Quisicosas del Estado Español
Cuando Pedro Sánchez recuperó la secretaría general del PSOE, dijo que dedicaría sus esfuerzos a la reforma de la Constitución en clave plurinacional. No precisó en aquel momento ni en otro posterior qué cosa sea esa, quizá desbordado por la virulencia sobrevenida al procés catalán merced a la pejiguera nacionalista que el Gobierno central se negó a abordar como el problema político que es debido, se me ocurre, a algún gen todavía sin escachar del autoritarismo franquista que no soporta la insubordinación. Pero estaba con la plurinacionalidad de Sánchez quien anticipó, para empezar a hablar, que por lo menos Cataluña, Euskadi y Galicia son naciones, con lo que mandó al pelotón de los torpes a las restantes comunidades que tienen también su corazoncito. Debería echar un vistazo a la Constitución federal nonata de la Primera República, la que acabó de enterrar en las Cortes Fernando de León y Castillo y a la nacida pero muerta en plena infancia de la Segunda. Por eso recurrí a viejas lecturas esclarecedoras de este cuento de nunca acabar. Y empecé por España: un Estado plurinacional, título del libro de Carles Gispert y Josep M. Prats, publicado en 1978, año de la actual Constitución.
Geografía y heterogeneidad humana
Gispert y Prats abren su trabajo con una descripción del escenario. Se refieren, en primer lugar, a la gran meseta central que ocupa más de un tercera parte de la Península Ibérica y ofrece gran uniformidad en sus rasgos físicos. Circundan la meseta central cadenas montañosas a las que se añaden otras periféricas no menos importantes, de modo que sólo queda abierta hacia el Oeste, por donde se extiende Portugal.
Fuera de la meseta, un número notable de sistemas montañosos compartimentan diversos territorios y sus gentes, lo que ha facilitado el nacimiento y la pervivencia en el tiempo de formas de vida locales con sus implicaciones psicoculturales, económicas, organizativas, etcétera. Son las formas que ha tratado de anular un centralismo estatal tan exacerbado que quiso imponer la unificación por la fuerza, en ocasiones de forma sangrienta. Sin conseguirlo.
A la diversidad física estructural aludida deben añadirse, en lo que a la Península se refiere, oleadas invasoras y procesos históricos, como la Reconquista, que aportaron lo suyo a toda esa heterogeneidad humana de marcada tendencia localista. Gispert y Prats distinguen en este punto cuatro grandes conjuntos etnolingüísticos: galaico, castellano, euskaldún y catalán, cada uno con su propia evolución. Así, el galaico sufrió en el siglo XII la desmembración de Galicia y Portugal, de las que la segunda logró consolidarse como Estado, con un gran imperio ultramarino, mientras Galicia no acabó de arrancar. El euskaldún es el más pequeño de los conjuntos si bien se ha mostrado sólido frente a los esfuerzos castellanos por asimilarlo. El catalán ya no ofrece dudas respecto a su entidad nacional, aunque tenga problemas porque Valencia y las Baleares no quieren ni oír hablar de su inclusión en los Països Catalans a los que muchos consideran instrumento de un supuesto imperialismo catalán. Por último el castellano, el más importante. Se impuso mediante su propio expansionismo con el desplazamiento o sumisión de los hispanomusulmanes y la asimilación de núcleos como el astur-leonés o el aragonés. Esta descripción resulta suficiente para entender la razón de que cada español sea hijo de su padre y de su madre, problema que agrava el nacionalismo español, que no castellano, empeñado en hacerse con la patria potestad de todos.
¿Estado-Nación o Estado Plurinacional?
No es posible entrar en detalles mucho más allá de la existencia de tres idiomas de origen latino –castellano, catalán y gallego- más un cuarto, el euskera, del que se desconoce su origen y ha resistido durante siglos la presión castellana. Pero la cosa no queda ahí pues existen otras hablas consideradas dialectales, estancadas o castellanizadas, como el aragonés y el leonés-asturiano, el bable astur, la variante occitana del valle de Arán o el portugués de algunas comarcas limítrofes con Portugal. Quizá se me quede alguno atrás pero bastan los citados para ilustrar el hervidero de lenguas, culturas y sensibilidades de mayor o menor alcance que es España. Lo que hace que se plantee la pregunta de si es un Estado-Nación o un Estado plurinacional. Cuestión nada retórica pues el choque de semejante diversidad con las necesidades centralizadoras en la construcción del Estado liberal burgués no sólo marcó los siglos XIX y XX sino que continúa, por lo visto, en el XXI.
