Bolivia: un golpe gestado entre el miedo, la complicidad policial y la mordaza informativa
“Esto es fruto de la pura paranoia”, afirmaba Gerardo, vendedor de snacks y chucherías en la céntrica Avenida 16 de Julio de La Paz, aquellas jornadas en que el clima de miedo y desconcierto se instaló en la ciudad de La Paz tras el derribo, el pasado 10 de noviembre, del Gobierno de Evo Morales.
Bregado en momentos de la historia boliviana que trajeron zafarrancho, agitación y los rigores de la escasez, Gerardo experimentaba entonces una semana en la que el tiempo de sueño escaseaba y abrumaba el exceso de tensión. En su barrio, Villa Copacabana, zona popular asentada en una de las laderas más reconocibles de la urbe andina, y conforme a una labrada sincronización, los vecindarios, uno a uno, se organizaron aquellos días en torno a hogueras nocturnas para velar contra un saqueo y una agresión invisibles que, entre la sospecha y la alarma que corrían como la pólvora, creyeron ver cernirse sobre sus hogares.
“En la noche -del domingo 10 de noviembre- oíamos gritos de alerta, hacían sonar sus silbatos, estuvimos en pura tensión hasta la madrugada, e igual lunes y martes. Pero cuando alguien decía sentir que venían grupos -de saqueadores-, no pasaba nada o no eran más que los propios vecinos de más allá, que tan oscuro no se ven bien”, explicaba Gerardo, con la cara marcada por el secuestro del sueño, cuando las jornadas de mayor preocupación habían ya dado paso a una cierta normalidad.
Aquellas tres noches del 10,11 y 12 de noviembre, los mismos grupos de vecinos, apostados en sus calles durante largas vigilias, llegaron a asustarse involuntariamente unos a otros en la oscuridad de la madrugada. Los avistamientos que se producían eran difusos, las siluetas y los fuegos de hoguera incrementaron la confusión y a ella se sumaban los ruidos y el ajetreo propios del vaivén de vigilantes. El temor a los saqueadores se retroalimentaba de una cuadra (manzana) a la contigua, y se dio un contagio del miedo que se propagó a la luz de las lumbres dispersas en el vecindario, hogueras que emergían sobre neumáticos en llamas, alimentadas durante horas a base de alcohol de farmacia y algo de combustible.
El domingo 10 de noviembre, las calles paceñas se vaciaron al apagarse el día como en el preludio de un bombardeo. El supermercado, calle arriba desde donde me encontraba, montó, en apenas 24 horas, un portón de metal con contrafuertes de madera para fortificarse frente a un augurado saqueo. Los vecinos se organizaban para bloquear los accesos a edificios y casas y cerraban el paso de escalinatas y de rampas de lado a lado, con láminas de calamina y hierro, maderas, alambres y mobiliario urbano e incluso doméstico.
Un europeo con cierta memoria evocaría en esos instantes la Noche de los Cristales Rotos, pero en este caso como si las víctimas potenciales se percatasen del inminente ataque. Un boliviano, por contra, espera que algo así pueda ocurrir en jornadas, como la de aquel domingo, cuando el presidente abandona su cargo bajo indicaciones precisas del Ejército. Una de esas noches en las que la ley se muestra ausente.
Algunos vigías eran enviados calle arriba a recabar información. Emprendían misión de reconocimiento, pero su vista alcanzaba apenas distancias cortas, lo que no es mucho en la sinuosidad de las villas paceñas, carentes de un alumbrado público potente o abundante. Sus incursiones cobraron, a su vez, formas amenazantes para otros vigilantes que las intuían o las adivinaban y estos, de igual modo, alertaban a sus propios círculos de los avistamientos. El estado de suspense y terror no podía disiparse, mientras la amenaza desteñía sus tintes más políticos hasta alcanzar un carácter netamente delictivo.
