«La amistad, como todo, es tan relativa» (Mario Vargas Llosa)
Según el diccionario de la Real Academia, la voz “genialidad” significa, en su primera acepción, ‘cualidad de genial’. “Genial”, por su parte, en la segunda, ‘placentero, que causa deleite o alegría’; y, en la tercera, ‘sobresaliente, extremado, que revela genio creador’. La última novela de Jaime Bayly, Los genios (Galaxia Gutenberg, 2023), es —dentro de lo que cabe y más por el empuje del segundo sentido que del tercero— una genialidad: la obra es muy entretenida, dinámica, “enganchosa”, fácil de despachar y aseguradora de que pasarán con ella un buen rato; y, como producto retórico, está muy bien porque cumple con lo exigido: es coherente en el desarrollo, resulta convincente y posee una estructura tan sencilla como efectiva. ¿Sobresaliente? Quizás sea una calificación excesiva. De ahí la relatividad que anuncia el título de este artículo.
El único propósito evidente que cabe percibir en la narración es la explicación de por qué, tras el puñetazo que Mario Vargas Llosa propinó a Gabriel García Márquez en México D. F. el 12 de febrero de 1976, el peruano dijo: «¡Esto es por lo que le hiciste a Patricia!». La novela empieza con el suceso de marras y con él acaba; y aunque el peso de los dos escritores en el relato sea incuestionable —no en vano el texto se desarrolla articulando una serie de situaciones que, por una parte, cimentaron una amistad bajo los efluvios de dos obras extraordinarias como la multipremiada La casa verde (1966) y Cien años de soledad (1967) [título homenajeado además por el arequipeño con un soberbio ensayo titulado Historia de un deicidio (1971)]; y, por la otra, convertidos los acontecimientos en sucesos particulares (o sea, sin que tengan que ver con lo literario o lo ideológico), consolidaron una enemistad que solo la muerte del colombiano pudo dar por finalizada—, aunque sean Marito y Gabito los protagonistas, repito, para mí el personaje más importante lo representa la segunda esposa del cadete (la mentada Patricia Llosa), pues es el único que evoluciona emocionalmente en todas las páginas de la historia, es el más redondo en contraposición al estatismo que presentan los otros intervinientes de la pretendida crónica: desde los escritores geniales hasta el resto de colegas (Pablo Neruda, Jorge Edwards, Julio Cortázar, etc.) y adyacentes (Carmen Balcells, Dorita Llosa, Julia Urquidi —La tía Julia…—, Picasso, etcétera). Es más, gracias a su progresión es posible entender la importancia de ese exculpatorio «yo olí tu verga» del penúltimo capítulo que Mercedes Barcha, la egipcia, le soltó al cataquero, su marido, y que sirve para intuir por dónde desea encaminar el narrador la solución al conflicto planteado.
Sea como fuere, hay que dejar bien claro que todo lo que tiene la novela de amena lo tiene de distante con lo que vienen a ser los menesteres propios de la crítica literaria. Escasos aportes filológicos hay en Los genios; a decir verdad, ninguno que merezca la pena destacar. No sirve la publicación como texto de referencia para conocer la contribución de sus principales protagonistas al hermoso devenir de la novelística hispánica de la segunda mitad del siglo XX. A Bayly no le interesa atender las cuestiones inherentes al valor de las producciones de los dos célebres escritores a los que dedica su obra: menciona algunos premios, algunos títulos, algunos elogios…, poco más. ¿Es esto un problema? ¿Esta circunstancia conduce al menoscabo del texto que nos ocupa? No si asumimos que lo ficcional representa de algún modo el enfoque correcto con el que hemos de enfrentarnos a la lectura. Desde el principio nos deja bien claro el autor que la justificación del puñetazo (recuerden: «¡Esto es por lo que le hiciste a Patricia!») es un asunto
de índole personal; una cuestión que, quizás, tenga asideros firmes en la vergüenza y el deshonor a tenor del prolongado manto de silencio con el que los genios taparon el suceso y que ha impedido aún su esclarecimiento. Este mutismo, además, se asentó en el finiquito de una relación que jamás pudo reconducirse, por muchos intentos que hiciera para ello la agente literaria que ambos compartían, Carmen Balcells, la que fuera —a su manera— gran artífice de todo lo que vino a conocerse como el boom latinoamericano.
José Carlos Yrigoyen, en una reseña de la novela que publica el 2 de abril en el periódico El Comercio, afirma:
«Asimilando las lecciones de Vargas Llosa, Bayly ha acometido una aplicada investigación para poder mentir con conocimiento de causa, y lo hace por medio de una ruda irreverencia que no respeta honras, prestigios ni trayectorias. No tiene la menor intención de presentarnos a estos genios con rigor histórico, sino más bien desde la caricaturización que distingue sus últimas novelas y columnas. Este recurso funciona de manera desigual, pero sin que el libro pierda la chirriante amenidad que lo atraviesa de principio a fin».
