El reverso de esta imagen crepuscular es el volcán. Esta fotografía está hecha en la carretera de Cabeza de Vaca. La gente paseaba entre pinares olorosos a la sombra de una tarde de verano, cuando nos acercamos al mirador de San Nicolás. Veníamos de bañarnos en la playa y de almorzar camarones y cabrillas con albillo, un vino blanco, seco y helado. El día de verano había sido caluroso, todo parecía muy tranquilo; pero allí encima, al fondo, cerrando el paisaje y el propio camino por delante, estaba el volcán callado.
La tierra se había vuelto oscura y el cielo gris azulado. Entre el mar y las nubes quedaba apenas un resquicio donde la luz respiraba casi en un ahogo súbito. En el costado del mundo, entre Tazacorte y Tijarafe, el sol resplandecía como un cinturón de metal gastado. Detrás de mi sentía el volcán, aunque no lo mirara. Del cráter se elevaba un hilo de humo, como si a lo lejos estuvieran asando carne en las afueras de una bodega. De cualquiera de las bodegas que sepultó el volcán. El volcán es el reverso del mundo. ¿Cómo jugar a la ruleta si la bola cae siempre en la misma casilla 19?
Si se hace una fotografía de la isla y le damos la vuelta, sin remedio encontraremos el volcán, la casilla 19. El volcán es muy, muy pesado. Una vez que asoma la cabeza, no hay quien lo mueva; un tostón. Por la puerta, por la ventana o por el cuarto de la lavadora, siempre acaba entrando. Y se queda sin pedir permiso; el muy pancho. Desvencija los muebles y funde el mango de aluminio de toda la vida, el manguito donde calentaba la sopa. El volcán es un desmemoriado y se olvida de los calderos que pone al fuego. Incluso, es capaz de echarse a dormir y dejar el gas abierto en la cocina. El volcán es muy egoísta.
Si, por el contrario, hacemos una fotografía directamente al volcán y sin darle la vuelta ni nada, no observaremos el volcán, sino que veremos directamente a los abuelos, a nuestra madre y a nuestro padre, a nuestra amada, hijos, hermanos o amigos queridos. A nuestros vivos y a nuestros muertos. Si miro fijamente el volcán, no vislumbro el volcán; veo a mucha gente que desconozco y que ahora forma parte de mí, como si fueran mi familia. Debajo de la mole imponente del volcán callado, rajada la tierra querida y mientras el sol arde en la pira de los sacrificios, pienso más que nunca en los isleños como hermanos.
En esta bella imagen destaca un pino que casi besa el sol crepuscular; un pino como un héroe que permanece erguido en el campo tras la batalla. Sobrevivimos en una franja de luz sobre la tierra oscura. Necesitamos ver a los héroes, establecer símbolos; si no los hay, los inventamos. El reverso del pino es el volcán; pero no olviden que el volcán tiene la rara cualidad de reflejarnos a nosotros mismos. Aunque no hayamos hablado, en ese resquicio de luz entre el cielo y la tierra, tendremos algún día que encontrarnos. Somos un espejo.
Recuerdo los termómetros de la infancia. Su delicadeza de cristal hacía que, al romperse a menudo, fueran cambiando en el marcado de la escala, en el peso, en una leve curva de la forma donde se estrechaba o finalizaba. Cuando mi madre sacaba el termómetro y lo sacudía en su mano derecha a la altura del hombro, era señal de que algo podía ir mal y había que averiguar qué era. Una vez que mi madre decía treinta y siete y medio o treinta y ocho, yo sabía que comenzaba el ritual de aguas hervidas, los poleos y las salvias, el limón, la miel, la aspirina; y a sudar de lo lindo bien abrigado para bajar la fiebre; a medianoche, cambio de pijama y dos o tres días sin ir a la escuela. Cuando mi madre levantaba el termómetro y lo sacudía con la mano derecha, las gripes, catarros, pulmonías, infecciones y demás maleficios, salían huyendo despavoridos.