“Me da la leve sensación de que alguien ya ha creado la nueva raza de la humanidad: Los masistas”, resumía con ironía Alba, otra vecina paceña poniendo en evidencia el leitmotiv mediático que tras caer el Gobierno pregonó la llegada de una presunta venganza a manos de los seguidores de Morales y de su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS). “Es como que gritaran que ya viene el lobo y todos entran en pánico. Es una manipulación bien asquerosa, y todos sólo siguen, y gritan”, concluía la joven.
Entre bastidores, la operación de Estado adquirió, en etapas, diversos ropajes que dotaron de entidad a los eufemismos con que se iba vistiendo el quebrantamiento de la legalidad, en aras de asegurar su legitimación social.
Fueron noches de pasos acelerados tras las esquinas de los edificios, el correr apresurado hacia las casas y, antes de la medianoche, de los potentes pitidos que proferían los vigilantes que, como hicieran antaño los serenos, alertaban ante cualquier amenaza ni bien intuían movimiento en la lejanía o recibían mensajes de alarma en sus teléfonos celulares. Lo propio hacían los porteros en los edificios: al sonar de su silbato, el bullicio se apoderaba de los pasillos y las entreplantas: prisas, idas, venidas y estrépitos precipitaron la escalada de una congoja cada vez más cierta en el seno de los hogares, antes de que los padres de familia salieran a los portales y las aceras a defender, militarmente, vestíbulos y balaustradas propios.
La luz del día, por su parte, dejaba al descubierto una ciudad gris, sin autos en circulación, con la casi totalidad de los comercios cerrados. Y sus cruces de caminos, aún humeantes entre los restos carbonizados de las gomas que ardieron, amontonadas tras imponentes murallas de obstáculos que no fueron parapeto frente a ataque alguno. Aceras surcadas por viandantes que no levantaban demasiado la vista y se amontonaban, apesadumbrados por el sueño y la rigidez muscular, en lentas colas para comprar carne y alimentos perecederos. A esta tensa situación se sumaba la escasez de suministros que se iniciaría al cabo de la semana, en gran parte, “porque la gente está paranoica”, señalaba la propia Alba. Familias y profesionales llevaban al límite la demanda de combustible en las gasolineras y de alimentos en los mercados de abasto y en los supermercados, una problemática que crecía por mor del vigente bloqueo de carreteras. La manifestación de protesta que cerró el acceso a la central hidrocarburífera de Senkata, en la ciudad de El Alto, alargó un desabastecimiento de gasolina que recabaría el foco de los informativos nacionales antes de que los disparos del Ejécito le dieran punto y final.
La inacción policial, cómplice con la escalada de tensión
¿Falsa alarma? A pesar de las noches de pitidos y de aislados ecos metálicos de cacerolas y barandillas urbanas, que saltaban las alarmas, aquel irrevocable estado de alerta no fue preludio del atentado generalizado. Pareció entonces desvelarse algo así como una trama retorcida, casi cómica, en la que los urbanitas jugaban papeles carentes de un guión coherente.
La primera noche, el terror fue paralizante; la tercera se intuía que la amenaza no era tal y que en cada caso respondía al intento de grupos de delincuentes y de extracción marginal por rapiñar lo que la coyuntura anárquica pudiese brindarles.
Sí hubo quemas y destrozos localizados en El Alto, la empobrecida ciudad siamesa de La Paz, y también en comercios de la zona sur, el entorno de las élites y las clases altas paceñas. Se dieron de forma localizada y en lugares que en aquellas jornadas fueron abandonados por la fuerza policial, que se mostró inoperante en medio de una dispersión desorganizada que, a ojos de la población, quedó justificada por su necesidad de estar en todas partes para intervenir en cada foco de conflicto.
Los encontronazos civiles, muy aislados, enfrentaron excepcionalmente a vecinos con saqueadores. Nunca a bolivianos con diferencias políticas e ideológicas, salvo en las contadas ocasiones en que dos manifestaciones adversas se encontraron, siempre bajo un fuerte control de la Policía y cerca de los centros de poder institucional donde la protesta es históricamente frecuente.
