi todas las composiciones tienen 12 versos y se perciben visualmente alineadas en la página. Es la suya un habla armónica, perfeccionista, detallada, minuciosa, tremendamente plástica, hay escenas y contemplaciones que parecen un “cuadro”, un “lienzo”, palabras que de hecho utiliza en más de una ocasión para describirlas

Especialmente interesantes para profundizar en el “habla” de este libro me parecen los poemas que integran la sección “Para una lengua común”, pues son poemas que refieren el proceso de la inspiración (“A veces la fugacidad/ de una palabra o de sólo una/ sílaba, pone en tu cabeza/ un ritmo, una cadencia”), o de la escritura (“llegan hasta el papel palabras sueltas,/ hermosas, que se dicen a sí mismas,/ sin alianza, tratadas por un viento/ que al final las deja en libertad/ con un poco de sangre en las vocales”). La lengua que aquí se individualiza es un habla poética que dignifica la realidad, la percepción, a los seres y a las cosas, que las saca de su zona de confort, de su asiento cotidiano, de su trivialidad: “[…] Quiero / decir que mi lenguaje/ fuera como sustancia de un espacio/ de cristal donde las criaturas/ que pudiera crear se transformaran/ en seres no sujetos/ al peso anodino/ de su bregar diario, forjadas/ por la vida más alta de la literatura”. Y es que este habla poética/literaria/estética, es consciente del poder de la palabra para dar una pátina brillante al mundo que se escribe y que se ve, de hecho hay en el libro versos que formulan una de las definiciones más hermosas y más hondas sobre eso que tradicionalmente llamamos “Forma”: “Forma, una manera de elevar/ en el aire el poema como un sol/ resonante ”. Por eso esta suerte de poética personal que practica Lázaro Santana le permite un habla que es capaz (y esto es lo difícil en el arte literario) de decir cosas nuevas: los álamos son “candelas titubeantes de otoño”; la nieve “es una clara de huevos bien batida/ que ha extendido la noche sobre el plano/ cubista de los techos de París”; la muerte “es una máscara de agua”: “La muerte es una máscara de agua,/ sirve a todos los rostros,/ hace del cuerpo una ficción,/ representa la historia de su vida.// En ese texto caben el amor,/ la alegría salvaje del verano,/ la melancolía inmóvil/ de un otoño que no repetirá.// Cuando termina la obra cae/ la invisibilidad sobre la escena, queda/ tirado allí el disfraz, un charco/ de agua que secará la limpiadora”.

En algún momento de este poemario, frente a los muchos papeles que ha escrito a lo largo de su vida, el poeta se pregunta: “¿era necesaria/ esa obsesión sin tregua,/ como un caballo que no puede/ refrenar su galope cuando ha sido/ exaltado por algo –un golpe/ de fusta, un trueno, una serpiente? Bastará abrir las hojas de este libro nuevo, aceptar la invitación que nos hacen.