Si era un diagnóstico más serio y había que acudir a los antibióticos, mi madre ponía a hervir en el fuego pequeño de la cocina, la jeringuilla de cristal y la aguja; lo hacía en la propia caja de metal donde se guardaba; tenía las esquinas redondeadas que le daban la forma de ataúd; tal vez, con la intención de advertir a la propia infección el destino fatal que le esperaba. Y entonces, levantando la jeringuilla a la altura de los ojos, sacando el aire a la aguja enroscada, algodón empapado en alcohol en la mano izquierda y con un encantamiento de palabras -uno nalga relajada y ojos cerrados-, te pinchaba como un ángel. A lo largo de mi infancia, fui viendo el culo a la mayor parte de los habitantes del barrio de Las Lomadas, en Los Sauces. Y eran cerca de dos mil; no como ahora, que sólo llegan a cuatrocientas almas.
Si en estos momentos, a la isla de La Palma le pusiéramos un termómetro, marcaría una alta fiebre, por encima de los cuarenta grados. Pero el asunto, es que ese aumento en la escala, no sería motivado por el volcán candente, candente todavía aunque lleve un año dormido y los que le quedan; ese aumento de la temperatura corporal de la isla, sería por la situación en que se encuentran muchos de los damnificados, para los que no hay respuesta ni parece que pronto la vaya a haber. Mi madre, después de comprobar el estado de la cuestión con un simple termómetro de mercurio, pondría la jeringuilla y la aguja a hervir ante la gravedad del asunto. Antibióticos intramusculares; de los que escuecen cuando te los inyectan, como los que venían en una caja amarilla. Eso haría mi madre si se levantara de la tumba.
Es evidente que no podemos decir que las cosas van bien; ni tampoco que van fatal, ni echarle la culpa a algunos en concreto ni a todos alrededor; nos pretenden calladitos. Todos están desbordados e irán a parar, seguramente, a algún infierno político. Como nosotros a algún infierno particular. No podemos saber la verdad antes de tiempo; y si nos dan tiempo, la liamos; no sabemos cómo ponernos de acuerdo, queremos lograrlo sin ceder nada, sin hacer concesiones. Hacemos el ridículo. Podemos tener razón, pero eso no disminuye el caos. La confusión o desinformación nos engaña, nos desesperamos y con la histeria pretendemos cortar el nudo gordiano de un solo tajo. Añadimos sal al agua que ya está demasiado salada. Pero sabemos una cosa, algo importante: con tiritas no podemos cortar una hemorragia. Es evidente que no hay plan. No hay estrategia ante la desolación que se incrementa día a día. Así que a mirar el pino crepuscular para no ver el volcán y a olvidarnos de nosotros. El volcán es el reverso de una postal que desmaya a media Europa. ¿Turismo de paisaje? ¿Y el paisanaje?
[La influencia que el volcán está ejerciendo sobre la realidad, constituye un punto de inflexión, un antes y un después. Esto es así, no sólo para los damnificados por la erupción sino para todos los habitantes de la isla. Tener conciencia de este hecho es lo que dará las pautas de futuro. Un señor que había perdido su vivienda, afirmaba en un vídeo que él se hallaba tranquilo, que intentaba conservar la calma, pero que todo lo que le rodeaba se encontraba marcado por el volcán, que todo era una situación donde la normalidad no existe. De nuevo aparece el conflicto, tan insular, entre lo exterior y lo interior; entre la adversidad misma, lo de fuera, y nuestra capacidad de resistencia, lo de dentro. Mientras el volcán destruye sobre el libro de la isla, lo que las palmeras y los palmeros habían escrito con tanto esfuerzo, vuelvo al filósofo Gilles Deleuze, intento buscar en sus palabras lo que la abrumadora realidad esconde:
“No hay un segundo nacimiento porque haya habido una catástrofe sino al revés, hay una catástrofe tras el origen, porque debe haber, tras el origen, un segundo nacimiento. Podemos hallar en nosotros mismos la fuente de este tema: para juzgar la vida, nosotros no atendemos a su producción, sino que esperamos a su reproducción. Un animal del que ignoramos su modo de reproducción no se puede clasificar entre los seres vivos. No basta con que todo comience, es preciso que se repita una vez acabado el ciclo de las combinaciones posibles. El segundo momento no sucede al primero, sino que es su reaparición cuando el ciclo de los demás momentos ha terminado. El segundo origen es, por tanto, más esencial que el primero, porque nos da la ley de la serie, la ley de la repetición de la cual el primero nos da solamente los momentos”].