La inacción policial reveló la complicidad de los uniformados respecto a aquel estado de cosas. No en vano, cuarteles policiales de peso terminaron la semana anterior rebelándose contra el Gobierno de Morales.
Mostrando su respaldo hacia la intervención policial y militar, algunos vecinos comenzaron a ondear banderas de Bolivia al pasar de las patrullas de uniformados que, en un ejercicio gestual más que profesional, proliferaron en las vías públicas de La Paz -sobre todo-, Cochabamba, Santa Cruz, Sucre y Potosí.
En contraposición a la Wiphala, identitaria del pueblo aymara y la cultura andina, la bandera tricolor se ha erigido en el símbolo de la oposición contra el Gobierno del MAS. En aquellos días inciertos no fue extraño ver la insignia nacional ondear en ventanas y automóviles, y también en los bloqueos de calles; a pesar de que la bandera boliviana no era, hacía tiempo, patrimonio de pertenencias exclusivas, sino un nexo entre los significados diversos que entraña el ser boliviano. Su apropiación, ahora, no dejaba de significar la apuesta por revertir el sentido de la integración plurinacional.
Las manifestaciones que se multiplicaron tras el golpe de Estado comportaron un movimiento de protesta íntegramente pacífico, que recibió en cambio una represión violenta de alta intensidad de parte de las fuerzas del orden bolivianas, fundamentalmente en La Paz, El Alto y Cochabamba, pero también en Potosí y Santa Cruz.
Las detenciones policiales que obtuvieron publicidad mediática se hacían de día, y la prensa, también la partidaria de los sectores de oposición a Morales -una tendencia cada vez más uniforme-, informó de la presencia de delincuentes comunes infiltrados en manifestaciones de carácter político. El diario de tirada nacional radicado en La Paz, Página Siete, refirió que “30 delincuentes que se habrían camuflado entre los marchistas que descendieron desde de El Alto en una marcha que demandó el respeto a la Wiphala, el rechazo a la presidenta Jeanine Añez y a la renuncia de Evo Morales” fueron detenidos el 13 de noviembre. “Por robo agravado, lesiones gravísimas y actos vandálicos en La Paz”, también cayeron presas 24 personas entre el 11 y el 12 de noviembre.
En los teléfonos móviles de varios de los detenidos se hallaron “mensajes y fotografías que enviaban a grupos con el fin de alertar sobre la presencia de policías y para identificar objetivos para robar”, de acuerdo a la información del Departamento de Análisis Criminal de Inteligencia (DACI).
“Las hordas” no existieron, sino que escondían una pobreza desclasada que no se incorporó al consumo.
La incubadora mediática de una única matriz informativa
“Si no estáis prevenidos ante los medios de comunicación, os harán amar al opresor y odiar al oprimido”, decía Malcom X durante las luchas por los derechos civiles de la población afroamericana en Estados Unidos. Pues bien, la idea de un golpe de Estado brilló por su ausencia en la cobertura mediática de marchamo boliviano que se desplegó a partir del derrocamiento de Evo Morales. Ni siquiera se le dio cabida dentro de las declaraciones que las televisiones recogían de boca del exmandatario, cuando efectuó su primera comparecencia pública ante los medios en su recién iniciado asilo en México, el 13 de noviembre. El relato hablaba de transición, interinidad y constitucionalidad.
La oposición conservadora montó escenarios conflictivos y obstaculizadores, utilizando a los medios de comunicación masivos como sus herramientas políticas desde donde, incluso, se emitieron discursos racistas y xenófobos. Radios, revistas y canales de televisión concentrados en multimedios han disparado con noticias deslegitimadoras en las que afirman que los indios no pueden gobernar porque son “sucios, brutos y revoltosos”. Así se describe la reacción mediática que sucedió a la llegada al Gobierno del MAS, en 2006, en el estudio Los medios en Bolivia: mapa y legislación de los medios de comunicación.
