Loco, inteligente, con aura de Baudelaire, Rimbaud o Peter Pan, y obsesionado con la muerte, el caos, la coca cola, el tabaco, la soledad o el sexo con sabor a absenta, Leopoldo Panero era nuestro último poeta maldito, el que estaba al otro lado del espejo y al que solo le unía al mundo la palabra ya desquiciada.
Leopoldo María Panero ha murió anoche a los 65 años en el hospital psiquiátrico Rey Juan Carlos I de las Palmas de Gran Canaria, un lugar, por cierto, donde él nunca quiso estar y al que llamaba un sitio “cruel, un circo romano”.
Pero Panero ya estaba muerto desde hace mucho años, para sí mismo y para la sociedad, que le arrinconó hace ya más de 40 años, cuando visitó el primer psiquiátrico, en Mondragón (Guipúzcoa).
“Yo soy un hombre muerto al que llaman Pertur/ En la cena de los hombres quién sabe si mi nombre algo aún será: ceniza en la mesa o alimento para el vino...” escribe Panero en “Requiem”, su poema de “El último hombre”, en 1984.
Lepoldo María Panero ha caminado por la vida solo con su sombra y su fantasía paranoica, desde hace años. En 2013 murió su hermano Juan Luis Panero, con el que no tenía trato ni se llevaba bien, pero al que reconocía ser “buen poeta”. Aunque él era o fue el mejor de toda la familia de escritores.
El autor de “Así se fundó Carnaby Street” fue hijo de Lepoldo Panero, considerado le poeta oficial del franquismo, aunque su pasado era de izquierdas; hermano también de Michi Panero, un agitador cultural que se movió bien en la “movida” madrileña de los 80, e hijo de Felicidad Blanc, también escritora y actriz con la que el poeta mantuvo una relación de amor/odio.
Una familia que destapó su miserias y sus sombras en la película “El desencanto”, de Jaime Chavarri, en 1975, un filme de culto que se rodó tras la muerte del padre y en donde sin tapujos traslucía el autoritarismo del padre, los malos tratos y la crueldad silenciosa que se respiraba en esa familia. Un familia que hoy también hubiera hecho las delicias de otro cineasta, el austríaco Michael Haneke.
A los diecisiete años le diagnosticaron a Panero esquizofrenia, pero eso no le impidió escribir poesía, ensayos y narraciones, además de traducir.
Miembro de la famosa antología de los Nueve Novísimos poetas españoles de Castellet, junto con Guillermo Carnero, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, José María Álvarez, Manuel Vázquez Montalbán y Ana María Moix, fallecida el pasado domingo, el poeta fue libre por su cuenta en todo, con uno inicios llenos de fuerza y pulso poético.
Leopoldo María Panero tenía una memoria prodigiosa y una cultura de libro, con la que disparaba constantemente en sus entrevistas, cuando utilizaba la palabra; a veces transparente, las menos, y las más, opaca y grasienta, pero afilada como un cuchillo contra todos y contra todo.
En los últimos años dejaba por unos días el psiquiátrico e iba, de la mano de Huerga & Fierro, sus editores, a la Feria del Libro de Madrid, donde se dejaba ver en las casetas de libros. Allí firmaba ejemplares de su obras, casi 60, la última una reedición de “Last river Together”.
Y fumaba y fumaba y bebía Coca-Cola tras Coca-Cola. “No paro de escribir. La única esperanza que me queda es la literatura, que es lo que me salva la vida”, decía.
Pero que la vida “era una mierda” para el autor era una constante de sus poemas. “Es solo un inmenso cenicero, violeta pálida...”.
“Vivo dentro de la fantasía paranoica del fin del mundo y no solo quiero salir de ella sino que pretendo que los demás entren en ella”. Así hablaba el Capitán Garfio en diálogo con Peter Pan, en un guión que escribió Leopoldo María Panero, gran conocedor del infierno.
Peter Pan, la conciencia de la pérdida de la juventud, la muerte, la negritud, la soledad y la preocupación por que nadie llorase en su tumba, son los ejes centrales de la obra de Panero, como también mostró en uno de sus últimos y desvencijados trabajos, “Papá dame la mano que tengo miedo”, donde expresa su miedo cerval a la muerte, “mucho miedo”.
Panero, que siempre ha estado al margen, en la otra orilla, en el límite, ya ha conseguido su billete de vuelta pero nos ha dejado su palabra, su desencanto, su juego con la transgresión y el inconformismo, con poemas de vanguardia que hablan de sexo, miedo, de la heroína, la imposibilidad de amar, la necrofilia y su eterno aullido contra la vida.