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Bolivia: crónica de la tormenta que rodeó al golpe

Fernando Del Rosal

La Paz —

Zozobra, tensión, angustia, incertidumbre. Aventurar un sonido mecánico en el cielo y al momento recibir el estruendo de un motor a reacción para asomarse a una ventana y vislumbrar, en la noche aún joven del martes 12 de noviembre, lo que ipso facto se reveló como la irrupción de dos cazas de la Fuerza Aérea Boliviana que sobrevolaban la sede de Gobierno. La estampa produjo de repente una desagradable sensación de irrealidad.

Durante 15 minutos, ejercieron su imponente amedrentamiento sobre la población, fuera cual fuese el color e ideología de cada cual, mientras la televisión mostraba imágenes de automóviles y de blindados de pequeño formato, como tanquetas, abandonando el Cuartel Ingavi, el destacamento largo tiempo pasivo situado en la ciudad de El Alto, justo al borde de la enorme hondonada que ahorma a la ciudad de La Paz.

La Paz se precia de su tradición rebelde. “Cuna de valientes, tumba de tiranos” reza uno de sus credos más identitarios, acreedor de su historia levantisca. Hoy, el movimiento no es tal, sino que los “milicos” desfilan de nuevo por las avenidas paceñas como hicieron cuando el dictador Hugo Banzer, en 1971, se apoderó del Estado, y el peso de su llegada pasó desapercibido en la rueda de prensa en la que el alto mando militar afirmaba ofrecer sus servicios para “pacificar” el país y proporcionar seguridad a las familias.

Las pasadas de aviones por sobre la ciudad de La Paz se vivieron tanto de día como de noche durante los días que sucedieron a la renuncia de Evo Morales. Fuente: Clarín

Buena parte de Sudamérica somatiza los últimos meses una ebullición política y social que se visibiliza en Chile, Ecuador, Haití y también en Colombia. Bolivia acababa de sumarse a la lista. El país altiplánico-amazónico atraviesa un estado de gobernabilidad anómalo que involucra a sus instituciones y se extiende a la sociedad.

La anomia se define como “estado de desorganización social o aislamiento del individuo como consecuencia de la falta o la incongruencia de las normas sociales”, pero también como una enfermedad que se caracteriza por “la incapacidad o la dificultad de reconocer o recordar los nombres de las cosas”. El concepto alude con certeza a la situación de un país donde la cohabitación entre etnias y razas, la convivencia entre naciones y pueblos que regía a partir de la promulgación de su Constitución Política del Estado (CPE) en 2009 se rompe de pronto con el descabezamiento de su Gobierno y donde el racismo y ciertos tintes de guerracivilismo afloran tan pronto en las redes sociales como en boca de su nuevo y autoproclamado Ejecutivo. Un país donde las versiones oficiales revirtieron la connotación innegable que tienen los golpes de Estado.

Conforme anunciaba el Ejército, ante las cámaras, la activación de sus operaciones conjuntas con la Policía Nacional de Bolivia, el rumor de su llegada a las calles antecedió al eco de las sirenas de los coches patrulla y a las imágenes televisadas de escuadrones motorizados descendiendo sobre la sede de Gobierno de Bolivia “para evitar sangre y luto a la familia boliviana”, adujo su general en el pronunciamiento.

Al momento, las imágenes en pantalla estremecen a quienes me acompañan: “Ya se armó la cagá”, se convenció inmediatamente Angie, la joven mitad chilena mitad boliviana que más pesimismo arrastra ante elestado de las cosas. La noche anterior, en medio de la angustia que recorría las calles donde proliferaban puntos de vigilia y barricadas, Angie durmió empuñando un cuchillo de cocina, pese a residir en el noveno piso de un céntrico edificio paceño custodiado por dos porteros que hacen guardias nocturnas. De acuerdo con su postura, la joven parecía predispuesta a resistir en una batalla inminente,aún por llegar al albur de una convicción oscilante entre el temor y el rechazo: “Los indios son unos salvajes”, aducía, y por tanto su venganza por el volteo del estado de las cosas sería terrible. La amenaza de represalias y persecuciones trajo el desvelo del sueño y aumentó el grado de incertidumbre que venía in crescendo desde las elecciones hasta el punto de querer anunciar una escalada hacia la guerra civil.

