La escena final de Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003) es una de las más bonitas a la par que geniales del cine. Y así lo creo porque entre otras cosas lo que ocurre en esos últimos instantes de la película no estaba guionizado. Bill Murray improvisó el beso y el susurro de su personaje, Bob Harris, a la joven Charlotte protagonizada por Scarlett Johansson. A la fecha, dos décadas después de que la cinta fuera estrenada, tras ese susurro, que no fue captado por los micrófonos que grababan el desenlace de la cinta, permanece un misterio que Sofia Coppola, su directora, asegura desconocer y que ni Murray ni Johansson han querido desvelar.
El segundo largometraje de Coppola trata de una de esas serendipias que transforman: una conexión instantánea y honda entre dos personas, un encuentro tan improbable como inesperado que desata una catarsis vital.
Bob, un actor estadounidense cuya carrera lleva tiempo en declive, viaja a Tokio para protagonizar una campaña publicitaria de una marca de whisky japonés. En la barra del bar del hotel donde se hospeda conoce a Charlotte, una chica de veintipocos años también estadounidense que se encuentra acompañando en un viaje de trabajo a su marido, un fotógrafo en pleno ascenso profesional. A pesar de la diferencia de edad –Bob ronda los cincuenta–, ambos comparten una asfixiante desconexión del mundo que les rodea; se sienten alienados y solos a pesar de que ambos tienen pareja y gozan de vidas acomodadas, previsibles y esencialmente normales.
Según pasan los días en los que Bob y Charlotte comparten ratos libres en una ciudad y en una cultura que cómicamente acentúan su extravío en todo lo mundano que les envuelve, el vínculo crece; se escuchan, se comprenden, y entre ellos florece una complicidad que los coloca sobre una cuerda floja que ansiosamente se tambalea entre el romance y la amistad. Y es que, en otro acierto, este sí guionizado, Coppola no quiso que sus personajes resbalaran de esa cuerda floja para colmar sus impulsos románticos. Y ahí la magia del desenlace: la despedida improvisada nos regala un beso, un murmullo y unas sonrisas que dejan el final de la película abierto a cualquier interpretación.
Una interpretación del final de Lost in Translation es que nos encontramos ante un adiós tierno y definitivo entre dos personas que se obsequiaron una especie de revelación sobre sus respectivas existencias. Se liberaron el uno al otro de la sensación frustrante, acaso de los vergonzosos sentimientos de ingratitud y culpa por sentirse insatisfechos, incomprendidos y solos en un mundo que ante los ojos de sus pares les había brindado todo cuanto cualquiera podría desear. Así, Bob y Charlotte se despiden para seguir adelante con sus vidas por separado, dejando su irrepetible conexión suspendida en un recuerdo que solo a ellos les pertenece y que no desean mancillar llevándolo a la vana realidad de todo aquello que antes de encontrarse les hacía sentirse desconectados del mundo.
Luego está la interpretación opuesta, menos existencialista y más propia del optimismo de Hollywood: Bob y Charlotte advierten y aquilatan la fortuna del improbable encuentro, que ese beso es el primero de muchos más y que el susurro de Bob no es un adiós sino un hasta luego.
La película de Coppola tiene muchos colores que sutilmente evocan temas abordados en otras obras literarias y cinematográficas: se pueden percibir tenues pinceladas de Nabokov, Chandler, Godard, Lars von Trier… Que el gran Bill Murray considere Lost in Translation el trabajo más satisfactorio de su carrera también dice mucho. Y que la película fuera galardonada con el Óscar al mejor guion original con un final que no formó parte de él es otro venturoso giro. Una serendipia, como el amor.
¿Y tú cómo interpretas el final de Lost in Translation? Si aún no la has visto, la película actualmente se encuentra disponible en Netflix (España).