El centralismo, en nombre de la existencia de una nación española única y excluyente, fue defendido hasta el fanatismo por el régimen franquista y en esa tesitura siguen los partidos y movimientos derechistas y ultraderechistas, a los que el PP logró colocar bajos sus banderas; de ahí que, a diferencia de Europa, en España no acaben de cuajar las organizaciones de ese signo. Y de ahí las reticencias de Alianza Popular, hoy PP, con la Constitución de 1978 que los peperos defienden hoy de modo que hasta miedo da. Lo más que han admitido desde siempre son las variantes regionales de “los pueblos y tierras de España” que decía el Caudillo; un reconocimiento sin el que hubieran tenido que detener por subversivos a los integrantes de los Coros y Danzas de la Sección Femenina.
La Constitución de 1978, a eso iba, recogió por primera vez, creo, que el Estado lo integran “nacionalidades y regiones”, cosa que los más optimistas consideran la aceptación del carácter plurinacional del Estado Español. Esto dio lugar a una indefinición que debió exasperar a Ramón Tamames al punto de plantear que la Constitución hablara de “ciudadanos españoles”.
En cuanto a Canarias, nada tiene que ver con esas sofoquinas, por más que le afecten sin comerlo ni beberlo. Lo que no quiere decir que no preocupen en las islas los sucesos peninsulares ni impida señalar que etnográfica y toponímicamente el archipiélago está lejos de España y se aprecia la profundidad de la huella dejada por los antiguos pobladores indígenas. Hoy, arqueólogos, historiadores y gente de disciplinas afines están modificando la idea y la imagen de aquel pueblo que nos inculcaron bajo el franquismo a los educandos; los que, ya carrozones, descubrimos que nos quedamos cortos al sospechar que los “científicos” al servicio del fascismo, nos daban una pobre visión de los indígenas canarios, de sus costumbres y su cultura de pueblo antiguo.
La castellanización cultural de la población canaria tras la conquista fue casi absoluta y las referencias históricas directas a indígenas supervivientes son escasas pero significativas. Se les veía “encogidos” y silenciosos, no respondían a las preguntas sobre sus antepasados por temor a las burlas y a la Inquisición, lo que da idea del drama de quienes sobrevivieron a una conquista sangrienta y a sus inmediatos descendientes. Es el silencio observado por algunos en los indios que transitan hoy por las calles latinoamericanas como idos, transportados a otro lugar, ajenos a todo. La fractura cultural con el pasado indígena isleño parecía tan drástica que sorprende descubrir que sigue estando ahí y funciona, puede funcionar, como el elan bergsoniano que ha acabado inspirando a más de un artista sin pérdida del valor universal de sus obras.
En todo caso, en relación a la Península, las cuestiones canarias son específicas por lo que los isleños nos consideramos distintos y necesitados de soluciones propias diferentes a las peninsulares. Cosa que los políticos canarios no acaban de entender en toda su dimensión. El que para que se consideren por el Gobierno central asuntos importantes sea preciso aguardar la oportunidad de una minoría parlamentaria gubernamental para venderle el voto indica el grado de impotencia dialéctica e indigencia política. Es llamativa la indiferencia ante el hecho de que Canarias esté de fijo a la cola de prácticamente todos los indicadores de bienestar.
Los representantes de las islas y sus partidos siguen sin entender la necesidad de marcar las especificidades canarias necesitadas de atención al margen de quien gobierne y de si necesita o no los votos canarios. En realidad, sería preciso tener un proyecto para Canarias y ponerlo sobre la mesa para tener una opinión sobre lo que debería ser la reforma constitucional para Canarias; por no hablar de la del Estatuto o de la ley electoral. O de la necesidad de cambiar al entrenador de la Unión Deportiva, ya puestos en asuntos de trascendencia como éste de jugar en la “mejor liga del mundo”.
Creo que el descrédito creciente de la política en las islas se debe a que le han llenado a la gente la buchaca con esa especie de “privatización” de la actividad pública en beneficio de quien la ejerce y no de quienes la sufren; o con trapicheos como los del PSOE en que Ángel Víctor Torres ha vuelto a arreglarse con la misma CC que hace poco echó a los socialistas del Gobierno. No es que me importe lo que hagan sino que, a mi entender, deberían explicar estas operaciones a la gente que les paga el sueldo a todos ellos por decirlo en plan vulgar ya que lo del respeto al personal no les funciona. Lo mismo cabría de la historia de las inversiones en que una parte denuncia discriminaciones que la otra niega: todos sabemos lo que hay y cómo se utilizan los presupuestos y por eso, precisamente, deberían dar explicaciones creíbles.