Apenas 24 horas antes, Evo Morales pasaba a la historia de Bolivia como un presidente trucho y maleante que promovió un fraude electoral para extender lo indecible su Gobierno antidemocrático con tintes autoritarios. Escribía el final de su historia en un clima de descontento que invadía cada vez más los ánimos desde que la Organización de Estados Americanos (OEA) señalara públicamente, antes incluso de dar efectivo término a la auditoría solicitada desde el propio Ejecutivo, que resultaba “improbable estadísticamente que Morales haya obtenido el 10% de diferencia para evitar una segunda vuelta”.

Morales se encontraba entonces fuera de La Paz y resguardado en la comunidad que le vio nacer como el dirigente sindical que fue. El expresidente se encontró en situación de caza y captura, sobre la base de una instrucción sin juez ni ley mediantes y formulada por Luis Fernando Camacho, gran empresario del departamento de Santa Cruz e instigador destacado del movimiento opositor. Entre la rebelión violenta y la cruzada religiosa, Camacho dictaba la orden desde la misma ciudad de La Paz y con la sola autoridad que su fama le profería. A un tiempo, la Policía le contradecía.

Seis días antes, el 4 de octubre, Morales sufría un percance sin heridos en el que el helicóptero donde viajaba tras inaugurar una carretera tuvo que aterrizar de emergencia por causa de un fallo en el rotor de cola. Más tarde, ya exiliado, reveló sus sospechas de que el suceso “no fue casual”. Tal vez el hecho le remitió a la historia. El general René Barrientos, primer militar que dio un golpe de Estado para acceder al poder en Bolivia como presidente de una Junta Militar en 1964, murió en un extraño accidente de helicóptero en abril de 1969. Barrientos trascendió porque bajo su orden se efectuó la ejecución sin juicio previo, el 9 de octubre del 67, del guerrillero Ché Guevara, capturado por el sus soldados en la provincia de Vallegrande.

El Movimiento Al Socialismo (MAS), partido de Morales, pudo certificar la primera fisura seria de su apoyo popular en 2016 cuando el entonces mandatario perdió por una diferencia de entre uno y poco más de dos puntos el referéndum convocado para dilucidar si se postularía, una vez más, a la presidencia. Lo hacía en un intento por ampliar su mandato más allá de los dos periodos de Gobierno que amparaba como máximo la legislación boliviana para un mismo candidato.

Aquella señal de declive se antojó insoslayable en términos de tendencia aun en medio de una campaña de derribo que no escatimaba en infundios ni descalificaciones hacia el político orureño. Morales saludó después la sentencia del Tribunal Constitucional que rehabilitó su candidatura presidencial con arreglo a la protección de sus derechos políticos y declaró “inconstitucionales” los artículos de la ley electoral boliviana que limitaban la cantidad de periodos continuos que puede tener cualquier autoridad boliviana electa. Morales, en inferioridad y ante unos oponentes sin reparos para hacer siempre trampas, incumplió las mismas leyes que dio a luz la prédica de los movimientos de base que un día lo auparon al Palacio de Gobierno.

Con esos antecedentes se desencadenó una escalada de acciones que han violentado el orden constituido. Y algo en ello resulta cabalmente preciso en su aparente espontaneidad. El Euromaidán ucraniano y las “revoluciones de colores” acuden a la mente por comportar movimientos revestidos de un aura democratizadora. Pero las raíces subyacentes divergen taxativamente.

El orden democrático en Bolivia se siente ausente y sobreviene, tras la caída del dirigente, la constatación carnal de un terror palpable, aunque difuso. La extrañeza invade los ánimos y la madrugada del domingo 10 de noviembre, desintegrado el Gobierno a través de una inusitada concatenación de dimisiones en un lapso de 24 horas, trae el presagio de una Bolivia que no será ya la misma que se dejaba conocer hasta ese momento.