Si pocos son los propietarios de medios, monolítico fue el enfoque. La prensa rehusó definir la violación del orden constitucional, cuya existencia negaba de raíz al ignorarla como tal.
Si en España, diarios como El País o El Mundo daban cuenta de su interés por soslayar la comisión de un golpe de Estado, en Bolivia, la telEvisión, la prensa y la radio tampoco dieron pábulo a la cuestión ni voz a los que lo denunciaban, salvo honrosas excepciones. Sí se dio espacio a “especialistas” que validaban cada movimiento golpista.
“Con Evo (Morales) en el Gobierno, yo trabajaba en un medio oficialista, pero era opositor”, publicaba recientemente Marco, argentino y boliviano a partes iguales, en sus redes sociales. Recordaba, así, sus días como editor en La Razón, diario de amplia tirada nacional radicado en La Paz. “Y nunca nadie me censuró. Ahora, en cambio, siento miedo”, confesaba seguidamente, consciente de que tan solo cuenta con el poder de la palabra.
Marco se lamentaba aquellos días sobre la tendenciosidad flagrante de la opinión publicada. El periodista y escritor me ilustró aquellos días acerca de la noticia sobre la filtración de unos audios radicalmente reveladores sobre la injerencia estadounidense en la situación boliviana, que desvelaba el portal Behind Back Doors. “Y no reconocerán -la generalidad del periodismo- la intromisión extranjera”, se resignaba.
Lenguaraz, crítico y acostumbrado a levantar polvareda con sus apelaciones a la incorrección, Marco hacía un diagnóstico sobre la cerrazón de sus colegas periodistas, incapaces de entrever perspectivas apenas divergentes de la versión oficial.
El derrocamiento de Morales vio nacer en las redes y en los foros la reivindicación de comportamientos racistas y clasistas, y su convalidación por parte de los profesionales de la información, fuera y dentro de sus puestos de trabajo. Empujado por los vientos que trajo, el fraude electoral atribuido a Morales tornó en un hecho incontrovertible para la prensa y su caída trató de instalarse, a ojos de la opinión pública, como su consecuencia lógica e inaplazable.
Un ejemplo paradigmático del sesgo informativo que marcaba el relato sobre el golpe, dentro y fuera de las fronteras bolivianas, fue la puesta en evidencia por varios investigadores de la creación artificial e intencionada de decenas de miles de cuentas de Twitter, con el fin de aumentar el seguimiento a los líderes opositores y de promover críticas contra Morales mediante bulos e informaciones falsas.
La viralidad del hashtag #EvoEsFraude resultó pintoresca en este sentido. Uno de sus comentarios más compartidos, obra del estudiante boliviano radicado en Barcelona, Eduardo Baeza, superó los 13.500 clicks de seguimiento. Baeza imputaba a Morales ser “jefe de un cártel del narcotráfico” vinculado al cártel de Sinaloa, en México, y aseguraba basarse en el documental Clandestino, del periodista español David Beriain. El reportero, Beriain, desmintió tal aserto y declaró que “en el documental no se afirma eso”.
La libertad de expresión, bajo amenaza
Ya fuera ejercida por parte de determinados grupos sociales, ya desde el Gobierno de facto y la Policía, la censura ha sido una constante. La represión, la incautación de equipos y la persecución han supuesto en paralelo un factor de importancia capital en la legitimación del status quo que irrumpió en Bolivia el 10 de noviembre.
