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Miguel Montañez al mismo tiempo

El bailarín y profesor de danza Miguel Montañez ha fallecido este sábado a los 67, en Las Palmas de Gran Canaria, su ciudad, en la que eligió quedarse. Todas las noticias de su pérdida hacen referencia a la que tuvo lugar hace dos años, el fallecimiento de Wendy Artiles, su pareja de baile y de vida. De alguna forma, se ha asumido que son la misma pérdida, o una pérdida en dos tiempos, como un paso a dos que la muerte les ha hecho bailar, separándolos y reuniéndolos. Gelu Barbu ha sido la otra referencia obligada en los obituarios, como maestro y mentor, una presencia sin la que no es posible entender las carreras de Wendy y de Miguel. Los tres formaron una marca artística en los escenarios y prácticamente una familia fuera de estos.

Cuando conocí a Wendy y a Miguel, los conocí juntos. Juntos como pareja y juntos como sincronía, como decir “al mismo tiempo”. Fue en 1994, gracias a la periodista Ana Sharife, quien también había sido alumna de Gelu Barbu. Seguramente quedamos en el Rogelio, que está al lado de la academia, aunque no estoy seguro.  Así los he recordado siempre. No como la pareja que formaron sobre el escenario, reconocida por su virtuosismo técnico y su plasticidad dramática. Ha habido muchas parejas en feliz simbiosis creativa en la historia de la danza. La de Nureyev y Fontayn quizá sea el caso más famoso, pero no es el único. Tampoco como la pareja que formaron fuera del escenario, una de tantas que comparten vocación, oficio, lugar de trabajo y tareas domésticas. Mi recuerdo es, más bien, el de la rara experiencia de estar ante las dos partes de un todo, ese “juntos” que significa “uno”. No es que no se distinguieran entre sí. No es esa clase de unidad de lo gemelo, tan inquietante cuando se da en la pareja. Se distinguían perfectamente, a veces por complementarios y otras, por opuestos. La unidad que Miguel Montañez y Wendy Artiles ensamblan en mi recuerdo es otra cosa, una especie de respiración única, como de ir siempre a compás por la vida. Al mismo tiempo.

Miguel tenía el ingenio veloz del pibe de barrio que tuvo que haber sido. Fuera del escenario, sus característicos mechones largos y rizados enmarcando una cara bien afilada, de ojos vivaces y alertas, lo confundían con el más popular de la pandilla. Dentro, esa misma genética, cincelada por la disciplina de la danza, lo transformaba en un arquetipo de belleza clásica en movimiento. Tenía el candor del adolescente criado en la naturaleza, y al mismo tiempo, el rigor del puro artefacto mitológico. Podía haber crecido en una playa salvaje o en un hexámetro. Al terminar la función o el ensayo, con los mechones todavía mojados de la ducha, parecía listo para irse de acampada a Tiritaña con los colegas, pero cuando bailaba, ocupando todo el escenario con una presencia de héroe troyano, se diría que había cobrado vida en el taller de Fidias. Su vida y su danza hicieron de él el hombre futuro de Nietzsche, mitad Dionisos mitad Apolo. Era el protagonista de El Lago Azul y el Tasio de Muerte en Venecia.

Pudo haber hecho su carrera en cualquier lugar del mundo. Tuvo en su mano irse a Lausana a probar con la compañía de Maurice Bèjart, al que admiraba. Eligió quedarse. Eligió una vida en la que estuvieran Gelu, Wendy y el proyecto pedagógico y artístico de la danza que los tres crearon en Las Palmas de Gran Canaria. Iba a escribir “fidelidad” como el rasgo que mejor define a Miguel Montañez, pero es una palabra horrible. Suena a reclamo de antiguo tocadiscos. Mejor describir la sensación, estando en presencia de Wendy y Miguel, de que siempre era como si acabaran de salir de clase y estuvieran tonteando o pelando la pava, como llamaban nuestros mayores a ese estado en el que dos adolescentes están inventando un lenguaje para ellos solos. Cuando danzaban, era como si se comunicaran con contraseñas todo el rato, y cuando dejaban de bailar, otra danza seguía respirando su propio ritmo en la conversación. La permanencia de Miguel Montañez seguramente tuvo que ver con haber encontrado lo que la mayoría se pasa la vida buscando, un movimiento único para el cuerpo y el lenguaje, eso que en el trap se llama encontrar tu flow y en contabilidad, el activo circulante, y que significa, en síntesis, poder bañarte (con otro) dos veces en el mismo río o, como aquí no hay ríos presocráticos, coger dos veces la misma ola. Cuando se encuentra el flow, todo está en todas partes al mismo tiempo. Parafraseando a Carlos Cano, Las Alcaravaneras es Lausana con el Rogelio. 

Tenemos que hablar. Hablemos del legado de la danza en Canarias. ¿Cómo conservar y difundir la obra de Lorenzo Godoy, Trini Borrull, Gelu Barbu, Wendy Artiles o Miguel Montañez y muchas otras figuras del ballet en las Islas? Sus escritos, sus métodos de enseñanza, sus coreografías, sus imágenes, el testimonio de sus discípulos, ¿dónde encontrarlos a disposición de la investigación y la divulgación?

El poeta inglés del XIX Alfred Edward Housman es el autor de To an athlete dying young, que Karen Blixen lee en la escena del entierro de Denys Finch Hutton, en Memorias de África, y se diría escrito igualmente para despedir ahora a Miguel Montañez:

Cuando ganaste la gran carrera

El pueblo entero salió a aclamarte.

Jóvenes y ancianos te vitoreaban

Mientras a hombros te llevábamos.

Sabio aquel que sabe escapar pronto

Allí donde la gloria no perdura.

Pues aunque pronto crece el laurel

Mucho antes que la rosa se marchita.

Pero tú no seguirás el camino

De aquellos que malgastaron su gloria.

Corredores cuya fama se extendió

Aunque su nombre perduró menos que ellos.

Ante esa joven cabeza laureada

Contemplarán su cuerpo inerte

Y descubrirán entre los rizos de su pelo

Una guirnalda aún sin marchitar.