Hoy, al final de los dos meses más negros a los que los bolivianos asisten desde que el país emprendiera el Proceso de Cambio en 2006, salvo excepciones remarcables, resulta certero señalar que Bolivia se somete a un régimen donde el poder de facto está en manos de las Fuerzas Armadas, en primer término, y de la Policía en segundo. Y donde un Gobierno no elegido por el voto popular legitima las arbitrariedades del actuar policial y militar implantando en el país un estado de sitio por la vía de los hechos.

El objeto principal de la represión es la población rural en un país donde “el proceso de urbanización ha connotado una acentuación de la división técnica y social del trabajo entre campo y ciudad, así como un incremento de las desigualdades interregionales”, tal y como se aborda en el trabajo académico de 1999 Urbanización, Pobreza y Redistribución Espacial de la Población Boliviana. A los 10 días de su sanción, el Gobierno derogó el decreto que dejaba impunes los actos de los uniformados, pero el poder ya había hablado por la boca de sus fusiles.

Naciones Unidas debió verle las orejas al lobo y puso en marcha, el 14 de noviembre, el envío de un mediador, el diplomático francés Jean Arnault, con el fin de “apoyar los esfuerzos para lograr una solución pacífica a la crisis”, que anunció el 23 de noviembre un acuerdo a tres partes firmado entre el Gobierno de facto, el MAS y la Conferencia Episcopal de Bolivia.

Actualmente existe un acuerdo para la celebración de elecciones en el mes de abril dem2020, en un lapso de 120 días pero, hasta esta conciliación, la población estuvo transida por una situación de parálisis en lo social y de vacío en lo institucional desde la que asistió a la vulneración de sus derechos fundamentales. Morales no podrá ser candidato desde que el 18 de diciembre la Fiscalía boliviana ordenó su detención tras ser acusado de sedición y terrorismo.

No bien se proclamaba el nuevo Gobierno, el Relator Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Edison Lanza, alertaba sobre las declaraciones de la que era nombrada ministra de Comunicación, Roxana Lizárraga, respecto a la identificación que hacía el Ejecutivo de “periodistas o pseudoperiodistas que estén haciendo sedición”, a los que instó a “responder a la ley boliviana”, incluyendo indistintamente a nacionales y extranjeros, principalmente argentinos que vinieron a cubrir la crisis que irrumpió con toda la fuerza el 10 de noviembre.

Antes de escribir estas líneas, las fuerzas de seguridad bolivianas ya participaron, al menos, en 1.504 detenciones, de las que 106 permanecen en vigor de acuerdo con la Defensoría del Pueblo, el más visible organismo del país en la denuncia de los actos de violación de los derechos de la población registrados las últimas ocho semanas. La Defensoría ha sido objeto de “hostigamiento y violencia” en su delegación cochabambina en unos actos denunciados por la propia CIDH, a pesar de lo cual ha materializado un espacio de acercamientos que posibilita objetivos de paz comunes entre las partes sociales en conflicto. El cómputo general de la Defensoría arroja un registro de 716 heridos a manos de civiles y 116 casos documentados de represión policial. Treinta y cinco son los fallecidos.

La escalada de tensiones que se hizo nacional apuntando hacia La Paz

El conflicto es la cotidianeidad de La Paz. La protesta acostumbra a presentar dos fases sucesivas: inicia con una manifestación y, a falta de acuerdo, le siguen un paro -huelga- y un bloqueo de calles en la ciudad, y de vías de comunicación entre departamentos. La expresión política de este conflicto encontró un primer aliento en Santa Cruz y Cochabamba y sus dedos fueron apuntando hacia La Paz.

Comandada por el mentado Camacho, gran empresario, entonces líder del Comité Cívico Pro Santa Cruz y figura ultra de proceso, y arengada por el político opositor a Morales con más apoyos, Carlos Mesa, de la coalición Comunidad Ciudadana, prendió primero la protesta entre las clases medias urbanas, en su mayoría estudiantes y personas dedicadas a profesiones liberales a los que se sumaron empresarios de toda magnitud. Los manifestantes se presentaban en las vías de las ciudades, a menudo, integrando grupos de familiares. Padres y madres se turnaban para acompañar a sus hijos en cada bloqueo callejero.

