Juan Marsé nunca vio nada “anormal” en ser un escritor catalán que escribe en castellano. “Nunca he querido representar a nadie más que a mí mismo”, agregó durante el discurso de entrega del Premio Cervantes 2008.
“La dualidad cultural y lingüística de Cataluña, que tanto preocupa, y que en mi opinión, nos enriquece a todos, yo la he vivido desde que tengo uso de razón, en la calle, en mi propia casa. Puede que comporte un equívoco, un cierto desgarro cultural, pero es una terca y persistente realidad”, explicó el escritor que nunca vio “nada anormal” en ser “un catalán que escribe en lengua castellana”.
Según detalló, sus principios a la hora de escribir son dos: tener una buena historia y procurar contarla bien, esmerándose en el lenguaje y en su buen uso. “El esmero en el trabajo, el cuidado de la lengua, es la única convicción moral del escritor”, señaló Marsé, agregando que “muchas cosas que se dicen o escriben, en el idioma que sea y por muy auténtico que éste se presuma, deberían merecer más atención o consideración que la misma lengua en la que se expresan”.
Y matizó que, por ejemplo, la televisión “debería contribuir a reconocer y asumir la variedad lingüística del país”. “Es de suponer que en cierta medida lo hace, pero no parece que nadie se pare a pensar en los contenidos de esa televisión ni en su nefasta influencia”.
“El realismo es el único lugar donde puedes adquirir un buen bistec”, algo que “no estaría de más tenerlo en cuenta”, dijo el Premio Cervantes, quien no quiso enumerar las anomalías “que por imperativo histórico” en los años de “incienso y plomo” de la posguerra, sufrió este “aprendiz de escritor”.
Educación sentimental
Aquella escuela “inoperante y beatorra”, donde recordó “se prohibió leer y escribir en catalán y hasta hablarlo en horas de clase”. Pero esa no fue la única razón por la que decidió escribir en castellano. Fueron los tebeos y los cuentos, todo aquello que forjó su educación sentimental. Los mitos literarios, como Julio Verne, Emilio Salgari, Bécquer o Rubén Darío, a los que quiso “copiar e imitar”; o los cinematográficos, que dieron “alas” a su imaginación.
En plena adolescencia llegaría la primera lectura del Quijote (“en el corazón del caballero chiflado anida el germen y fundamento de la ficción moderna en todas sus variantes”, dijo), gracias a un vendedor ambulante que hizo que la biblioteca familiar fuera ampliándose después de la “purga preventiva por razones de seguridad” que llevó a sus padres y a otros vecinos a la quema de libros en una “hoguera nocturna”, cuya posesión podría haber sido “comprometedora”.
“Recuerdo muy bien la fogata en medio del pequeño y sombrío jardín”, dijo Marsé sobre aquella “constelación de chispas y pavesas subiendo hacia la noche estrellada, la ceniza fugaz de las palabras y de las ilustraciones”, de la que tampoco se libró su primer ejemplar de las hazañas del piloto Bill Barnes, aventurero del aire, por equivocación. Sólo quedaron dos libros en catalán y algunos en castellano, entre otros, 'El libro de la selva' o 'Tarzán de los monos'.
Leyendo la obra cumbre de Cervantes, Marsé, quien se consideró “un lector de ficciones, adicto a la ficción y amante incondicional de la fabulación”, fue cuando “consciente o no de ello” más tarde buscaría en sus novelas “ese eterno conflicto entre apariencia y realidad”. “Una excesiva dosis de realidad puede resultar indigesta, incluso para un adicto a la realidad y al bistec como Sancho y como yo”. A veces, señaló, lo inventado, “puede tener más peso y solvencia que lo real”.
El cine y sus queridos fantasmas
Del cine “y sus queridos fantasmas”, este “insoportable peliculero” recordó que “redobló y propició” su “natural tendencia” a la hipnosis ante cualquier género de fabulación“. John Ford, Rossellini, los Chaplin, De Sica, Welles, Bardem, Berlanga y Azcona, entre otros ”nos hablaron de otra armonía posible entre los sueños y el mundo“. ”El cine estableció con la novelística una alianza para intercambiar formas y contenidos“, afirmó.
Marsé hizo una comparación entre el cine y la memoria histórica. “Podría ser comparada a una cinta de celuloide sensible e inflamable, con su voz en off”, apuntó. “El olvido y la desmemoria forman parte de la estrategia del vivir”, enfatizó el Premio Cervantes 2008, afirmando que todavía en nuestros días hablar de ello “conlleva para muchos una carga de dolor y resentimiento”.
“Hay una memoria compartida que no debería arrojarse nadie, una memoria que fue durante años sojuzgada, esquilmada y manipulada”, continuó sobre una época en la que el lenguaje oficial “suplantó” al real y las palabras estuvieron “afectadas por el expolio y el descrédito, sometidas a la censura y al escarmiento”.
Palabras que por aquel entonces “caían desde los balcones y despachos oficiales, desde el cuartel y desde el púlpito”. “Entre esas palabras fraudulentas y las palabras que la gente intercambiaba en la calle, en el trabajo, en sus casas, había un abismo”, aseveró.
“Sin memoria no hay literatura”
Ese “desencuentro” entre apariencia y realidad, prosiguió, entre lo que se decía oficialmente y la realidad que veían los ciudadanos, está una de las lecciones del Quijote: “las cosas no siempre son lo que parecen”. “Sin ir más lejos, las famosas armas de destrucción masiva resultaron ser un par de zapatos”.
Pero Marsé se refería a los años de “incienso y plomo, bajo el palio de la luz crepuscular” en los que tanto la prensa y la radio como el Boletín Oficial del Estado y la Hoja Dominical “mentían sobre lo que nos estaba ocurriendo”.
“Fue entonces cuando la imaginación echó una mirada sobre aquel expolio de la memoria y le tendió la mano. Imaginación y memoria son dos palabras que van siempre entrelazadas y a menudo resulta difícil separarlas. Un escritor no es nada sin imaginación, pero tampoco sin memoria y no hay literatura sin memoria”, concluyó.