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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

A ese mar interminable

Sobre El mar de nadie, de Domingo Acosta Felipe

Años y años de pequeña soledad disfrutando con la lectura de la poesía, disolviéndose en la música en sentido contrario que el azúcar en la taza de café. La poesía es como el jazz, te diluyes en ella: tú la oscuridad, ella el relámpago. Leer poesía se ha convertido en una cuestión personal para Domingo Acosta Felipe y, por tanto, motivo de un diálogo incesante con ella y también con los sujetos de su escritura. Unas veces se pelea incluso con ellos (las personas, los poemas, los hechos): es cuando nuestro amigo escribe sus ya famosos gritos. Sí, es cierto, hace años me contó su gran enfado con Walt Whitman, por no sé qué alabanza del cuerpo masculino en detrimento del femenino. Otras, se identifica completa y radicalmente, de manera que es capaz de desasirse de sí, de su propio ombligo (como él dice) para ser en el otro o en la otra o en lo otro.

No es cuestión de ira ni amor-desamor, sino de esa sensibilidad especial que lo va a caracterizar, manque le pese, como poeta. Son peleas amistosas, lo mismo que aquellas que tenía Valéry con el personaje de su creación llamado Monsieur Teste. Salvo que Domingo no necesita crear a nadie, ya están ahí sus interlocutores, en la escritura donde se manifiestan, se contradicen o se auto anulan en cuanto al otro lado de la caverna del ser se refiere.

Casi toda la aventura vital y poética de Domingo Acosta se recoge en un largo recorrido titulado Memoria de unas olas, cuyo subtítulo es A ese nombre interminable (aparte de Grito, Los ojos del alisio, Islas...). Ese nombre que nunca se termina de pronunciar, al menos en este tiempo que nos tiene atrapados, de manera que a veces hemos de inventar metáforas para encontrar lo efímero, es decir, todo aquello de lo que debemos desprendernos para ser uno con nuestro entorno y con los demás. Su idea particular de difusión de la poesía es consecuente con su cosmovisión. Pacientemente ha copiado a mano los poemas uno a uno, innumerables muestras de cada cual, y los ha regalado en la calle, en el bar, en la plaza y allí donde se congregue un número razonable de personas. Al menos eso hacía hace unos años y no dudo que aún siga con su genial y valeroso empeño. También lo hace a través de su página de Facebook.

Sin embargo, hacia el 2011, en la editorial Idea Aguere nos vino, sin manuscritos pero con la misma fuerza, El mar de nadie, con prólogo de la poeta mexicana Angélica Santaolaya. Un mar entre los continentes de los nombres, una marea en tanto ese nombre interminable que no para de bullir en su mente por fin comienza. O recomienza. O acaba de construir el mundo o al menos esa ventana por la que nuestro poeta (a su pesar) lo mira con todos los sentidos abiertos.

El mar de nadie es la punta del iceberg de ese nombre que Domingo Acosta Felipe (repito) espera le llegue de una vez. “En fin, en fin, tras tanto andar muriendo” (como reza el capitán Aldana), Domingo nos habla de un mar al que lleva los poemas, los suyos y los de los demás, para leérselos a las olas y a la espuma. Un mar donde, sin duda, encuentra naranjas, como Pedro García Cabrera.

Más de cincuenta poemas breves que terminan con la afirmación Sí. Y de esta manera, el recomenzar que el gran poeta Valéry inauguró en la habitación de la poesía. Pero Domingo no lo hace desde un punto de vista intelectual, sino como el orate que echa su semilla de maresía al viento para que nosotros, los lectores, icemos las velas a nuestros mares de nadie propios y boguemos hacia las luces de la confluencia, pues no hay vidas suficientes/ para contemplar un solo instante/ Sentir es infinito. He aquí otra forma de abordar, o mejor dicho, transcender el tema del tiempo:

Voy a bajarme del tiempo

porque nunca espera a nadie,

porque siempre corre demasiado.

Ahora salto feliz hacia vosotros,

hacia esos que dejaron

su corazón abierto a las palabras

y nunca pudieron regresar.

p 68

Poemas que a veces, como en el ejemplo anterior, rozan el aforismo, aunque sin pretensión academicista de fundar ninguna patria. Unas imágenes intensas desde la sencillez de los versos, quizás producto de la yuxtaposición de la vivencia en la mente y en la página en blanco. Una mente que no busca ser el centro de su creación porque, en su humildad y concreción, es capaz de proyectarse hacia la naturaleza y fundirse con ella, con las plantas, los árboles, el pensamiento y su dolor humano... De ahí su forma de llegar a lo sublime. El planteamiento de Domingo Acosta resulta, poéticamente hablando, muy eficaz pues su imagen ilumina desde una oscuridad que él enciende con su relámpago. Lo sublime “solamente se puede ver en verdad en el trance de su desaparición, en el vuelo de su represión”, según manifiesta Walter Benjamin.

Quizá la elipsis, el distanciamiento, la segmentación emotiva, el montaje imprevisible y la disolución del yo, que transitan por este Mar de nadie, no sean sino modos de subir la intensidad del poema sin olvidarnos de que cada cosa está ahí y no está al mismo tiempo, en una constante espiral de aparición y desaparición.