La sospecha de amaño precedió y sucedió a los comicios sin solución de continuidad. Una fuente “anónima” que “trabaja hace muchos años” en el Tribunal Supremo Electoral (TSE) trasladó la víspera de las elecciones, al portal Brújula Digital, la información de que algunos de sus vocales planeaban sabotear el sistema de Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP), el recuento no oficial y preliminar de los votos, “el día de las elecciones”.

El cómputo oficial dio el 20 de octubre la victoria a Morales con el 47,08% de los votos, frente al expresidente Carlos Mesa, depositario del 36,51% de sufragios. De acuerdo con la Constitución, al superar el 40% y sacar al segundo una diferencia de diez puntos, Morales era reelegido en primera vuelta. Pero Mesa denunció una comisión de fraude antes incluso de que se anunciasen los resultados oficiales y exigió una segunda vuelta, a tenor de que la ventaja de Morales alcanzaba apenas la magnitud requerida para hacerlo de nuevo presidente.

En ese clima, dos días después de las elecciones, la OEA acometía su auditoría electoral a petición de un Gobierno cuyo presidente se mostró dispuesto a ir a una segunda vuelta en caso de demostrarse la presunta trampa. Poco después, ante la progresión del conflicto social, el propio Morales anticipó públicamente la gestación de un golpe de Estado, mientras que la derecha y los sectores sociales que lo enfrenteban radicalizaron sus acciones de protesta y exigían su renuncia en el seno de un movimiento opositor que había rechazado en un principio la propia intervención de la OEA. Poco antes de abandonar su cargo, Morales convocó a unas nuevas elecciones para promover la distensión social, pero Mesa mantuvo su llamado a ocupar las calles y rechazó que Morales y su exvicepresidente, Álvaro García Linera, pudiesen en todo caso concurrir como candidatos.

Tras la atropellada desintegración del Gobierno, la protesta cambió de bando y pasó a ser, por contra, de campesinos y comunidades indígenas del Altiplano, de los valles interandinos, y de la región del Chapare, principalmente. Pero también de sectores sociales radicados en El Alto, tercera urbe en población de Bolivia, temida a menudo por los gobernantes dada su fuerte gravitación político-social. Tres días y cuatro noches, las ciudades del Eje Troncal del país (La Paz, Cochabamba y Santa Cruz) fueron testigo de cómo el miedo atenazó los corazones de la gente. Pero el miedo no era fundado.

“¿Sabes qué? La gente echó al Evo (Morales), celebró como si fuera la victoria más grande y no se están dando cuenta de lo que se está armando”, denunciaba entonces Alba, en sosegada conversación. Residente del paceño barrio de Sopocachi, la joven arqueóloga se mostraba preocupada tras el derribo del Gobierno: “De todas las otras personas de derecha -más allá de las cabezas visibles que han representado dentrodel país la oposición a Morales y su Gobierno-, hasta (Donald) Trump y (Jair) Bolsonaro están ahí metiendo sus manos, celebrando que el Evo (Morales) haya salido. Otra vez quieren entrarse a Bolivia y lo están haciendo”.

El país se veía desde las elecciones de octubre bloqueado incluso en sus pequeñas expresiones. Las calles eran surcadas por barricadas y por cierres del paso a cada intersección: calaminas, vallas mobiliarios público, contenedores y alambre cortan lo mismo avenidas de gran calado en el centro paceño y en sus distintas zonas que los accesos a edificios, viviendas y garajes. Igual, en El Alto y en Cochabamba.

“Y la razón por la que me siento tan desesperada es porque no sé qué hacer”, prosigue Alba,“ni siquiera discutiendo con las personas que tengo cerca, o hablando o charlando, no funciona”, paralizados por el miedo. Y el miedo es el combustible del odio.

Miguel, funcionario del Gobierno extinto, es un damnificado por la sustitución de trabajadores públicos que el nuevo Ejecutivo efectúa en toda la Administración. Su oficina, como las otras, es custodiada por efectivos militares que dan el cierre a la jornada, cada día, a las 18 horas. El Ministerio de Gobierno, de hecho, fue desalojado por los militares “con los funcionarios saliendo con las manos detrás de la cabeza”, anunciaba el joven trabajador del Estado, presagiando que tal vez pudiera ocurrirle lo mismo a él y a su equipo.