Comprenderán que hablar mucho más de si vivimos los isleños en una Nación o si somos plurinacionales no sirve de nada con una clase política como la que soportamos. Por su parte, los citados Gispert y Prats tampoco saben a qué atenerse con las islas e indican en su libro que “los canarios se saben distintos y ven la necesidad de aplicar soluciones propias a sus problemas, muchas veces mal conocidos e interpretados en la metrópoli. ¿Forman los canarios un nación? No hay posibilidad de contestar negativamente. La separación física es un factor clave en el origen de un nuevo conjunto nacional”. Subrayaría la referencia al mal conocimiento e interpretación de los problemas isleños en la metrópoli que viene a confirmar el poco acierto de quienes nos representan.
La antigüedad del Estado español
En varias ocasiones, como si de un mantra se tratara, he oído a los dirigentes del PP asegurar que el Estado Español es el más antiguo del mundo. Deben haberlo sacado de algún libro de texto de añoranzas imperiales porque, según tengo entendido y más que leído, el Estado Español data del siglo XVIII y llegó de la mano de los Borbones.
Como supongo, si no es mucho suponer, que Rajoy no tenga un primo que disponga otra cosa, se puede descartar que la antigüedad del Estado Español que dice el PP se remonte a los iberos para comenzar a datarla en algún momento posterior antes de los Reyes Católicos. O sea: que serían Isabel y Fernando quienes lo crearon al unir en sus personas las coronas de Castilla-León y de Aragón-Cataluña.
Había entre las dos notables diferencias. Si el primero surgió de una auténtica fusión con homogeneidad interna política y económica, la corona catalanoaragonesa fue resultado de una unión confederada en la que cada parte tenía su autogobierno frecuentemente con intereses encontrados, a pesar de tener el mismo monarca.
Las diferencias entre los dos bloques ya fueron patentes en su distinta manera de concebir la Reconquista. Si Castilla-León incorporó Andalucía y Murcia sin hacer distinción alguna con los otros territorios ya sujetos a su corona, Aragón-Cataluña creó entidades políticas autónomas como el reino de Valencia, que tenía Cortes propias y el de Mallorca. Con el tiempo surgieron otras diferencias. En Castilla se modeló una rígida sociedad feudal que despreciaba la actividad mercantil y abominaba de los cambios. El comercio de la lana, único importante en Castilla, enriquecía a los nobles y a algunos marineros cántabros pero no beneficiaba al resto de la población que continuaba apegada al campo. En Aragón-Cataluña se prefería la industria y el comercio frente a la agricultura y la ganadería.
Y llegamos a los Reyes Católicos y a la unión de los dos reinos que respondió a la concepción federal de la corona de Aragón y Cataluña. Si de ellos arranca el Estado Español, en caso de que eso sea lo que pretenden decir los peperos, habría que recordarles la síntesis de las características de aquella unión de J.M. Batista y Roca citado por Gispert y Prats: “La estructura fundamental de la unión de los dos reinos hispánicos y más tarde el imperio o la monarquía de los Habsburgo, era la de una confederación libre. Sus principales puntos eran: cada uno de ellos conservaría su propio parlamento, sus instituciones políticas, sus leyes, sus cortes, sus fuerzas armadas, sus impuestos y monedas”. Al jurista Juan de Solórzano Pereira, especializado en Derecho de Indias y que vivió entre los siglos XVI y XVII, se le debe la mejor definición del monarca catalanoaragonés: “El monarca que mantenga unidos todos estos países es soberano de cada uno de ellos más que rey de todos”.