Reporteros Sin Fronteras (RSF) ha manifestado con frecuencia su desagrado con respecto a lo que ha llegado a calificar como el “encarnizamiento judicial” del que “pueden ser víctimas”, en Bolivia, “los periodistas molestos”. También ha afirmado que en virtud del Decreto Supremo 181 de 2009, promulgado por el Gobierno de Morales, el retiro de publicidad institucional a medios opositores ha encarnado “presiones financieras” que “tienen mucho peso”, ya que “Bolivia es uno de los países más pobres de Sudamérica”. Partiendo de esta asociación, RSF pone en relación la presión que ejercía el Gobierno del MAS hacia las empresas mediáticas con la pobreza estructural del país. La ONG ha sido reiteradamente sancionada por la UNESCO y retirada de su lista de Organizaciones No Gubernamentales, sobre la base de sus “propósitos por descalificar a un número determinado de países”, primero, y por servirse de métodos “que no son compatibles con los valores de la UNESCO en el campo del periodismo”, después.
RSF se manifestó a razón de los presuntos ataque perpetrados desde las elecciones del 20 de octubre contra periódicos marcadamente opositores al MAS como La Opinión y Los Tiempos, de Cochabamba; Página Siete, de La Paz; El Deber, La Estrella del Oriente, El Día y El Mundo, de Santa Cruz. Su director para América Latina, Emmanuel Colombié, metió esta vez en el mismo saco a “los dirigentes políticos, el Ejército, la policía, los manifestantes, así como los líderes sindicales y de grupos indígenas”, como sujetos de dicho amedrentamiento. La organización, sin embargo, nunca apuntó a que la puesta en la picota del derecho a la libertad de prensa se hizo poderosamente visible con la toma de las redacciones y sedes de medios de comunicación estatales y privados por parte de grupos de choque contrarios al MAS, ya desde la mañana del domingo que acabó con la desaparición del Ejecutivo de Morales.
Las estatales Bolivia TV y la radio Patria Nueva fueron cercadas e intervenidas y sus periodistas amedrentados y obligados a abandonar sus puestos de trabajo. La radio de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB) fue atacada y José Aramayo, el director de la Radio Comunitaria de la emisora, fue atado a un poste y amedrentado públicamente. El canal de televisión Unitel, en El Alto, sufrió otro ataque, según publicó la prensa local, achacado a simpatizantes del MAS, algo que desmintió el propio partido al poco de que la noticia fuera ampliamente difundida.
RSF ha tachado a Bolivia como un país donde los medios de comunicación sufrían “fuertes presiones” de manos del Gobierno del MAS, al menos desde 2013. Pero aún no se ha pronunciado sobre las actuaciones del hoy Gobierno de facto.
Las revelaciones que sobre RSF hizo en 2014 Salim Lamrani, doctor en Estudios Ibéricos y Latinoamericanos de la Universidad de la Sorbona, acerca de la financiación que recibe del Gobierno de Estados Unidos mediante la National Endowment for Democracy, tal vez arrojen luz sobre los intereses que toman forma en la organización.
El atentado contra la integridad de la prensa y sus profesionales ha quedado patente desde la autoproclamación presidencial de Áñez. Las vejaciones sufridas el 29 de octubre por una estudiante en prácticas que fungía como reportera para el canal de televisión ATB en Cochabamba, y que como resultado sufrió un desmayo sin mayores repercusiones. En la misma ciudad se registró igualmente, el 7 de noviembre, el amedrentamiento por parte de miembros del grupo de choque Resistencia Cochala (organización parapolicial cuyos miembros circulan en motocicleta en actos de agresión, secuestro y amenaza) a una periodiosta del diario La Razón, se sumaban a las 11 agresiones contra trabajadores de seis medios registradas entre el miércoles 6 y el jueves 7 de noviembre, según reportaba entonces la Asociación Nacional de la Prensa de Bolivia (ANP).
“El miércoles 6 de noviembre, el fotógrafo de la agencia internacional de noticias EFE, Jorge Ábrego; el periodista de la red privada de televisión Bolivisión, Martín Colque y su compañero Dante Berríos; el camarógrafo del canal de televisión ATB, Miguel Encinas, y el periodista Alejandro Mendoza; Alejandro Orellana y Álvaro Peña, del sitio web del diario Opinión; Cristina Cotari, del periódico Los Tiempos, además de Diego Viamont, Álvaro Alcón y César Baldelomar de la de televisión Red Uno fueron amenazados e impedidos de cumplir sus labores”, se enumera en lapatriaenlinea.com. “El periodista Martín Colque y el camarógrafo Dante Berríos de la red televisiva Bolivisión fueron esos días amenazados, los periodistas del diario Opinión Alejandro Orellana y Álvaro Peña también fueron forzados a suspender una transmisión en vivo”, continúa la noticia.
