Espacio de opinión de La Palma Ahora
Acosadas por un burro
Para una vez que se me había ocurrido ponerle un nombre original a un bicho, Tito me cortó el rollo: “¿Cómo vas a ponerle José Vicente a un caballo?”, me dijo indignado. “Y más a un trotón francés. Le pondremos Duque de Borgoña”. Un par de días antes me habían presentado a ese profesor de equitación y, sobre la marcha, me vendió medio equino, perteneciente a una raza que él conocía tras haber vivido un buen número de años en Francia. Yo lo iba a montar entre semana y el sábado y el domingo debería estar en la tanda de clases, abierta al público, así que la decisión sobre su nombre necesariamente tendría que ser consensuada. “Vale, pero lo llamaremos Bor”, le contesté y estuvimos de acuerdo.
En aquel momento era un caballo castaño, pesado y completamente inútil para el galope, debido a su historial en las carreras de trotones. Hubo que darle cuerda y trabajar con él hasta conseguir galoparlo, pero nunca dejó de ser un animal tan rígido como temerario. No había cortada en la que pusiera reparos y tampoco se paraba en ningún obstáculo durante un concurso de salto. En realidad, era un peligro.
Poco después, la parte de Tito fue comprada para una adorable niña, Iciar, quien venía a montar los sábados y domingos. De esa manera me ahorraba que el caballo pasara de mano en mano esos días, con el consiguiente perjuicio a su incipiente doma como animal de silla. Un día lo llevamos a un concurso con la intención de que Iciar lo montara en la prueba más baja y yo me reservaba para la mediana. En ese momento no sabíamos que Bor padecía anemia y que dos pruebas eran mucho para su estado. Cuando acabé de concursar, el jefe de pista, Guillermo Gutiérrez, se acercó a mí y me dijo: “Juan, vale que tires tres o cuatro palos, o cinco o seis, ¡pero es que te has llevado de cuajo la mitad de los obstáculos del concurso!”
Sin embargo, Bor me dio una de las máximas satisfacciones que tuve en mis veinte años de jinete. Un día, desde la cima de una colina, pude ver a Almudena y otra guapa jovencita del Club Hípico La Atalaya quienes, sobre sus monturas, estaban siendo acosadas por un burro. Este las atacaba cerrándoles la salida al camino, por lo que ellas giraban sus caballos, el burro las seguía, pero viraba inmediatamente en cuanto intentaban irse, volviéndoles a tapar la salida. Bajé de la montaña con Bor lo más rápido que pude y me acerqué al pollino el cual, sin dudarlo, vino a por mí cuadrúpedo. Las chicas aprovecharon la ocasión para salir escopeteadas mientras mi caballo no perdía la compostura ante aquella fiera. Entonces giré, di unos trancos de galope con el asno detrás, subí un pequeño terraplén y me tiré por la cortada que estaba a continuación. Desde abajo pude ver que el burro no se atrevía a realizar la misma maniobra y regresé al establo sintiéndome un héroe de película del oeste.
También con el Bor gané el único concurso de saltos en mi vida. Lo mejor fue que el gran favorito era un costoso alazán hannoveriano, montado por un jinete profesional. Era una prueba contrarreloj disputada entre quienes tenían los mismos puntos. Sabía que la única posibilidad de vencer, dada la rigidez y la lentitud de mi caballo, era hacer un recorte que no intentaran los demás, y por eso los dos últimos obstáculos los salté en diagonal para evitar el reparo un doble, sin utilizar y preparado para la prueba superior, y llegar por la vía más rápida a la triple barra que significaba el final del concurso. Fue una maniobra arriesgada porque el caballo casi se me va al suelo en el penúltimo salto, pero el mismo propietario del alazán me felicitó y, con un impropio desconocimiento, me dijo que el caballo más rígido de aquel concurso, el mío, era muy flexible.
En esa misma competición, cuando salía a la pista decidido y alentado por los dos whiskys ingeridos inmediatamente antes, el juez de la prueba dijo por megafonía: “En pista Duque de Borgoña montado por Don Juan Capote”. Enseguida me volví hacia el público y, tras buscar unos segundos, me encontré con la cara de Tito sonriendo socarronamente.
Para una vez que se me había ocurrido ponerle un nombre original a un bicho, Tito me cortó el rollo: “¿Cómo vas a ponerle José Vicente a un caballo?”, me dijo indignado. “Y más a un trotón francés. Le pondremos Duque de Borgoña”. Un par de días antes me habían presentado a ese profesor de equitación y, sobre la marcha, me vendió medio equino, perteneciente a una raza que él conocía tras haber vivido un buen número de años en Francia. Yo lo iba a montar entre semana y el sábado y el domingo debería estar en la tanda de clases, abierta al público, así que la decisión sobre su nombre necesariamente tendría que ser consensuada. “Vale, pero lo llamaremos Bor”, le contesté y estuvimos de acuerdo.