Me piden que diga algo sobre Alexis Ravelo y no sé qué decir que no suene a final, a despedida, a rabia, a desazón o a quejumbre. Se ha ido de repente, sin avisar, con esa misma velocidad que tenía para llegar a tus brazos muerto de risa y te achuchaba muy fuerte como si no hubiera tiempo para más. Con la misma urgencia que le caracterizaba cuando deseaba contarte algo que no quería que se nos escapara de las manos. Con la misma furia de sus enfados contra el mundo y sus tiranías. Con la misma franqueza con que soltaba un exabrupto a la hora de señalar una injusticia o un desencuentro. Así mismo ha sido su muerte. Como un bufido de esos suyos, como una descarga de adrenalina frente a un micrófono o leyendo a toda prisa un texto que lo definía. Porque así es como era: generoso en la alegría y en los berrinches, derrochador en la amistad y el agradecimiento, vulnerable como un niño pequeño sorprendido en una ruindad, disciplinado en el trabajo que le comía las horas y la sangre, amoroso para quien lo necesitara en un momento de tristeza o sobresalto. ¡Cómo no morirse del corazón si estaba siempre con el corazón en vilo y al descubierto!
Es igual si ahora me pongo a pensar el porqué de su muerte. Da lo mismo. Podemos encontrar mil razones para justificar esa pérdida: sus días sin tregua escribiendo; las tardes charlando y desafiando las horas con un buen vaso de vino o de cerveza; sus chistes recién horneados; sus enfados contra la violencia o la mala sangre de las guerras y los enfrentamientos innecesarios; su amor a la vida tan absorbente; su amor a su pareja tan de carne y hueso, tan cuidadoso, tan atento, tan verdadero. Su corazón era un recipiente demasiado pequeño para tanto regocijo, para tanta generosidad, para tanta batalla en honor a la verdad. No nos engañemos, Alexis Ravelo no podía irse de otra manera que no fuera llevándose por delante un duelo como éste que hoy nos aflige. Él no era un personaje corriente ni una persona vulgar. Él era como se mostraba, como sabíamos que era y así lo recordaremos siempre. Encontrándose con Berbel en Escaleritas haciendo alusiones a su gran amigo Eladio Monroy; enredándose en discusiones y debates sobre la novela negra con cualquier amante de la literatura; rompiendo moldes en una entrevista diciendo sin empacho que él era un tipo de la calle que hablaba de la calle y sus moradores; cantando boleros a grito pelado, desgañitándose para enfrentarse a cualquier discurso que oliera a racismo, a homofobia o a cualquier “ismo” que sirviera para degradar al ser humano.
Alexis Ravelo era un poco Quijote y un poco Sancho Panza; un poco investigador y un mucho observador. Se fijaba en todo y todo lo anotaba en su cabeza privilegiada donde podías encontrar anécdotas sin fin sobre el mundo que le rodeaba, personas y personajes de la vida cotidiana; sobre las triquiñuelas del poder y las malas artes de quienes lo usan para su propio beneficio. Detectaba esas artimañas y aquellas otras de quienes progresan a costa de los demás. Todo ello, una vez sazonado y registrado en un lenguaje rico y lleno de frescura, aparecía en sus novelas. Personajes literarios que eran puro reflejo del entorno que le había tocado vivir. Su pluma nos los servía en frío y sus lectores nos alimentábamos de su ira santa. Cuando leí Los milagros prohibidos le agradecí con toda mi alma que hubiese venido a La Palma a redimirnos de aquella desventura a través del amor. Hasta en eso sabía concretar el límite; suspender la investigación para obtener de las relaciones humanas algo positivo que nos rompiera el sabor a salitre de una historia. Siempre el humor, siempre la ternura al final de una página, siempre esa nota de humanidad en medio de un relato sangriento que lo definía como persona y que lo arrastraba a contar historias sin pervertir las emociones, sin devaluarlas.
Lo hemos amado sin temores, sin riesgos, sin prejuicios. Lo hemos respetado con la ventaja de tenerlo cerca para poder arrepentirnos en cualquier momento, cosa que nunca llegó ni llegará a producirse. En fin. Lo abrazamos una vez y ya no volvimos a soltarlo, tal era el calor que desprendían sus abrazos. Y hoy, en medio de este frío, esos abrazos vuelven a darnos el calor que necesitamos para sobrevivir al dolor de su pérdida.
Elsa López
La Palma. 30 de enero