El parte de sucesos contra la libertad de prensa cobró su dimensión internacional con la agresión con gases lacrimógenos, por parte de un policía, de la que fue víctima la corresponsal argentina de Al Jazeera, Teresa Bo, que cubría una manifestación convocada contra los atropellos del Gobierno de facto y las fuerzas de seguridad.
Un acto flagrante contra la libertad de expresión fue la detención de Alexandro Fernández Mancilla, estudiante de Cine de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), el 21 de noviembre. El joven documentaba en vídeo una marcha de protesta en La Paz de las familias de los asesinados en Senkata bajo el fuego de los militares. Un grupo de periodistas presentes en la detención cuestionaron la legitimidad de Mancilla como documentalista. El joven respondió a los reporteros que ponían en duda a “una persona que está indignada, porque la prensa no está haciendo su trabajo. No hay nadie que esté cubriendo estas movilizaciones”.
Los sucesos de detención se extendieron a un equipo de producción audiovisual que trabajaba en un estudio de grabación de propiedad pública, instalado en una céntrica estación de la red de teleférico, en La Paz, el 22 de noviembre. Sobre la base del aviso que dieron a la Policía determinados trabajadores de la Empresa Estatal de Transporte por cable, dos profesionales del sector audiovisual que se encontraban durante la inspección policial en sus instalaciones fueron detenidos bajo la sospecha de ser “guerreros digitales” que, declaró entonces el ministro de Obras Públicas, Yerko Núñez, se hallaban operando en el lugar “con fines políticos”, lo que resultaba “algo abusivo”.
El objeto de la inspección y las posteriores detenciones fueron unos vídeos que el Ejecutivo de Áñez debió ver como una amenaza ante la difusión que se cobraban en redes sociales. Su contenido no ha trascendido.
Un director de cine, cuya identidad se omite para evitar el compromiso de su libertad y que trabajaba en dichas oficinas en la producción de una serie web, confirmó que todos los equipos tecnológicos e informáticos allí instalados fueron confiscados para ser “auditados” en busca de datos con los que el Gobierno pueda, eventualmente, justificar la incriminación de los detenidos. “Hacer vídeos y compartirlos en las redes sociales no debería ser ilegal, no puedes ir a la cárcel por eso”, comentaba el cineasta, “Me preocupa mucho que la mayoría de las personas crean que vamos a tener elecciones transparentes cuando, directamente, si dices algo que ofende a la presidenta puedes terminar en la cárcel”.
Al momento de escribir estas líneas, la Defensoría del Pueblo ha registrado, un total de 26 casos de amenazas o agresiones contra periodistas durante la crisis que envolvió al golpe de Estado.
Destaca el incendio alevoso del domicilio de una profesional del sector, así como la obstaculización generalizada en el trabajo periodístico, la limitada cobertura de los conflictos y la vulneración de derechos fundamentales. En línea con la permanente negación de los hechos que ha venido mostrando y ante la creciente evidencia sobre el acoso y derribo a la libertad de expresión, el Gobierno de facto convocó el 4 de diciembre una comisión para investigar sucesos de persecución política e ideológica que, afirman quienes se alzan en sus portavoces, se registraron durante las tres legislaturas de Gobierno del MAS y que, presumen, alcanzan una cifra cercana a los 1.300 casos.
En cualquier caso, el relator especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Edison Lanza, ha instado una vez más a Bolivia a que se abstenga de continuar con sus acciones para amordazar a cuantos periodistas e informantes escapan a su canon de legalidad.
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