Por eso, el mayor error que puede cometer un lector a la hora de adentrarse en las páginas del periodista limeño es creer en la veracidad de todo lo que se narra, aunque los personajes existan o hayan existido, aunque los reconocimientos y las bibliografías nombradas sean constatables, aunque sea factible corroborar muchos de los hechos expuestos y el desarrollo del ágil y bien articulado relato nos dé la impresión de que estamos ante un extenso reportaje de investigación convertido por mor del estilo en un producto literario. No creo que estemos frente a una pieza que, con el recurso de lo testimonial, pueda llegar a sugerirnos ciertas conexiones con A sangre fría de Truman Capote, por poner un ejemplo (un tanto exagerado, lo reconozco); sí, en cambio, que nos hallamos ante una ficción que se vanagloria de tomar de la realidad lo que le interesa y manipularla a sabiendas de que lo compuesto ha de quedar supeditado a la inventiva, a lo que vienen siendo las novelerías. El narrador nos avisa de la fabulación en cada una de las sesenta veces que aparece la forma verbal “pensó” porque la omnisciencia jamás es una cualidad atribuible a los historiadores.
Como todo ha de cuestionarse, los puentes que se quieran establecer con la verdad se deben plantear desde el ámbito de lo implícito; o sea, a partir de aquello que no se cuenta, pero que se puede presuponer a tenor de lo que se lee o, al menos, sospechar. ¿Por qué el personaje Vargas Llosa que perfila Bayly es tan frío y calculador y, en no pocas situaciones, turbador («Te apestan las axilas, Ernesto. Apestas», le dijo con rabia a su violento padre en una ocasión)? ¿Por qué el personaje García Márquez es tan viva la Pepa (aunque en algún momento la culpa le lleve a la tristeza de evocar a la nonata Remedios)? ¿Por qué a uno lo enfunda el narrador con la imagen de la inflexibilidad y al otro con la de la despreocupación? ¿Por qué al haz obsesivo, metódico e inmisericorde hacia sí mismo que muestra el autor de Pantaleón y las visitadoras (1973) con el trabajo le corresponde un envés, el del espontáneo Gabo, que aparece en la novela más preocupado por beber Dom Pérignon y cantar que por componer —tras la bestial Cien años de soledad (1967)— la que, en el fondo, como le confesó a Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba (1982), consideraba su obra más importante desde el punto de vista literario porque era el libro que siempre había querido escribir, El otoño del patriarca (1975)? ¿Por qué es tan pichabrava el personaje peruano y tan reiterativo en lo de «salchichón de un solo hoyo» el colombiano? Cambiando de foco: ¿Cuánta atención merece esta afirmación que Orlando Mazeyra publicó en su artículo “Los genios: Bayly pierde por nocaut” (02/04/2023): «En Los
genios la violencia es autoinfligida: Bayly se puñetea a sí mismo… y está acostumbrado a hacerlo»? En lo más hondo de lo más profundo, ¿cabe plantear la presencia de una soterrada voluntad autobiográfica como principio sobre el que edificar el relato que nos convoca?
¿Es Los genios una obra que asienta su razón de ser en la provocación? Con sinceridad, no puedo asegurarlo. No termino de verlo, aunque reconozco que, en ocasiones, percibo en sus páginas esa malicia tan característica del chismorreo, cierto ánimo por acercarse hacia donde mora la imprudencia y el sensacionalismo para sorprender y regocijar a los lectores con esas canitas al aire que de tanto en tanto nos echamos en forma de habladurías. Aunque los nombres propios empujan casi sin querer a tomar posiciones de adhesión y aversión —como llegó a ocurrir con los bandos irreconciliables que surgieron tras el incidente, compuestos por los que apoyaban a uno u otro escritor—, lo cierto es que toda postura que se adopte de defensa o de ataque no deja de ser un acto sin fundamento porque la novela solo busca ahondar en un suceso que tanto dio que hablar en su momento por mera diversión. Es un pasatiempo. Aunque Mario y Gabriel podían estar muy distantes el uno del otro en según qué cuestiones, no hay en el libro debates estéticos ni ideológicos que alimentaran la confrontación. Es más, si no hubiera ocurrido lo que pasó, lógico sería preguntarse por las posibilidades de que se hiciera realidad lo que cuenta este fragmento del capítulo cinco de Los genios:
«García Márquez, a pesar de su aversión a viajar en aviones, y su alergia a presentarse en congresos literarios y en toda clase de eventos públicos, viajó a Caracas por varias razones: para honrar la amistad y admiración que sentía por Vargas Llosa, para conocerlo en persona y, de paso, para convencerlo de que debían escribir juntos una novela, ese era el plan:
—Tenemos que escribir la historia de la guerra entre Colombia y el Perú —le dijo a Vargas Llosa, en el bar del hotel Humboldt.
—Es una idea formidable —dijo Mario.
—En la escuela nos enseñaron a romper filas con un grito: “¡Viva Colombia, abajo el Perú!” —dijo Gabriel.
Vargas Llosa soltó una risa franca, mostrando sus dientes de conejo.
—Tú investigas la historia del lado del Perú y yo la investigo del lado de Colombia — prosiguió Gabriel.
—Suena estupendo —se entusiasmó Mario.
—Te aseguro que escribiremos el libro más delirante, increíble y aparatoso que se pueda concebir —dijo García Márquez, alisándose el bigote—. Tenemos que dinamitar la patriotería convencional, hermanazo».
Lo más curioso de todo —risible incluso, si me apuran— es que, según se desprende del despliegue informativo que hace el narrador, fue una ficción (la de quien había declarado a Carmen Balcells que quería ser escritora) la que echó por tierra no solo los nueve años de presuntamente sólida amistad entre dos de los mayores “ficcionadores” de nuestra lengua, basada en admiraciones mutuas —Gabo fue padrino del segundo hijo de Mario—, sino incluso la probabilidad de que ambos pusieran en marcha un proyecto literario que, parafraseando al «gran jefe inca», no merecía otro calificativo que el de formidable.