El 10 de octubre de 2021 cuando el volcán llevaba 21 días en activo, publiqué el sexto artículo sobre el asunto y el primero para el periódico el Diario.es ‘El volcán y la condición insular. Estos dos párrafos anteriores lo concluían. El pasado 19 de septiembre se cumplía un año del inicio de la erupción. El volcán ahora se halla apagado, pero la marmita del diablo permanece aún muy candente. Los problemas no han hecho sino aumentar en número y en complejidad. Hay necesidades urgentes que no se resuelven y otras que solamente pueden solventarse a medio plazo. La complejidad es directamente proporcional a la falta de unidad, tanto entre las diferentes administraciones públicas como entre los propios damnificados. Nunca ha sido tan necesario como ahora, disponer de una buena capacidad de gestión y ni aún disponiendo de ella, la tarea sería fácil. Nada aprendimos del Teneguía que fue una postal viviente; nada aprendimos del volcán de San Juan del año 1949 bajo la dictadura de Franco. Ahora la isla se encuentra más poblada, hay estudios, hay medios, hay tecnología, pero no sé cómo llamar al hecho que que después de un año, sigan habiendo demasiadas preguntas y muy pocas respuestas. Al parecer, como escribía Homero, los molinos de los dioses muelen despacio. Mientras tanto se tritura el alma humana y con esa harina los damnificados cuecen el pan de los días sin aurora.
Cuando dejen de haber tantas preguntas podrá volver la aurora. Saber de dónde venimos aunque no sepamos hacia dónde vamos, sería recomendable. Ayer leí Vivir sobre el volcán, un texto bellísimo del poeta palmero Ricardo Hernández Bravo para la revista Zenda, y que publicó el Festival Hispanoamericano de Escritores a celebrar del 26 de septiembre al 1 de octubre en Los Llanos de Aridane:
“Aquí sabemos bien lo que es vivir en riesgo, porque nuestra condición, aprendida de siglos, es estar siempre en vilo, con los ojos muy abiertos, pendientes de leer los signos del cielo y el mar que nos sostienen. Pendientes de si es tiempo de dar condición a la tierra, de si pintan bien las cabañuelas, de si la luna de octubre y la lisura en la cumbre, de si se aguarece el plantón y a ver si acaba la seca y llega lluvia buena y sin viento, si se llena el aljibe, si se logra el millo y no se murcha la uva y hay higos que echar al tendal y apretar en las cajas para endulzar el invierno. Vivir sobre un volcán es un vivir a cuenta, a condición, un transitar orillero por los andenes en una incansable batalla por ahuyentar la memoria del hambre”. De una manera poética y con una visión neorrealista, describe el prodigio del esfuerzo de su padre, de su suegro, de su abuelo. “Vivir sobre el volcán es el milagro de las manos, un pulso sostenido con la aspereza modelada a nuestra imagen que deja en la piel una marca inconfundible: la quemadura implacable del sol atlántico, estrías y manchas en los rostros curtidos de intemperie, en las manos endurecidas, regruesadas por el tanteo minucioso y continuo de la piedra y el roce de los cabos de guataca, picos, martillos o marrones”. El poeta y profesor del El Paso, escribe de lo que no ha sido regalado. “En este valle de una isla canaria sabemos como nadie en qué medida estamos expuestos a la contingencia, al capricho y el brusco zarandeo de los tiempos”.