En aquellas jornadas inciertas, Miguel dio igualmente cuenta del relato de otro funcionario público que describía, en su blog, el encuentro con un taxista llamado Humberto, en las jornadas inmediatas a la ruptura institucional que trajo el 10 de noviembre. El bloguero, en su publicación, reseña cómo aquel laburante, perplejo y al mismo tiempo invadido por la rabia, dio fe de un episodio en el que “un grupo de policías llegó” a Rosales, barrio popular de La Paz, y comenzó a golpear las puertas de los domicilios. La mayoría de la gente, describe, aguardó dentro de sus casas hasta que de una “salió un muchacho enojado y alevoso”, que “reclamó a las fuerzas del orden la violencia con la que estaban tocando su puerta. A cambio recibió un balazo en el pecho. Humberto esperó, junto con otros vecinos, a que las fuerzas del orden se movieran de la zona y en cuanto pudo corrió a casa del muchacho que recibió el balazo. Murió en sus manos. Desde ese día la gente de Rosales decidió no salir más a reclamar nada”.

La Policía, en rebeldía, dispara a quemarropa a los olvidados de Bolivia. Extraño concepto para una rebelión.

Y sin embargo, el testimonio de aquel encuentro refleja reconciliación. De acuerdo con la publicación, Humberto confesaba al funcionario que “le daba mucho sentimiento saber que no es la clase social lo que nos separa, que él siente impotencia al pensar que los mestizos blancos de la ciudad y los indígenas estamos destinados a enfrentarnos en este momento de nuestra historia. No les miento -prosigue el relato-, Humberto lloraba desconsoladamente al punto que se abrazó de mí y sólo repetía ‘gracias, gracias, gracias”.

La utilidad política de un terror amorfo e indeterminado

“Hordas masistas de #EvoAsesino en Calacoto -barrio de las élites paceñas- saqueando tiendas y quemando la propiedad privada... ayuda por favor” o “así las hordas masistas saquean en el barrio de Calacoto en zona sur de la capital La Paz”. Son relatos sumarios publicados en aquellas horas oscuras y agraciados con un fuerte predicamento en redes. Sus autoras: la licenciada en Trabajo Social, Katya Jimena López y una tal Teresa Durán -cuya cuenta de Twitter aparece como “temporalmente restringida” por “actividad inusual”-, respectivamente. El canal: sus redes sociales.

Alrededor de epígonos, como ellas dos, del pseudosaber que se propaga por el solo titular, la gracia de la instantaneidad del click -sin pretensiones, o como parte de una guerra informativa premeditadamente servida- y en torno a una pantalla de teléfono móvil, la noche entregaba su trono al reino de las bestias. Sobre todo, a raíz de la viralidad que cobró en redes, el lunes 11 de noviembre, un vídeo en el que, lo que semejaba un escuadrón de desaforados vecinos de El Alto, en formación militar y enarbolando banderas wiphalas (hoy el símbolo referencia del pueblo aymara), emprendían una marcha multitudinaria al trote y al grito de “¡ahora sí, guerra civil!”. Se difundió que aquel grupo se dirigía hacia La Paz y que sus intenciones eran tan nocivas como las consignas que proferían a su paso daban a entender. Lo cierto es que la información carecía de fuentes fiables y que mensajes como estos otorgaron el pábulo exacto a los imaginarios más aterradores, previamente instalados.

El presidente dimitía y el mismo día la crisis se desataba en sus dimensiones más psicológicas. Con precisión quirúrgica, se bosquejó en la prensa y en las redes la existencia de una amenaza difusa circunscrita a los saqueos que son, por otra parte, una constante en Bolivia cuando emergen los tiempos de desorden o de ruptura político-social e institucional.

Así es como se ha pergeñado un pronunciamiento militar que encontró en la opinión pública el entorno propicio para justificar un presunto orden sobre el caos.