El poema de Domingo Acosta necesita escapar del estereotipo y romper con la palabra en formol: por ello no usará la imagen para adornar o distraer, sino para acercarse a lo real.

La piel está debajo de la imagen

la herida

más adentro

p 57

Hay dos poemas en el libro que a mí me tocan especialmente, no sólo por la sensibilidad que desprenden sino, sobre todo, porque representan dos momentos compartidos, que se “bajaron del tiempo” y van más allá de las intenciones primerizas. Me refiero a Luna y A la belleza la asedian. En el primero, Domingo se dirige a mi amigo Juan Carlos Romano que había fallecido diez años atrás. Domingo fue la primera persona con la que compartí mi dolor cuando me enteré de la muerte de aquél. Le había contado, además, la historia de una poeta que imaginamos juntos Juan Carlos y yo. Aquí el sujeto lírico le habla, como si fuera Juan Carlos, a nuestra poeta Esther Hughes como contrapunto a mi intento de recuperar esa voz creada al alimón hacia principios de los 80. También dialoga conmigo o con mis poemas. De ahí:

Necesito conquistar el sol con otros ojos,

necesito que se rompa el sueño vivo,

que despierte el día en el asombro.

Por eso te dejo ahora, sola, dormida,

resplandeciendo entre nubes y sombras.

p 27

Algo extraño en la literatura de nuestras devastadas ínsulas carcomidas por la banalidad y la religión del ego. Algo deslumbrante que, luego, cobra total autonomía y navega en su propio mar. Y ahora que Esther Hughes, aunque en eterno presente, vuelve a tener una entidad en mi Poética de Esther Hughes, este poema formaría parte de ese post-prólogo que es la vida y es el libro.

Respecto al segundo, se trata de un destello que se sale del simple consejo de amigo y que también entra en el terreno de lo sublime. Entre la desaparición y la aparición. Un chispazo de la luz. Está dedicado a todos y a todas. Y a nadie. De ahí el que no tenga dedicatoria con nombre concreto, como la mayoría de los poemas de este libro, pues, de haberlo puesto, hubiera mermado ese toque de sublimación tan necesario:

A la belleza le asedian

indómitas tristezas.

No se puede mirar

cuando sabes de la muerte

y el tiempo se te enreda en un reflejo (...)

p 45

Por último, habría que resaltar la amplia galería de símbolos: la aulaga, el vilano, el mar, y todos aquellos elementos de la naturaleza, sobre todo de la orilla y del monte. Y no voy a hacerlo ahora, pues de ello nos habla de forma magistral la prologuista Angélica Santaolaya.

Esto sí: nunca aparece la ciudad sino la apertura hacia el medio ambiente. Es ahí donde el ser humano debería buscar y encontrar su equilibrio, su razón de ser. Nada más poderoso que el vilano que sin pensamiento (el pensamiento cuando no hay pensamiento, cuando no hay signos, claro) es capaz de viajar y germinar en cualquier punto de la madre Tierra o Gaia, esa diosa tan terrible que todo lo destruye para construirlo de nuevo sobre las cenizas. Pero de la misma manera es el amor, la libertad. Es la belleza que duele y a la que asaltan indómitas tristezas. Y desde ahí, según mi opinión, entra el tema de la mujer. No con las consabidas banderas del feminismo militante, sino como un hecho que viene de las raíces de esa tierra, que es mujer, de la que formamos parte. Un planteamiento que comulga con el poeta Lucrecio; pero, como en poesía la semántica es la sintaxis, aquí toma una nueva fuerza y concreción.

A Rosario Valcárcel

Mira con ojos de la almendra,

respira, escucha, siente;

la voz se asfixia en el abecedario,

el verbo se deshace como un vaho;

entra en la carne de la tierra,

amar es un concepto gigantesco,

desborda todas las palabras.

p 50

Naveguemos, pues, por el mar interminable que es este Mar de nadie y sintamos la fuerza telúrica de lo eterno. Lo que se alza ante nuestros ojos y no vemos. Oigamos su luz. Siempre hay un mar de nadie y en él estamos todos.

Puerto de Sardina, 5 de octubre de 2014.

*Acosta Felipe, Domingo, El mar de nadie, Idea-Aguere, Santa Cruz de Tenerife, 2015.

Sobre El mar de nadie, de Domingo Acosta Felipe

Años y años de pequeña soledad disfrutando con la lectura de la poesía, disolviéndose en la música en sentido contrario que el azúcar en la taza de café. La poesía es como el jazz, te diluyes en ella: tú la oscuridad, ella el relámpago. Leer poesía se ha convertido en una cuestión personal para Domingo Acosta Felipe y, por tanto, motivo de un diálogo incesante con ella y también con los sujetos de su escritura. Unas veces se pelea incluso con ellos (las personas, los poemas, los hechos): es cuando nuestro amigo escribe sus ya famosos gritos. Sí, es cierto, hace años me contó su gran enfado con Walt Whitman, por no sé qué alabanza del cuerpo masculino en detrimento del femenino. Otras, se identifica completa y radicalmente, de manera que es capaz de desasirse de sí, de su propio ombligo (como él dice) para ser en el otro o en la otra o en lo otro.