A Isabel y Fernando les sucedió su nieto Carlos con lo que comenzó a reinar la dinastía de los Austria que hicieron, al menos los primeros, un considerable esfuerzo por crear un Estado moderno que embarrancó en unas bases sociales y económicas anticuadas. Aunque no fuera menos dañina la forma en que hipotecaron el futuro del país entregando el dominio de sus riquezas, que incluían los tesoros indianos que rebotaban e iban a consolidar a los Estados protestantes. Sin olvidar el crónico endeudamiento real con los banqueros extranjeros con quienes comprometían de antemano los metales preciosos que tenían que venir de América. Felipe II murió sin haber logrado estructurar un Estado moderno capaz de afrontar los cambios que se avecinaban y cuando ya se fraguaba la involución política que llevaría a la crisis económica del XVII con una monarquía muy debilitada que acentuó las tendencias centrífugas de la periferia con los levantamientos de Cataluña y Portugal en 1640. Portugal logró la independencia, no así Cataluña donde Pau Claris, presidente de la Generalitat, proclamó la República catalana protegida por Francia que duró apenas seis días. Algo más que los ocho segundos de la de Puigdemont.
En cualquier caso, si de Estado hablamos es evidente que a partir de la unión dinástica de Isabel y Fernando se impuso una concepción que hoy llamaríamos confederal que era la del reino de Aragón-Cataluña y que, a buen seguro, poca gracia le hará a los peperos pues cuanto suene a federación o confederación repugna a la derecha española negada a la evidencia de que la forma federal y la confederal, que a menudo se confunden, quizá sea hoy la de más frecuente aplicación a escala planetaria.
La centralización y las autonomías
La entronización de los Borbones con Felipe V, a principios del siglo XVIII, supuso el abandono del sistema federal o federalizante con que se había gobernado hasta entonces el imperio; al que, por cierto, muchos historiadores consideran más que español propiedad familiar de los Austria. En este sentido, el hispanista francés Joseph Pérez ha recordado que cuando los reyes franceses tenían algún conflicto en España consideraban que se enfrentaban a los Austria no a los españoles.
Una vez vencedor de la Guerra de Sucesión, Felipe V comenzó sus reformas de acuerdo con el modelo administrativo francés dando forma a la modernización sobre la que se asentaría la posterior construcción del Estado liberal burgués que culminaría a lo largo del siglo XIX. Al menos en cuanto a captación de ese espíritu porque en cuanto a la estructura estatal se advierten paradojas curiosas hoy día. Una de ellas es que se siga discutiendo la forma del Estado a pesar de que casi nadie niega que España es un mosaico de nacionalidades y regiones. Es más, son muchos los especialistas que hablan del Estado de las Autonomías como un paso más hacia la España federal.
Sin embargo, eso que ahora parece tan claro no lo estuvo nunca. El problema de la estructura del Estado estuvo presente siempre en los momentos de libertades democráticas: entre 1868-1874 y 1931-1939. Y por supuesto en la etapa predemocrática iniciada en 1977. En este caso, cuando el debate constitucional, AP y UCD, muy influidos por la tradición centralista de la derecha, querían un Estado unitario por temor a la “ruptura de la unidad nacional” pero tuvieron que ceder ante el autonomismo. Los partidos de izquierdas, tan conscientes de sus limitaciones como la derecha, evitaron los extremos contentándose con unas autonomías “con contenido”. El resultado fue la ambigüedad en este punto del borrador constitucional que definió a España como un Estados social de derecho y reconocía “el derecho a la autonomía de las diferentes nacionalidades y regiones que integran España”. Lo que rebaja la ambigüedad pues, en efecto, apunta en la dirección federal y si me apuran podría alegarse por ahí a favor de la plurinacionalidad de que habló Pedro Sánchez para enseguida callarse.
Cuando Pedro Sánchez recuperó la secretaría general del PSOE, dijo que dedicaría sus esfuerzos a la reforma de la Constitución en clave plurinacional. No precisó en aquel momento ni en otro posterior qué cosa sea esa, quizá desbordado por la virulencia sobrevenida al procés catalán merced a la pejiguera nacionalista que el Gobierno central se negó a abordar como el problema político que es debido, se me ocurre, a algún gen todavía sin escachar del autoritarismo franquista que no soporta la insubordinación. Pero estaba con la plurinacionalidad de Sánchez quien anticipó, para empezar a hablar, que por lo menos Cataluña, Euskadi y Galicia son naciones, con lo que mandó al pelotón de los torpes a las restantes comunidades que tienen también su corazoncito. Debería echar un vistazo a la Constitución federal nonata de la Primera República, la que acabó de enterrar en las Cortes Fernando de León y Castillo y a la nacida pero muerta en plena infancia de la Segunda. Por eso recurrí a viejas lecturas esclarecedoras de este cuento de nunca acabar. Y empecé por España: un Estado plurinacional, título del libro de Carles Gispert y Josep M. Prats, publicado en 1978, año de la actual Constitución.