Tres meses de vino y carne

En el local de los Gómez, dos hombres aguardan apostados en sendos coches durante la noche. “Estamos de obras, pueden bajar al otro que tenemos abajo”, salen al paso cuando se acerca un vehículo buscando el aparcamiento. Se está haciendo tarde e ir en busca de un guachinche, indicados con carteles de cartón manuscritos por entre los caminos sin asfaltar de los montes que brotan en el valle de La Orotava, en el norte de Tenerife, comienza a impacientar. Es octubre, y, recién terminada la vendimia, aún no ha salido nueva cosecha.

Justo a la vera de la tradicional casa de vinos y comida tinerfeña se ha plantado otro establecimiento, tal es la fama del lugar, rodeado de la exuberante vegetación del valle, que adorna el disfrute de platos caseros como ropa vieja, carne de fiesta, huevos estampida o cochino al horno. Por la noche, la cita se convierte en un encuentro entre los cáñamos de su terraza rodeados de luz eléctrica que se antoja incandescente.

Tras varios años de debate, los guanchinches, plenamente instalados en la rutina gatronómica del norte de la isla, han abandonado, y con éxito, la alegalidad a la que les relegaba no disponer una carta al uso ni establecerse como restaurantes. Estas casas familiares regentadas por agricultores que cultivan sus propias vides llevan décadas ofreciendo platos calientes como salidos de las cocinas de las abuelas y carne asada a raudales. Ahora se han convertido en negocios regulados que sirven en cualquier recipiente ajustado a la comanda el mismo tinto cuya denominación de origen ayudaron a conseguir a base de venderse a visitantes extranjeros a las puertas de las fincas.

Precisamente el vino es el que marca los tiempos. Disfrutar de un auténtico guachinche tiene un punto de sorpresa e imprevisión, al menos en los meses frontera a la cosecha. Solo abren sus puertas tres meses al año, coincidiendo con el fin de la vendimia y la salida a la calle de los primeros caldos, siempre jóvenes y de la propia casa. La temporada alta arranca en noviembre, aunque la mayoría ya empiezan a recibir comensales al mes siguiente de haber dejado la uva de la temporada fermentando. Con la amenaza de la primavera y corrido el tiempo, la ley les obliga a cerrar si han consumido los 90 días y no se han reconvertido en tasca o restaurante, tal es el precio de poseer una normativa propia redactada para unos establecimientos arraigados en la misma historia de la isla.