Amanda, de 33 años, se acerca a la cafetería de Los Llanos de Aridane, La Palma, en la que hemos quedado y pregunta: “Mira, ¿tú sabes algo de mi casa?”. Ella es desconocedora de cómo se encuentra. Solo tiene un dato: el pasado jueves, la lava de la montaña de fuego que se ha creado en la ladera de Cumbre Vieja empezó a brotar desde su jardín. La tierra se abrió justo ahí, enfrente de su vivienda. Se enteró de lo ocurrido por un mensaje de su prima. “Ahora tenemos un jacuzzi”, ironiza. “Mi hijo mayor, de tres añitos, me dice todos los días: mamá, vamos para casa. Y yo ya le dije ayer que no se puede, que se la comió el volcán. Y aún así me sigue diciendo: vamos”.
Los últimos días de la décima semana de la erupción de La Palma fueron de los peores que se recuerdan. Una nueva colada al sur del cono principal arrasó el cementerio de Las Manchas, en el municipio de El Paso, y otras dos más al norte amenazan desde la madrugada del domingo con engullir terreno virgen. De entre las múltiples imágenes capturadas hay una que sobresale por encima del resto: una casa, enterrada por la ceniza, es el punto emisor de la lava que sepultó el camposanto más grande de la isla. Ese hogar es el de Amanda, ayudante de cocina (ahora en ERTE) y madre dos niños pequeños. Una palmera de toda la vida.
“Me enteré el día después por un mensaje de mi prima. Ella me mandó ‘la’ foto y me preguntó: ¿Esta es tu casa? Y yo: pues sí. Lo triste es que te enteres 24 horas más tarde. A mí no me dijeron nada”, señala Amanda, que se encontraba arreglando papeles cuando descubrió la noticia. “Estaba con mi pareja y le dije: mira esta foto. Ya después… Él es verdad que aguanta más que yo. Yo me derrumbé un poco, pero intento no pensar”.
En La Palma están los que perdieron su casa el primer día de la erupción, los que salieron corriendo por miedo, los que fueron evacuados, los que no duermen por los caprichosos caminos de la lava y los que, aunque resulte inverosímil, respiran tras ver que la masa oscura del volcán ha triturado su residencia. “Después de ver la foto, ya no queda más. Para mí antes hablar del tema era una tensión… Me da pena y tristeza porque es mi casa y son mis cosas, pero es que estaba todos los días: ¿me va a tocar? ¿No me va a tocar?”, agrega Amanda, esta vez desde la montaña de Triana.
Ella, de todas formas, guardaba cierto optimismo. Quería subir a quitar las cenizas del tejado y sacar algunas cosas más. Su casa terrera es la que protagoniza la famosa imagen del prestigioso fotógrafo Emilio Morenatti, de The Associated Press, en la que se ve lo que queda del segundo piso de una vivienda cubierta hasta arriba de polvo volcánico. Esa instantánea ha sido elegida como imagen del año para la revista norteamericana Time. A Amanda no le ha sentado nada bien. “Yo las fotos solo se las he pedido a I Love The World [empresa canaria que ha estado volando drones desde el comienzo de la erupción atendiendo las demandas vecinales]. Ganar un premio por la desgracia de los demás… Puede ser bonito y todo lo que tú quieras, pero es una desgracia”.
Hace unas semanas, Pablo, natural de La Laguna, otro de los barrios afectados, contó a este periódico que el mismo día en que había estallado el volcán había organizado una comida de inauguración por su nuevo domicilio. El caso de Amanda es similar. Relata que dos meses antes del fatídico 19 de septiembre, fecha en la que comenzó la pesadilla, acababa de terminar de remodelar el inmueble en el que iba a afincarse, con casi total seguridad, el resto de su vida. Allí estaba desde hacía siete años, cuando todavía era una “bodega, con una habitación, una cocina pequeña y un baño”. Cuando se marchó con lo puesto (apenas le dio tiempo a llenar el coche y sacar la minicuna de su bebé) por el estallido en la montaña de Cabeza de Vaca, la había dejado como ella quería. “Pedimos un préstamo y le pusimos todo nuevo. La cristalera, que es grande y está en la parte alta. La cocina la había hecho a mi gusto. La tele de 68 pulgadas la compramos tres semanas antes… Yo ya me había dicho a mi misma: tengo la casa hecha, ahora me dedico a trabajar, a los niños y de vez en cuando algún caprichito”, lamenta.
Amanda, natural de Tazacorte, tenía miedo por que un volcán reventara por Cumbre Vieja y la afectara. Jura que ese era su principal temor antes de marcharse a Las Manchas. Estos dos meses ha visto cómo fluidos sinuosos de material muy caliente rodeaban numerosas viviendas alrededor de la suya, con ella siempre alerta por si uno de esos ríos se bifurcase y caminara hacia su parcela. No se había hecho a la idea, claro, de que algo así le iba a pasar. Y menos de esta forma. “Por la perspectiva en la que se ve el volcán”, razona, “pensaba que la lava no iba a llegar a mi casa. Pero de repente salió justo debajo”.
Ahora bromea sobre ello. “¿Sabes lo que es la Cueva de las Palomas?”, un tubo volcánico ubicado entre las localidades de Las Manchas y Todoque, “pues lo mismo. Ahí hay un agujero tapado por una reja, y para entrar, pagas. Si los científicos quieren estudiar el volcán tendrán que ir a mi jardín”. Y Amanda se troncha de risa. Aunque parezca irreal, ya hay ejemplos de volcanes privados. En La Palma, sin ir más lejos, el del Teneguía, que erupcionó en 1971, pertenece a la familia Cabrera, terratenientes de Fuencaliente. La Administración lleva años queriendo comprarlo, pero aún no lo ha hecho.
Sin el hogar que siempre soñó, Amanda sabe que le toca empezar de cero. En estos momentos vive con sus dos hijos bajo el techo de su madre, en Tazacorte. Su primo ha iniciado una campaña en la plataforma Gofundme para recaudar fondos para su particular reconstrucción. “A esta familia le ha tocado vivir el volcán desde cerca, muy cerca…”. Como el resto de la isla, llora el recuerdo de lo que se ha perdido: “No me dio tiempo de disfrutar esa casa. Me pones ahora en un piso y me da algo, por eso estoy buscando ya para construir en Los Llanos. Pero yo arriba era muy feliz. Sin vecinos y sin nadie. Le decía a todo el mundo: ya puedo estar de fiesta en la terraza que nadie me molesta”.