Pero, ¿qué o quiénes eran la amenaza? En la televisión se mostraba indistintamente, una imagen tras otra, a los grupos que protagonizaban las protestas, pero también a los delincuentes detenidos durante aquellas jornadas por la Policía. Los unos mostraban su repudio político y social, y los otros perpetraron incendios de instalaciones de buses, de supermercados e incluso de comisarías de Policía. ¿Campesinos en marcha reclamando justicia o gentes inmersas en la delincuencia habitual? Bajo el imperio del miedo, la distinción era indiferente mediáticamente hablando. Y sin embargo, los pobres que delinquen, destrozan y saquean habitan entre nosotros en las grandes ciudades. Son sus vecinos y no los habitantes de las comunidades rurales, que acuden de forma más o menos organizada a los centros del poder político de la nación en el transcurso de acciones de protesta. No es lo mismo.

Gran parte de la población urbana asimiló que ambos grupos se definían por una total equivalencia. Que, al fin, eran todos masistas: adeptos de Morales con intereses vinculados a las cuotas de poder propias de su Gobierno y de su partido, el MAS. El masista era -y es- un otro cuya otredad ponía en jaque un modo de vida. Diríase incluso que a la civilización misma.

Atropello a las libertades

Una incubadora mediática instauró la idea de una “invasión de los indios”, venidos desde el Altiplano hacia el municipio de El Alto para asediar La Paz, y desde los campos y los montes para quemar Cochabamba. Saqueo, robo, incendio y violación. “Las ciudades han estado constantemente en una situación tan cómoda porque, a lo largo de toda la historia, es gente del campo la que ha venido a luchar”, razonaba Alba, de nuevo. “Es gente del campo que está marchando ahora da por seguro que les vamos a quitar tierras, que les vamos a quitar su libertad, ¡están marchando mujeres que piensan que les van a quitar las oportunidades a sus hijos! Pero la gente de la ciudad no lo ve así, solamente ve estos orcos. Es terrible”.

La chica verbalizaba su desazón después de asistir a una charla de Silvia Rivera, socióloga, activista e historiadora boliviana que el domingo 17 de noviembre anunció públicamente una demanda contra la mentada ministra de Comunicación del Gobierno de facto, Lizárraga. Lo hizo “por el uso indebido” de su “participación en el parlamento de las mujeres -evento de protesta previo-, completamente fuera de contexto, como si estuviera de acuerdo con la política de terror que ha desatado su Gobierno contra la población”, había expresado la propia Rivera.

El encuentro fue un intento por insuflar oxígeno a las personas que se oponen al autoritarismo y las maneras racistas y discriminatorias con que el Gobierno de facto está dirigiendo los designios de Bolivia. Alba se mostraba firme en sus convicciones: “Lo que ahorita tenemos que hacer es encontrarnos y aliarnos, apoyarnos, porque esto no se puede tragar solo, está muy duro. Tengo amigos con los que he estado en el colegio, que si publico algo en Facebook me atacan, me responden '¡no¡ Necesitamos que estén aquí afuera (el Ejército y la Policía), porque van a venir los narcos a atacarnos con armas'. Es una desesperación horrible”.

El Chapare, donde se originó el movimientos campesino y cocalero del que emergió el Morales líder sindical, es una región afectada en medida considerable por el narcotráfico. Esto es un pretexto, a menudo, para formular acusaciones recurrentes en las que se tacha de “narco” lo que tenga que ver con las bases del movimiento cocalero y campesino, las cuales constituyen el apoyo social del Movimiento Al Socialismo.

“Tenemos que aferrarnos a nosotros, agarrarnos y apoyarnos. Esto es un atropello contra todas las libertades ciudadanas que tenemos y la gente no se está dado cuenta, porque les han dicho que les van a venir a matar y es por eso que los policías están ahí, los militares están ahí: Si no nos empezamos a informar, esto va para largo”, se reafirmaba Alba.

En efecto: envuelta por la desinformación, gran parte la población boliviana acababa de iniciar un proceso de desvinculación de la realidad del que, dos meses después, no ha logrado emanciparse. La verdad resultó ser un convencimiento hallado en la pantalla del teléfono celular o a través de unos diodos luminosos.

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