No obstante, ser padre de adopción no es fruto de una casualidad y/o un calentón pasajero que, nueves meses después, cristalizó en un infante no deseado y, luego, peor tratado. Quienes aceptan la tremenda responsabilidad que supone el incluir en un ambiente propio a personas que provienen, en general, de un escenario diametralmente opuesto al de los progenitores que han decidido dar ese paso, van un paso más allá en la siempre compleja tarea de convivir y educar a una persona más joven e inexperta.
Además, si ese sistema cumple con su obligación, algo que no siempre sucede, las personas que han tomado esa decisión deben pasar por unos exhaustivos controles antes de poder convertirse en aquello que pretenden lograr. La diferencia que existe con el caso más habitual y natural de ser padres es que los niños adoptados, llegado el caso, Sí pueden ser devueltos, cosa que, con un hijo natural es más complicado, aunque siempre quede la opción de abandonarlo y a vivir que son tres días…
Al final, el interés y el compromiso de las personas ante un reto de estas características es lo que debería marcar la diferencia, más si se tiene en cuenta la falta de coherencia personal que adorna a buena parte de la población de nuestro planeta, en éste y otros muchos temas. Otra cosa bien distinta sea, una vez dado el paso, el empezar a tener dudas -algo lógico- e, incluso, buscar excusas ante lo que parece que no va a llegar a convertirse en lo que en la mente de los padres adoptivos se articulaba como una suerte de idílica relación entre iguales. Esas cosas, por no pasar, ya ni siquiera ocurren en los cuentos de hadas más contemporáneos y los protagonistas de esta historia, Ellie (Rose Byrne) y Pete Wagner (Mark Wahlberg), lo irán descubriendo, sobre la marcha y sin mucha ayuda por parte de su entorno. Sin embargo, el mayor problema estará relacionado con su empeño por dejar de ser quienes, en realidad, son queriéndose adaptar a los tres recién llegados, Lizzy (Isabela Moner); Juan (Gustavo Quiroz) y Lita (Julianna Gamiz), obviando que lo que los niños necesitan son unos padres, no unos amigos, ni unos compañeros de cuarto.
Lizzy, la niña que ha dejado de serlo para convertirse en una hermana mayor, madre sustituta y responsable del bienestar de los menores es el mayor escollo no solamente por la desconfianza acumulada en todas las bolsas de basura que le han acompañado en cada una de las sus mudanzas, sino por la indefensión, fragilidad y vulnerabilidad que la joven adolescente carga sobre sus hombros. Lizzy es, con mucho, el personaje más trágico, dentro de una realidad que mezcla animales de peluche con abandono y rabia contenida de sus hermanos más pequeños. Ella hará todo lo posible por colocar a Ellie y Pete al límite de sus posibilidades. Con apenas quince años, poco le queda por perder y, ni siquiera, se plantea lo que pudiera ganar, si aquella nueva oportunidad que se abre delante de sus ojos pudiera llegar a ser la buena y definitiva. En esos momentos, la sombra de una madre que nunca estuvo, por lo menos, no como unos hijos se merecen, sigue pesando demasiado y Lizzy aún alberga esperanzas que de las cosas puedan ser como ella quisiera.
En esto, la adolescente no es como el resto de sus compañeras, todavía deseosas de que la película termine con un final feliz. Para ella, lo importante es sobrevivir hasta que el sistema se desentienda de ella y, llegado el momento, encuentre un asidero al que agarrarse y, desde ahí, lograr hacerse cargo de sus dos hermanos.
Quizás, Ellie y Pete sufren el mismo desencanto que ha perseguido a Lizzy desde que el garaje de su casa salió volando por los aires -al inflamarse los compuestos químicos utilizados para procesar drogas que atesoraba en su interior. Sin embargo, cuando las cosas se ponen feas, o casi mejor dicho, críticas, la venda que estaba tapando sus ojos se caerá y ambos adultos se comportarán como lo que son; es decir, unos padres primerizos con tres niños a su cargo y muchas, muchas cosas que hacer, si quieren que todo aquello no se les vaya de las manos.
Familia al instante, dirigida, escrita y basada en las experiencias vitales del director Sean Anders, juega con contar una historia a ratos de forma un tanto exagerada, en especial cuando Ellie y Pete quieren ser “los mejores padres del mundo”, pero se dejan olvidados a Juan y Lita en el coche mientras ambos tratan de ajustar cuentas con quien está queriendo sobrepasarse, digitalmente hablando, con Lizzy. En otros instantes de la película, la exageración de antes deja paso a una realidad cercana, sincera y que no esconde el drama que le supone a un país como los Estados Unidos de América -ya saben, aquel que se ha despertado en varias ocasiones con el eslogan “America first”- el tener en el sistema estatal de adopciones a más de medio millón de niños, muchos de ellos, en unas condiciones más que cuestionables.
Queda claro que el director conoce cómo funciona dicho sistema y, sobre todo, cuáles son los escollos -legión, por la cantidad a la que deben hacer frente Ellie y Pete- que se cruzarán en el camino de ambos progenitores, prácticamente desde el primer minuto. Hay momentos en los que parece que todo lo que se haga es inútil, aunque siempre hay alguien que, merced a su experiencia previa, te ayude a ver la luz al final del túnel y sin necesidad de hacerte sentir mal por añadidura.
Al final, tal y como dijo John Lennon en su inmortal canción, “All you need is love”. Eso sí, sin olvidar que hay que tener una propuesta en común a la hora de educar a los niños.
© Eduardo Serradilla Sanchis, Helsinki, 2019.
© 2019 Paramount Pictures.
No obstante, ser padre de adopción no es fruto de una casualidad y/o un calentón pasajero que, nueves meses después, cristalizó en un infante no deseado y, luego, peor tratado. Quienes aceptan la tremenda responsabilidad que supone el incluir en un ambiente propio a personas que provienen, en general, de un escenario diametralmente opuesto al de los progenitores que han decidido dar ese paso, van un paso más allá en la siempre compleja tarea de convivir y educar a una persona más joven e inexperta.
Además, si ese sistema cumple con su obligación, algo que no siempre sucede, las personas que han tomado esa decisión deben pasar por unos exhaustivos controles antes de poder convertirse en aquello que pretenden lograr. La diferencia que existe con el caso más habitual y natural de ser padres es que los niños adoptados, llegado el caso, Sí pueden ser devueltos, cosa que, con un hijo natural es más complicado, aunque siempre quede la opción de abandonarlo y a vivir que son tres días…