La inestabilidad de los tiempos de nuestros padres y abuelos tiene que ver con las condiciones de abandono de una dictadura miserable, al margen de las desdichas naturales correspondientes; la inestabilidad de nosotros tiene que ver con la poca capacidad de respuesta de una democracia que nunca es igual para todos y que es manejada sin solvencia administrativa o por el hecho de que nadie se hace verdaderamente responsable de nada. Ni hay una estrategia oficial ni se está diseñando. Sólo hay parcheo parcial para hacerse la foto. Premios, homenajes, guerra informativa y política, confusión en los consorcios de seguros, confusión en la gestión de las ayudas por parte de los tres ayuntamientos implicados; ausencia de criterio en la adjudicación de las casas, largas en el Cabildo Insular, en el asunto de los gases nocivos y la insólita situación de Puerto Naos y El Remo; arrogancia en el trazado de las carreteras. Las plataformas de afectados son como reinos de taifas, cada una haciendo la guerra por su cuenta. Falta de unidad, de dirección, de estar orientados. El volcán se halla apagado pero nuestra rabia empieza a estar muy candente. Si las cosas no cambian, la situación para los damnificados será cada vez más desesperante. Y todos sabemos que la incertidumbre conlleva ansiedad. La angustia ante la pérdida y ante la ausencia de futuro será muy palpable.
Hace 1500 años, San Agustín nos recordaba: “La esperanza tiene dos hijas hermosas: la ira y la valentía. La ira ante el estado de las cosas y la valentía para cambiarlas”.
Contenedores gallegos, ridículos y a precio de escándalo para calmar los nervios de los que lo perdieron todo. El infierno ya está aquí. En el libro solidario que duele y emociona, pero que también reconforta, Las otras historias del volcán, editado por la productora audiovisual I love the World, dirigida de un modo admirable por Alfonso Escalero y que ha vendido más de 6.000 ejemplares, el psicólogo Aitor Alonso, apunta en Los daños colaterales a nivel psicológico: “De la incredulidad a la constatación de la nueva realidad: (se produce) un proceso traumático que, a corto plazo, provoca estados de ánimo negativos tales como desconcierto, impotencia, rabia, desamparo y que a largo plazo pueden desembocar en afecciones concurrentes como depresión, angustia y trastornos de ansiedad”. Además de estas consecuencias, añade el sentido de culpabilidad por algo mal hecho en los momentos de confusión, la incertidumbre ante el futuro por la falta de alternativas, la revictimización por la necesidad de tener que pedir a las administraciones y el sentimiento de agravio comparativo a raíz del desigual reparto de las ayudas. Y por supuesto, hay que sumar a todas estas desdichas y no es poco, las pérdidas directas y brutales a nivel familiar: el origen, el ámbito del hogar, lo sagrado, el sentimiento de intrascendencia por el esfuerzo generacional; la pérdida de espacio a nivel comunitario, la dispersión de lo social y en cuanto a la propia identidad ya tan erosionada, la pérdida del equilibrio y bienestar económico que lleva al peligro de exclusión social. Este es el parte psicológico, un parte de guerra. El diagnóstico es serio. Un auténtico volcán emocional es lo que se nos viene encima.
Leo una y otra vez el texto de Gilles Deleuze y pienso que contiene la clave del asunto. Lo que se haga ahora, tras la catástrofe, es importante porque da la ley de la serie. Se sentará un precedente para cuando estalle el siguiente volcán. No basta con que todo comience, este es el segundo nacimiento y es el que dará las pautas de futuro. Lo que ahora seamos capaces de hacer, será muy importante para pasar el duro trance, pero más importante aún, es que desde ahora comencemos a ir bien orientados. Todo lo demás será perder el tiempo. Sólo que el tiempo es uno para los damnificados y otro distinto para el resto. Unos ven el volcán, aunque no esté en su campo de visión, y otros miran la puesta de sol sin advertir que si le dan la vuelta, se pueden encontrar con el volcán en sus propias narices. Comprender lo que quisimos es amar lo que nos queda.
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces
Isla de La Palma
24-09-2022