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Óscar Domínguez y los caracoles

Los caracoles bailan alrededor de mí. Se divierten en el tobogán de mi escritorio. Percuten las palabras en el folio en blanco por dictado de Roma. Traen su mano. Se ríen de este escrito, de la misma muestra de su retrato en medio de una sala. Corren dificultando la audición de los vídeos que la muestra de Domínguez propone. Se oye una carcajada de fondo. Hoy no escribe Yeray Barroso. La mano de Roma, ausente en la muestra, desliza la tinta por la página con la tranquilidad suficiente. Trato de subirme en Le Dimanche (1935), pero la propuesta ha superado al caballo, que ya es más ancla que animal, más búsqueda de contrarios hacia el interior que trote: espejo y encuentro mientras se miran las espaldas.

“Los raíles de un tren de tinta”, que dijo alguna vez Agustín Espinosa y que recuerda el panel anunciado por Isidro Hernández, movilizan a una bola roja. La pierna se estira y el abrelatas parece traer un diálogo del cuerpo. La mano femenina se estira en el autorretrato de Domínguez. Se desnuda o me desnudan. Los caracoles escriben, me enredan a la silla con cinta adhesiva. ¿Quién puede morder estas tiras pegajosas y tomar los mandos de la escritura? Aquel que se sienta capaz que tome el relevo, que quite los mandos de esta operación a los bichos que burlan la escritura con el pensamiento. Mi mano no es mía. Es la de Roma, dicen. Pintan mi rostro y lo colocan en el lienzo. Decalcomanía. Domínguez pinta. Los caracoles agradecen la salida. Los platillos voladores al fin vuelan. Óscar, Óscar, Óscar...

Óscar atiende al cuadro. Alain Resnais lo filma. Él está sumergido dentro del color. Óscar toma un gallo en Tenerife y lo exhibe a la cámara junto a Pérez Minik. Óscar es motor de la Primera Exposición Internacional del Surrealismo, celebrada en su isla natal. Óscar se divide entre el mito y el sueño, como anuncia la muestra, con las raíces del drago hacia las profundidades y las cabezas del dragón natural de la isla surrealista, como la llamó André Breton, suben hacia una altura que no llegamos a conocer. En medio de lo cósmico vuelven los platillos volantes...

Es imposible. Los caracoles bailan alrededor de mí, me imponen la mano de Roma, que escribe como tocando el piano. Do Re Mi... Es posible que tenga concierto en estos días. No ha venido, pero ha prestado su mano. Ahora estos bichos bajan por el cuerno del toro que se autorretrata, me obligan a escribirlo. Han abandonado el tobogán abrelatas tallo y vienen al cuerno, se adentran en las fauces del animal y se ríen: dientes, dientes, dientes.

Al fondo mi rostro. Han colocado mi decalcomanía en medio de la exposición. Ya no sé si soy yo un observador o soy un cuadro más.

Tomo las riendas de la escritura. Me acerco de nuevo a Le dimanche y siento tomar la cometa en mis manos. Tengo la convicción de que Domínguez siempre merece algo mejor. ¿Una exposición permanente? Quizá.... Creo que los caracoles se divierten porque han salido del sótano.

Los caracoles bailan alrededor de mí. Se divierten en el tobogán de mi escritorio. Percuten las palabras en el folio en blanco por dictado de Roma. Traen su mano. Se ríen de este escrito, de la misma muestra de su retrato en medio de una sala. Corren dificultando la audición de los vídeos que la muestra de Domínguez propone. Se oye una carcajada de fondo. Hoy no escribe Yeray Barroso. La mano de Roma, ausente en la muestra, desliza la tinta por la página con la tranquilidad suficiente. Trato de subirme en Le Dimanche (1935), pero la propuesta ha superado al caballo, que ya es más ancla que animal, más búsqueda de contrarios hacia el interior que trote: espejo y encuentro mientras se miran las espaldas.

“Los raíles de un tren de tinta”, que dijo alguna vez Agustín Espinosa y que recuerda el panel anunciado por Isidro Hernández, movilizan a una bola roja. La pierna se estira y el abrelatas parece traer un diálogo del cuerpo. La mano femenina se estira en el autorretrato de Domínguez. Se desnuda o me desnudan. Los caracoles escriben, me enredan a la silla con cinta adhesiva. ¿Quién puede morder estas tiras pegajosas y tomar los mandos de la escritura? Aquel que se sienta capaz que tome el relevo, que quite los mandos de esta operación a los bichos que burlan la escritura con el pensamiento. Mi mano no es mía. Es la de Roma, dicen. Pintan mi rostro y lo colocan en el lienzo. Decalcomanía. Domínguez pinta. Los caracoles agradecen la salida. Los platillos voladores al fin vuelan. Óscar, Óscar, Óscar...